11/30/2009


La santa alianza
Gustavo Esteva
C

omienzan apenas a verse los efectos de la alianza concertada por la Iglesia católica con el PRI, tras tomar posesión del PAN y el gobierno.

El desgarramiento de vestiduras de senadores priístas ante las inauditas declaraciones del secretario de Gobernación respecto de la penalización del aborto no fue mero cinismo. Existe real descontento en el PRI por el abandono de una tradición ideológica bien arraigada.

La alianza se concertó en tiempos de Salinas y formó parte de su empeño por desmantelar el antiguo régimen. No es posible examinar aquí la compleja y misteriosa relación entre neoliberalismo y religión, muy clara en Estados Unidos, pero explica en parte esa decisión política, que en aquella coyuntura pareció extraña e innecesaria.

La alianza actual tiene otro signo: la convergencia de dos voluntades que se encaminan en la misma dirección. Mientras gobiernos del mundo entero intentan por todos los medios aumentar el control de la población, ante la rebelión de los batallones de descontentos creados por el neoliberalismo, el Papa busca algo semejante: prefiere una Iglesia más pequeña, pero más sometida a los cánones tradicionales, más subordinada al control eclesiástico. Le inquietan los vientos modernizadores que ampliaron el margen de libertad de los fieles.

La brutal agresión contra las mujeres que se expresa en la nueva penalización del aborto, realizada por congresos controlados por el PRI que cubren ya la mitad del país, responde a esa lógica de control que se extiende a todas las esferas de la vida cotidiana. La criminalización de los movimientos sociales, los retenes militares, la cédula de identidad, la campaña sobre la influenza porcina, la agresión policiaca y paramilitar en Chiapas y casi todo el país, la permanente intimidación mediática de los ciudadanos, la violación continua de derechos humanos, son expresiones de un mismo afán por destruir legal o ilegalmente el estado de derecho para acostumbrar a todos al estado de excepción.

La irresponsabilidad del PRI al concertar esta alianza es apenas comprensible. En México, la necesidad de mantener una rígida separación entre la iglesia y el Estado y respetar rigurosamente el carácter laico de éste tiene profundas raíces históricas. Todas las encarnaciones del PRI lo reconocieron. Se mantuvo ese apego a uno de sus principios sustantivos hasta que llegó Salinas, quien se dedicó a destruir las bases mismas de existencia del Estado emanado de la Revolución y de su partido, incluyendo instituciones que les resultaban casi sagradas, como el ejido.

La Iglesia nunca quedó satisfecha con la separación. No cejó en su empeño de reconquistar el poder político y material que perdió, pero se había visto obligada a conseguirlo de trasmano, a escondidas, por abajo del agua. Cada intento de mostrar en público lo que lograba en privado provocaba aguda resistencia. Si bien la llegada del neopanismo resolvió en parte esa dificultad, facilitando la violación reiterada de la ley y de las prácticas políticas, no había conseguido llevar su influencia hasta la orientación misma de las políticas públicas. La nueva generación de dirigentes del PRI realiza ahora lo que ni siquiera Salinas pudo intentar.

Quien conoció la trayectoria política e ideológica de Beatriz Paredes puede haberse sorprendido al verla apoyar lo mismo a Ulises Ruiz que al cardenal. Todo parecía explicarse en términos de un pragmatismo sin principios, guiado por el afán de retorno. Así se entendería el comportamiento reciente, para las transas del presupuesto y hasta en la negociación sobre Luz y Fuerza, que se produjo en la mejor tradición de Judas e hizo evidente, como señaló el SME, el carácter reaccionario del Congreso. Pero ¿el aborto?, ¿cómo pudo hacerse cómplice de este atropello brutal a su género sin siquiera chistar?

La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra. Este artículo cuarto del Acta Constitutiva de la Federación, aprobada el 31 de enero de 1824 por el primer Congreso Constituyente de nuestro país, definiría una aspiración restauradora de algunos católicos conservadores y haría feliz a don Benedicto. Pero es tan imposible como el regreso del antiguo régimen. Vivimos en otro país, en otro mundo, como analicé en este espacio respecto del PRI.

Lo que está pasando, empero, no es regreso ni restauración, sino avance en la construcción cuidadosa del régimen autoritario en que se emplea la ley para destruirla e ingresar al territorio resbaladizo del estado de excepción, en el cual prevalece la lógica del poder por el poder. De eso se trata hoy. De ese tamaño es el peligro.

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