5/10/2010

La excepción y la regla

Carlos Fazio, LJ

Cuando Vicente Fox entregó de manera furtiva a Calderón ese poder del que tanto abusara, no quedaba duda de que, como secuela de la fraudulenta coyuntura que lo instaló en Los Pinos, el sucesor espurio persistiría en la imagen tiesa y recalcitrante, porfiada y admonitoria de su antecesor, y que profundizaría el carácter ultraconservador y la mano dura de un régimen ramplón apoyado por el gran capital y los poderes fácticos.

Desde el primer segundo de su investidura por un militar del Estado Mayor Presidencial, en lo que configuró a todas luces un virtual golpe de Estado técnico, Calderón se refugió en las fuerzas armadas para buscar legitimidad y las involucró en una guerra sin estrategia aparente, contra un enemigo funcional y difuso que estaba incrustrado hacía un cuarto de siglo en los pliegues de un Estado de tipo delincuencial y mafioso. Como consecuencia, el país se militarizó, y a últimas fechas ha ido incursionando en variadas formas de paramilitarización, guerra sucia y terrorismo mediático.

En ese contexto, en forma paulatina se fueron vislumbrando tres de los factores que Nicos Poulantzas detectó como síntomas indicativos de todo proceso de fascistización: la radicalización de los partidos burgueses hacia formas de Estado de excepción; una distorsión característica entre poder formal y poder real, y, por último, la ruptura del vínculo representante-representados (Fascismo y dictadura, Siglo XXI, Buenos Aires, 1975, págs. 75 y 76).

En el primero de esos rubros, cabe señalar que el proceso mexicano, aunque acelerado, ha ido cumpliendo diversas etapas de desarrollo. No se adoptaron, ni se adoptan aún, de modo directo, disposiciones inherentes a un régimen de excepción, sino que más bien se eligieron normas excepcionales, más o menos previstas por el texto constitucional o sujetas a ““interpretaciones””, tratando en primer término de convertirlas en aceptada rutina, para luego propugnar leyes que las incorporasen en forma permanente al aparato represivo del Estado. Verbigracia, las contrarreformas calderonistas en materia laboral, de seguridad nacional e interior (incluido el fuero castrense), y la ley federal de telecomunicaciones y contenidos audiovisuales. De modo que, en síntesis, el proceso fue éste. Primero: introducir de facto la excepción. Segundo: convertirla en rutina. Tercero: transformarla en regla.

El segundo índice, la distorsión característica entre poder formal y poder real, apareció en algunos enfrentamientos vinculados con grupos monopólicos (con Carlos Slim, en particular) y otros en materia de seguridad que involucraron a sectores de poder, como el caso Martí y, más recientemente, el asesinato por el Ejército de dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey. En cuanto al tercer ítem (ruptura del vínculo representantes-representados), a la larga zaga heredada de sus antecesores neoliberales, puede resultar ejemplarizante el manejo de la recesión económica y de la crisis de la influenza A/H1N1, así como el decreto de extinción de Luz y Fuerza del Centro.

Tal vez donde pueda reconocerse una diferencia neta entre las formas de los fascismos europeos clásicos y ésta de aquí, tan peculiar y pedestre, sea en aquel rasgo que Gramsci denominaba ““equilibrio catastrófico””, ya que el signo clave del México actual es más bien un catastrófico desequilibrio. Es sabido que todo régimen de excepción se origina en una crisis política o en una crisis ideológica, o en ambas a la vez. Pues bien: aun desde su muy reaccionario punto de vista, ¿qué soluciones o atisbos de soluciones ha aportado el mandamás de turno a tales crisis? El saldo exhibe la coherencia de Calderón con su condición de clase: monólogos autoritarios, agresivos desplantes provocadores, siembra de miedos y odios, cacería de brujas, actitudes antiobreras, embestidas antipopulares de corte castrense y un largo etcétera, combinado todo eso con una total sumisión a Washington. Es decir, su extremado rigor hacia dentro se transforma hacia fuera en bochornosa obsecuencia convenenciera.

Desde un principio, Calderón ha intentado transformar el miedo en una modalidad de control social. Convirtió el estado de derecho en estado de desecho. Directa o indirectamente, su régimen ha propiciado el terror y no ha vacilado en usarlo (incluso contra jóvenes considerados ““desechables”” y niños que son asesinados en retenes castrenses, y luego refuncionalizados, con fines de propaganda exculpadora, como ““daños colaterales””) como elemento de presión constante y dura persuasión. Problemas de ““percepción””, diría el señor Presidente. Asimismo, de la mano de un fascismo furtivo reaparecieron la tortura sistemática, las ejecuciones sumarias extrajudiciales, las desapariciones forzosas, los allanamientos sin orden judicial. A ello se suman la punitiva obsesión normativa de Calderón en desmedro de las libertadas ciudadanas y el estruendo de una ““guerra”” que sirve para encubrir el desastre económico y social.

Visto así, en el marco de la ley sobre la ““afectación de la seguridad interior””, que busca legalizar la presencia de los militares en las calles y el uso de la ““violencia buena”” sin que tengan que sujetarse a tribunales penales civiles en caso de violaciones a los derechos humanos, la alternativa, de conseguir finalmente ese adefesio aval parlamentario, es cada vez más clara: o coincidimos ideológicamente con el régimen (lo que significa coincidir con la clase dominante que él representa y, por tanto, admitir que nos domine) o incurriremos en ese novísimo estado de peligrosidad o ““afectación””, según la última palabra en materia de aberraciones jurídicas. Por ese camino, a poco de andar, sólo tendremos derecho a los monólogos del señor Presidente. Pero a diferencia del otro monologuista famoso, el príncipe de Dinamarca, Calderón no nos pondrá ante el dilema de ser o no ser. Sencillamente nos ordenará no ser. Porque, como se sabe, el ser ha significado, en todas las épocas, un estado de peligrosidad.


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