3/08/2010

CALDERON Y SU GOBIERNO..



Modelos para armar

Carlos Fazio

El México de Felipe Calderón se mira en el espejo colombiano. Si Colombia es el modelo de un Estado autoritario de tipo contrainsurgente, Medellín es el modelo paramilitar, que con base en la seguridad ciudadana se intenta imponer en Ciudad Juárez, Chihuahua, como laboratorio de una guerra urbana a expandir en plazas como Reynosa, Nuevo Laredo, Tampico o Morelia. Ambos modelos se nutren de la excepcionalidad y la violencia reguladora. Para funcionar tienen que recurrir a medidas de excepción, y dado que lo que está en disputa es la hegemonía y el dominio territorial de amplias zonas del país bajo control de mafias criminales, el régimen de Calderón utiliza en la fase actual los aparatos coercitivos del Estado para tratar de imponer nuevas reglas de juego. Un nuevo orden.

En México, la transición al siglo XXI se dio mediante un cambio de partidos y figuras en la administración gerencial del Estado. Fue una transición pactada. En los años 90 del siglo pasado, la configuración de un Estado de tipo delincuencial y mafioso hacía necesario un recambio formal. La guerra intestina entre las mafias del Partido Revolucionario Institucional, que provocó tres crímenes de Estado (los del cardenal Posadas, Colosio y Ruiz Massieu), fue la evidencia de que no se gestaba un proceso pacífico de tránsito o movilidad de elites. Ya entonces, los cárteles de la economía criminal, con su expresión más visible, el tráfico de narcóticos ilegales, habían penetrado al Estado y sus aparatos institucionales en todos los niveles de gobierno, pero también a las empresas, la banca y los partidos políticos. Lejos de ser una anomalía, o algo externo o extraño al sistema, el uso de la violencia reguladora por los nuevos actores armados de la ilegalidad expresó la dinámica propia de un régimen político que necesitaba recrearse para seguir funcionando.

Como dice Edgardo Buscaglia, el monstruo de lo que se ha dado en llamar crimen organizado es un producto consensuado de las elites empresariales y políticas mexicanas. Un monstruo que ha generado enormes flujos de recursos financieros y patrimoniales de origen ilícito, que fueron lavados en la economía legal. El auge de la criminalidad floreció de la mano de empresarios de la violencia (que son quienes deciden los aspectos logísticos y operativos clave del negocio), con recursos financieros para pagar un segundo nivel de empresarios aún no capitalizados, que a su vez controlan agrupaciones irregulares (sicarios, bandas, escuadrones de la muerte para la limpieza social, comandos altamente especializados para tareas de narcoterrorismo, etcétera) integradas por empleados potencialmente desechables, encargados de las tareas operativas más riesgosas.

Ante la retirada paulatina, casual o intencional del Estado, diversos grupos en competencia armada y con intereses, motivaciones y estrategias diversos, desafiaron las pretensiones de exclusividad y universalidad estatal, y al romper fácticamente el monopolio de la violencia, acumularon poder y ganancias en muchas regiones del país. El Estado, debilitado, pasó a ser un jugador más, a medida que se consolidaba un conjunto de intermediarios armados (cárteles, bandas, mercenarios, empresas de seguridad) con una alta capacidad de control social en espacios territoriales delimitados, en colusión con los medios políticos, institucionales y económicos locales.

Así, mediante alianzas circunstanciales y la formación de redes delincuenciales mafiosas, siempre con un pie en las estructuras políticas y coercitivas del Estado, los señores de la guerra desplegaron estrategias de dominio territorial y coparon los mercados de la seguridad (que se privatizaron), para proteger las actividades relacionadas con la economía ilegal, invertir en actividades legales e insertarse en la vida cotidiana de las comunidades como agentes de regulación y contención política, mediante un modelo de negociación permanente del desorden y el caos.

Lo novedoso, en México, como ocurrió antes en Colombia, es el giro mercenario y la urbanización de los conflictos, en el contexto de una guerra gubernamental por el control del territorio y el afianzamiento del ejercicio de la autoridad, ante el desorden caótico y el desbordamiento de la violencia criminal que sobrevino tras la ruptura de la pirámide política de comando y control que garantizaban, en el antiguo régimen, el presidencialismo autoritario y el partido hegemónico.

Si en Colombia la llamada narcoparapolítica de la era Uribe significó grandes cambios y transformaciones estructurales en el mapa político de las regiones y la dinámica de los conflictos armados, con la aparición de grupos emergentes y el traslado y movilidad de las elites hacia escenarios más favorables para sus intereses, merced a la nefasta alianza legalidad-ilegalidad, en México la transición no ha sedimentado aún, aparte de que ambos procesos tienen características propias.

