1/25/2010


Horizonte político
José Antonio Crespo

Visiones de la reforma política

En el debate sobre la reforma política propuesta por Felipe Calderón, hemos oído y leído reflexiones que van de una plena aceptación a un absoluto rechazo, a partir de los más variados argumentos. En un intento de síntesis sobre las distintas posturas que ha suscitado esta iniciativa, presento las siguientes:

A) La reforma es, en general, suficientemente profunda como para agilizar y dar eficacia a la gobernación, incorporando a los ciudadanos en la toma de decisiones, así como en la vigilancia y evaluación de sus representantes. Me parece que esta iniciativa no alcanza el rango de reforma del Estado. Se propone, sí, modernizar y agilizar al régimen presidencial. Pero el presidencialismo, a mi juicio, no ha sido históricamente compatible con la democracia en México (y en general en América Latina, si bien en Brasil y Chile ha mejorado en los últimos años). Y, sin embargo, eso mismo no me parece razón suficiente para mejor desechar el conjunto de iniciativas, que podrían significar algunos avances dado que, por lo visto, no abandonaremos el presidencialismo en mucho tiempo (o quizá nunca).

B) El sentido general de la reforma es correcto. Pero su éxito dependerá de la forma en que se concreten dichas propuestas, además de vigilar la interacción de ellas, pues cada cambio afecta otros engranajes del sistema político. Por lo cual, debe analizarse cada propuesta en sus propios méritos, reflexionando sobre las condiciones que las hagan productivas más que nocivas. Es la apreciación con la que esencialmente concuerdo, pese a reconocer que no se trata de una reforma del Estado ni cambia de fondo el régimen político. Puede y debe complementarse con otras propuestas hechas por los partidos de oposición.

C) Las reformas son tan pequeñas, y su efecto tan limitado, que en realidad no vale la pena siquiera considerarlas. Son irrelevantes. En cambio, de aprobarlas se perderá la oportunidad para, más adelante, llevar a cabo una auténtica y profunda reforma del Estado. Me parece que algunas de las reformas en efecto son limitadas, no trascendentales, y menos constituyen una solución dramática a nuestras numerosas deficiencias. Pero no creo que eso sea razón suficiente para desecharlas sin más, pues algunos avances incrementales pueden, congregados, representar avances positivos. Si por sus límites las propuestas se desechan de tajo, pueden pasar diez años o más bajo las reglas actuales, sin aprovechar algunos de los avances incorporados en esta iniciativa.

D) Las reformas en sí mismas —o algunas de ellas— pueden ser positivas, si bien insuficientes. Pero el momento de presentarlas no es el adecuado. Hay asuntos más urgentes, como la crisis económica, la desigualdad, el desempleo o la seguridad pública. Por lo cual, la iniciativa tiene propósitos distractivos ante los fracasos del gobierno. Puedo coincidir en que los gobiernos suelen recurrir a estratagemas de distracción ante sus dificultades y fracasos, y quizás estemos ante eso una vez más. Pero no me parece suficiente motivo para desechar de plano la reforma, por encima de sus méritos. Pues entonces nunca será el tiempo adecuado para una reforma política (independientemente de su profundidad y bondades), dado que por mucho tiempo tendremos problemas económicos, sociales, educativos, laborales, de nutrición, salud y seguridad. El argumento de la extemporaneidad es una reedición de aquel otro, según el cual, en tanto no haya desarrollo económico y social suficiente, la democracia política es imposible. Eso supone desechar la influencia que las formas democráticas de hacer política tienen sobre el desarrollo económico y social, como ocurrió en la mayoría de los países europeos. De lo contrario, habría que esperar a que, bajo un modelo autoritario, el país alcance un grado avanzado de desarrollo social y económico, antes de pensar en democracia. Un alegato esgrimido hoy por las corrientes más radicales de la izquierda pero, paradójicamente también, en su momento, por Porfirio Díaz y el régimen priista. Al oír algunos argumentos que provienen de la oposición para descalificar por completo la reforma, da la impresión de que lo que motiva el rechazo es menos la reforma en sí misma (o partes de ella), sino de quien proviene. Por eso, al ver una iniciativa propia presentada por su respectivo rival, los partidos la rechazan (a veces, denunciando “robo de banderas”). Con semejante lógica, seguiremos empantanados en los múltiples temas pendientes. La máquina de tomar decisiones continuará atascada.

Si por sus límites lo planteado se desecha de tajo, pueden pasar diez años o más bajo las reglas actuales, sin aprovechar algunos de los avances incorporados en la iniciativa.

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