espíritu del parlamentarismo. Es decir, el afán creciente de fundar la legitimidad del Estado en la operación de un órgano que había vegetado como una simple agencia de trámites del Poder Ejecutivo durante la era del corporativismo: el Congreso y sus representantes electos por votación universal.
Una aclaración. Se confunde frecuentemente el parlamentarismo con la sociedad democrática. Es una confusión conceptual, pero sobre todo política e ideológica: un orden democrático es inconcebible sin un régimen parlamentario, pero el régimen parlamentario no garantiza, por sí solo, la operación en su conjunto del orden democrático. Al menos ésa es la conclusión que se desprende de nuestra historia política de los recientes 20 años.
El parlamentarismo que resultó del movimiento de 1988, aunque endeble y precario, colocó en un severo dilema los andamiajes del viejo presidencialismo: empezó a drenar el principio en el que se asentaba la autoridad de las antiguas formas de hacer política, léase: la hiperautoridad de la presidencia. Nada más lógico.
Democratizar el régimen significaba, ante todo, acotar los ingobernables poderes de una presidencia que había gobernado, desde su nacimiento en 1934, frecuentemente a espaldas de los atributos y los límites que le imponía la propia Constitución. La parábola fue breve. Más que en un nuevo orden, esa lógica se tradujo en la dinámica de una parálisis: contenidas en el viejo formato que garantizaba a la presidencia colocarse con suma facilidad por encima de las demás instituciones del Estado, las prácticas políticas (propias al parlamentarismo) desembocaron en una suma de desencuentros. El desencuentro entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, entre la Federación y los estados, entre el Poder Judicial y el electorado. Desembocaron, más que en una división, en una dispersión de los poderes de la Unión. Se pasó de la república autoritaria a la república dispersa.
Ninguno de los mandatarios que presidió este naciente ocaso (sucesivamente: Salinas, Zedillo y Fox) se aventuró a emprender una reforma que adecuara las formas institucionales a las nuevas prácticas políticas. Un poder como el que emanaba de la antigua presidencia les era demasiado precioso y preciso como para renunciar a él. Se requirió acaso de una crisis de la envergadura de la que produjeron los comicios de 2006 para ponerla de nuevo sobre la mesa.
En las semanas pasadas, Felipe Calderón anunció una ambiciosa agenda para iniciar cambios que han estado pendientes desde los años 90 (y cuya postergación ha contribuido decisivamente al deterioro de la vida institucional). La pregunta es: de qué cambios se trata, hacia dónde se dirigen (y dirigen al sistema político actual) si pensamos en que modifican prácticas tan centrales como la elección presidencial, la posibilidad de la relección de los representantes en el Congreso y la instauración del referéndum.
La segunda vuelta en las elecciones presidenciales ayudaría, sin duda, a otorgar una suerte de voto de mayoría al presidente entrante; es decir, aun cuando el Congreso se mantendría dividido, le conferiría más consenso, más poder real del que cuenta hoy día. Aunada a la posibilidad de que la presidencia ejerza vetos sobre el Congreso e intervenga más directamente en el debate presupuestal, la eficacia de su operación aumentaría probablemente. Pero también aumentaría la tentación (y la posibilidad) de trazar la vía hacia un nuevo presidencialismo, que ha sido la solución más antigua (y más trágica) a la que siempre ha llegado la sociedad mexicana frente al deterioro institucional.
El dilema reside en hacia dónde se quiere ir: una presidencia que cuente con el consenso (y la posibilidad) para gravitar por encima de las demás instituciones del Estado o, algo que no se entrevé en la propuesta de Calderón, lo que podríamos llamar un presidencialismo democrático (valga el oxímoron conceptual). Una reforma destinada a instituir la operación del Poder Ejecutivo sobre bases democráticas debería incluir los mecanismos explícitos en que el presidente podría ser sometido a escrutinio por el Congreso y por la ciudadanía, y, en caso extremo, de graves violaciones a la Constitución, ser sometido a juicio por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En una sociedad y en una mentalidad como las que nos caracterizan, dotar de poderes a la presidencia sin someterla a la tensión del escrutinio público podría redundar en un simple reciclamiento del viejo presidencialismo.
La posibilidad de la relección de los representantes al Congreso se traduciría probablemente en una relación más estable entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Probablemente. Pero no redundaría por sí sola en elevar la calidad de la labor de la representación. Hoy, cuando predomina el principio trampolín
, se va de un cargo a otro esperando ser lanzado al siguiente, el político ascendente basa su gestión en el olvido absoluto de lo que realizó o dejó de realizar en el cargo previo. La relección no aliviaría esta amnesia. Habría que marcar la forma en que los representantes adquieren obligaciones directas con los representados.
Aumentar el requisito a los partidos minoritarios de obtener 4 por ciento como mínimo para ingresar al Congreso daría consistencia a las nuevas organizaciones.
Pero, simultáneamente, abrir la opción de las candidaturas individuales nos sumiría en el changarrismo político. Se pasaría del partido-familia
a la candidatura-changarro
.
Por último, el referéndum. Es absolutamente bienvenido y necesario, al nivel que se le logre acordar. Lo esencial sería que la ciudadanía tuviera tantas probabilidades de llamar a un referéndum como, por ejemplo, el presidente. De lo contrario, la historia sería la misma: demasiada presidencia y nada o cero ciudadanía.
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