El intento por imponer ahora el modelo Medellín en México tiene un punto débil: la ausencia de un grupo insurgente que permita fabricar mediáticamente la existencia de una narcoguerrilla. No obstante, el Operativo Conjunto Chihuahua recogió los elementos básicos aplicados en Medellín. Esto es: mando operacional del Ejército; militarización de Ciudad Juárez; guerra urbana contrainsurgente; fase de paramilitarización (escuadrones de la muerte para la limpieza social); mercenarización del conflicto con financiamiento de cúpulas empresariales. En todo caso, mientras queda exhibida la violencia selectiva de un Estado que alienta la “guerra entre cárteles rivales”, se desmorona la falacia que justifica el fenómeno paramilitar como una respuesta a la violencia guerrillera. La insurgencia nace de la violencia oficial pro-oligárquica, vía el Ejército, las policías, los paramilitares y el terrorismo mediático.

Supersticiones democráticas
Gustavo Esteva

El Congreso y la Corte se ocupan ahora de apretar una tuerca más del estado de excepción. Se adopta así la tendencia dominante en el mundo, cuando categorías enteras de ciudadanos, que no pueden ser integrados en el sistema político, quedan expuestos a una guerra declarada en el curso de la cual el estado de derecho se desmantela progresivamente. Se extiende hoy a México la criticada Ley Patriota estadunidense, que el presidente Obama y un Congreso Demócrata han dejado intacta.

El pasado noviembre comenté en este espacio que el estado de excepción que padecemos es la forma legal... de lo que no puede tener una forma legal: existe al margen de la norma, como suspensión de la ley. Cité a Giorgio Agamben, quien ha mostrado que este dispositivo se ha convertido en una de las prácticas esenciales de los estados contemporáneos, incluso los llamados democráticos. Instalado en el centro del arco del poder, resulta ser “un espacio vacío, en que la acción humana sin relación con la ley se levanta frente a una norma sin relación con la vida (…) No es una dictadura (…) sino un espacio desprovisto de ley, una zona en que todas las determinaciones legales –y sobre todo la distinción entre lo público y lo privado– han sido desactivadas… La violencia gubernamental borra y contradice impunemente el aspecto normativo de la ley, ignora externamente la ley internacional y produce internamente un permanente estado de excepción, pero afirma que a pesar de todo está aplicando la ley”. Según Montesquieu, la venda sobre los ojos de la mujer que se emplea como símbolo de la justicia fue puesta para que no viera lo que ocurre durante el estado de excepción. No debe verlo. Es la negación misma de la justicia.

El Comité Invisible, en La insurrección que viene, mostró el otro lado de esta moneda siniestra: “La esfera de la representación política se cierra. De izquierda a derecha es la misma nada que adopta poses perrunas o aires virginales, son las mismas cabezas oscilantes que intercambian sus discursos según los últimos hallazgos del servicio de comunicación. Quienes aún votan dan la impresión de que no tienen más intención que hacer saltar las urnas a fuerza de votar como forma de protesta. Se comienza a adivinar que se sigue votando contra el voto mismo. Nada de lo que se presenta está a la altura de la situación. En su propio silencio, la gente parece infinitamente más adulta que todos los títeres que se pelean por gobernarla…”

Esto es lo que necesitamos encarar. Y esto no implica descalificar a quienes, contra toda experiencia y razón, siguen empeñados en la lucha electoral. Interpelado sobre el tema, hace cuatro años, el subcomandante Marcos señaló: “Reconocemos la trinchera electoral. Nunca hemos llamado a la gente a no votar. Estamos invitando a que mires a otro lado, no hacia arriba; que hagas ejercicio de tu inteligencia y tu dignidad, y pienses qué es lo que se ofrece arriba y qué está ocurriendo abajo, y con eso en la mente y en el corazón vayas o no a votar (…) Entendemos que allá arriba los partidos políticos cambian de principios como de calzones, pero nosotros no… No podemos doblegar la dignidad.” (La Jornada, 19/02/09).

El tema está de nuevo en la calle, bajo condiciones mucho más graves. Aumentan cotidianamente las agresiones armadas a las comunidades zapatistas y la violencia en todo el país, en medio de la turbulencia que generan 10 procesos electorales. En lugares como Oaxaca se reabre el debate sobre la participación en la jornada electoral. Muchos hay que quieren dar cauce a su rabia, al profundo resentimiento que deja Ulises Ruiz, usando la trinchera electoral para expresar todo eso e impedir que su guardaespaldas ocupe su lugar. Lo importante no es lo que hagan el día del voto. Lo importante es que tomen la decisión conscientes de que no pueden poner su esperanza en ese proceso, independientemente de su resultado. Que la esperanza sólo puede estar en ellos mismos.

Estamos en la víspera de un gran alzamiento o de una guerra civil, señaló el subcomandante Marcos en noviembre de 2006. Si no logramos que la gente, cada quien en su lugar, active su red de apoyo mutuo en un alzamiento pacífico y democrático, “habrá levantamientos espontáneos, explosiones civiles por todos lados, una guerra civil en donde cada quien verá por su propio bienestar (…) Va a ser cada quien por donde pueda” (La Jornada, 24/11/09). Para detener esa guerra civil y el ejercicio autoritario cada vez más cínico y abierto, que combina de nuevo la cruz con la espada, no queda sino crear nuestro propio estado de excepción.


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