4/25/2010

Cristina Pacheco....


Mar de Historias

Monedas sueltas

Cristina Pacheco

1. Granitos de azúcar

Aunque se lo haya propuesto a lo largo de tantos años, Tadeo no puede olvidar aquel domingo en que sin explicaciones de por medio su madre le dijo: Mañana tengo que hacer un viaje, pero no podrás venir conmigo. Para que no te quedes triste voy a regalarte lo que más te gusta en el mundo: pan dulce. Acompáñame a comprarlo.

Agobiado, silencioso, Tadeo caminó junto a su madre hasta Las Conchitas. Allí, para asombro de las dependientas, el niño eligió llorando las piezas más ligeras y azucaradas.

Cuando regresaron al cuarto que alquilaban en el traspatio de un viejo edificio, su madre depositó la compra sobre la mesa y le prometió que estaría de vuelta antes de que se terminara los panes. Ahora comprende que había sido una broma, pero él entonces la interpretó como una promesa.

Por la mañana, Tadeo la acompañó hasta el zaguán y permaneció allí mirándola alejarse. A toda prisa regresó a su vivienda y se puso a comer los panes, uno tras otro, seguro de que en cuanto no hubiera ni migajas de las novias, roscas, alamares y palomas su madre estaría de regreso.

No fue así. Tadeo permaneció el resto de aquel lunes sentado ante la mesa en donde sólo quedaban granitos de azúcar que con sus lágrimas se convirtieron en granos de sal.

2. Destino

En el panteón mueren al mismo tiempo los pensamientos y los nomeolvides.

3. Rumor del mundo

Conforme avanzaba la noche, los comercios iban quedando a oscuras. En las calles sólo se veían faroles encendidos en los pocos cruceros importantes. En las casas todas las luces se apagaban y en las habitaciones de techos altísimos la oscuridad, como el silencio, era total. En cuestión de minutos la gente, el pueblo, el horizonte se esfumaban en las tinieblas.

La constancia de que el inmenso mundo aún existía quedaba a cargo de los pequeños rumores: la crepitación de la madera, el rasgueo que improvisan los insectos con sus patas, el zumbido de los mosquitos, el tic-tac del reloj, el aletear de un ave nocturna, el canto de los grillos, el salto afelpado de los gatos, el golpe de la rama en la ventana y los pasos ligeros del fantasma.

4. Emigrante

Me basta con decir que él ya no está ni estará jamás. Nunca podré preguntarle qué sintió al saber perdidas sus tierras; si lloró o maldijo al darse cuenta de que su destino sería el de un emigrante; qué hizo en las horas previas al viaje rumbo a la capital; con quién compartió su angustia y sus dudas. Ante la imposibilidad de que él me lo diga sólo puedo imaginar:

Que después de una noche de insomnio se levantó al amanecer y se fue por alguno de los caminos recorridos, muchos años atrás, con su abuelo y con su padre.

Que intentó recordar sus conversaciones con ellos mientras paseaban en las mañanas dominicales sin rumbo, sin prisa, sólo para sentirse los amos de esa tierra.

Que se inclinó para tomar una piedra y al contemplarla se preguntó si alguna vez, de niño, se había tropezado con ella.

Que al devolver el guijarro a su hueco imaginó que permanecería en el mismo sitio hasta el fin de los tiempos.

Que, desolado, envidió a la piedra.

Que no pudo soportar sus pensamientos y huyó de aquel sitio.

Que desanduvo el camino y mientras lo hacía procuró grabarse en la memoria el inmenso paisaje.

Que en aquel amanecer él aprendió lo que ahora sé: llega el día en que los rencuentros sólo pueden ocurrir en la memoria.

A través del recuerdo él se adueñó mil veces de su tierra y otras tantas veces, a través del recuerdo, me rencontré con él: mi padre.

5. Lección al aire libre

La muchacha debe tener poco más de 20 años. Lleva asidos de la mano a dos octogenarios discretos, elegantes, que de vez en cuando sonríen.

Entrenada para ser cuidadora de día, la joven acopla su andar al de los viejos; ellos, en un arrebato de orgullo, procuran no rezagarse. Los tres marchan al mismo ritmo, concentrados, tal vez contando los pasos para asegurarse de que cumplen con el aspecto más placentero de una rutina que también prescribe dietas, vitaminas, antidepresivos, laxantes, somníferos, ejercicios dolorosos.

Aparte de conducirlos en su caminata diurna, la cuidadora asume íntimamente otra responsabilidad hacia los viejos: lograr que a través del contacto de sus manos recobren capítulos de su juventud perdida. Ellos, a cambio del servicio, y también por el roce de su piel, le permiten a la muchacha adivinar el futuro que la espera.

6. Táctica

Desde que llegó a este edificio nadie ha logrado penetrar el aislamiento en que vive el habitante del 703. Entra y sale a horas fijas, no responde a los saludos, no participa en reuniones ni fiestas. Siempre lleva la misma ropa y en su casa, según lo poco que han podido ver los vecinos, el mobiliario es muy elemental.

Ese hombre hosco, enigmático, impaciente con los mendigos, se muestra siempre muy generoso hacia los gatos. Con lo que le sobra de sus frugales comidas les prepara un revoltijo y lo vierte en latas en donde los animales pueden hundir el hocico en cualquier momento. Tal vez por eso todos los felinos del rumbo –y digo todos– hacen guardia las 24 horas junto a la puerta y las ventanas del 703.

Hay quien ve en la generosidad del hombre misterioso una prueba de lo mucho que él ama a esos animales; otros la interpretan como una táctica para asegurarse de que los gatos le hagan un servicio: ocultar con sus maullidos los lamentos de los hombres y las mujeres que, a cambio de obtener un préstamo a intereses brutales, le entregan como aval reliquias familiares, joyas, pólizas, herramientas, escrituras y, en muchas ocasiones, hasta el alma.

7. Final de juego

En la esquina dos mujeres tropiezan. Retroceden, se disculpan, se miran a los ojos y acaban por sonreír. Es la señal de que se han reconocido y recuerdan su juego predilecto cuando ambas eran niñas de ocho años: frente al espejo se teñían canas y se dibujaban arrugas para imaginar cómo iban a ser cuando mayores. Colmada su curiosidad se quitaban el talco y los trazos de lápiz. En cuestión de segundos volvían a ser niñas.

Hoy una es el espejo de la otra. Se observan para rescatar, bajo las canas y las arrugas verdaderas, sus rostros infantiles. Salvan fragmentos: el tono de los ojos, el lunar, la cicatriz, un gesto. Lloran, pero sus lágrimas de emoción no lavan las líneas que el tiempo dibujó en sus rostros.

Sin que medie palabra dan media vuelta y se alejan tratando de olvidar el encuentro.

8. El fardo

Por toda la ciudad desfila una nueva especie. La integran jóvenes atléticos con la piel tatuada, el pelo multicolor erizado como un penacho, los pantalones amplios, el celular o los audífonos pegados a las orejas.

Caminan despacio, en silencio, sin ver a nadie, absortos en su música o en su fragmentada conversación y por lo general cargan en su espalda una mochila de lona. El bulto les da aspecto de camellos que siguen una ruta en el desierto. Al ver la mochila tan voluminosa uno se pregunta qué llevan allí. ¿Compactos, sicotrópicos, botellas de agua, preservativos, revistas, llaves, una muda de ropa, licor, un balón de futbol, libros, recortes, fotos?

Tal vez nada más portan un trozo de esperanza y una brújula oxidada que sólo indica al norte.

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