5/16/2010

Qué es la Constitución

Arnaldo Córdova


Hay en la ciencia del derecho una antigua esquizofrenia que jamás se ha podido curar. Se trata del dualismo, que consiste en considerar que en el derecho hay una esfera ideal y, frente a ella o por debajo de ella, una realidad que la determina en todas sus manifestaciones. Una cosa es, se dice, el derecho escrito, y muy otra el derecho que es realidad imperativa. Una síntesis de los dos extremos me parece la solución más racional: la ley escrita es fruto de las necesidades reales de la sociedad. Nadie se pone a inventar leyes que no tienen que ver con esas necesidades, incluso en una dictadura que anula el estado de derecho. No hay dicotomías posibles si se piensa así: la ley, escrita o no, es una parte de la realidad.

Pero siempre ha habido nutridas legiones de juristas que se empecinan en considerar que la ley escrita es tan sólo un adorno de la realidad. En el derecho constitucional se habla de una Constitución ideal y de otra real. Esa concepción es dominante en países como Italia y Francia (por supuesto, con sus excepciones). En Italia hubo, desde la primera mitad del siglo XX, una vigorosa corriente jurídica que encabezó, históricamente, el gran constitucionalista Santi Romano. En Francia actuaron los institucionalistas, de los que ya he hablado en otras ocasiones y entre los que destacaron iuspublicistas de la talla de Maurice Hauriou, Léon Duguit y Carré de Malberg, y civilistas como Marcel PLaniol y Georges Ripert.

Sería inútil querer saber desde cuándo acarreamos en el derecho ese dualismo. En abril de 1862, el gran dirigente e ideólogo del movimiento obrero alemán Ferdinand Lassalle (1825-1864) dio una serie de conferencias que luego publicó en un pequeño volumen que intituló ¿Qué es una Constitución? (en 1931, don Wenceslao Roces la tradujo para Editorial Cenit). En sus conferencias, Lassalle afirma que la Constitución escrita no es más que una hoja de papel y que la Constitución real la forman los que llamó factores reales de poder, vale decir, la monarquía, el ejército, la Iglesia, el capital, los sindicatos. Mucho camino hizo ese peculiar modo de ver la Constitución. A él se atuvo, entre otros, el gran politicólogo alemán Hermann Heller.

Aunque yo me formé en Italia, en donde obtuve mi doctorado en filosofía del derecho (Roma, 1964), jamás comulgué con esas concepciones dualistas. Y lo explicaré hablando de la Constitución. Tenga forma escrita o no, la Constitución es siempre la misma, o sea, un pacto político. No es una ley, aunque esté escrita. Ella no manda, como cualquier ley; ella instituye. Cada artículo de nuestra Carta Magna es una institución, no una ley. Inglaterra e Israel no tienen constituciones escritas. México y Estados Unidos la tiene y en todos los casos viene a ser siempre lo mismo: un contrato social y político, en el más estricto sentido russoniano, un pacto del pueblo para fundar y organizar su Estado y darle un régimen de derecho.

Cuando se visualiza a la Constitución como una ley escrita, como lo hacen casi todos los juristas italianos, se comienza a pensar dualística y esquizofrénicamente. La Carta Magna es una hoja de papel y por debajo de ella vive la Constitución real. Es un absurdo que tiene precisamente ese origen: verla como una ley escrita. Pero, incluso y hablando de la ley, el dualismo resulta estéril. La ley es un acuerdo de la representación del pueblo encarnada en su Poder Legislativo, no una criatura de gabinete. Rousseau decía que la ley es la expresión de la voluntad general. Eso quiere decir que la ley, al igual que la Constitución, es un pacto, en su caso, entre las fuerzas políticas que operan en el parlamento y, de ningún modo, una hoja de papel.

Se me podría cuestionar, en vía de objeción, sobre ciertas normas en el cuerpo de la Constitución que no parecen instituciones, por ejemplo, todas las libertades que se consagran en su título primero, digamos, las libertades de opinión, de expresión y de tránsito. Pues contestaría que esas no son normas, vale decir, mandatos que ordenan algo. Son instituciones. La Constitución instituye, vale decir, convierte las libertades en algo más que mandatos, o sea, en auténticas convenciones políticas fundadoras de la convivencia social. Por lo demás, todos los juristas de todo el mundo definen a las leyes escritas (e incluso a las consuetudinarias o no escritas) como instituciones.

Las leyes no pueden reducirse a su forma escrita. Siguiendo al maestro y gran filósofo del derecho, don Luis Recaséns Siches, son vida humana convertida en mandamientos jurídicos. De los italianos no puede extrañar que no entiendan lo que es una Constitución política. Ellos no tienen una tradición pacticia, pues el primer pacto que conocieron fue el que dio origen a su actual Carta Magna en 1947. De los franceses, en cambio, resulta incomprensible. Ya el mismo hecho de que la Constitución pueda cambiarse en cualquier momento les debería indicar que no es una hoja de papel que vale lo mismo si se modifica o no. Y a propósito, quiero aquí hacer las cuentas con una muy tonta doctrina que se enseña acríticamente en nuestras escuelas de derecho.

Me refiero a la muy peregrina clasificación de lord James Bryce de las constituciones en rígidas y flexibles. Bryce opina que una ley fundamental que sigue un procedimiento estricto de reforma es rígida, mientras que, la que no, es flexible. Es una estupidez muy anglosajona, pues formula una concepción teórica, esa sí, fundada sólo en las formas. Bonita Constitución flexible es la inglesa que no se ha cambiado en más de trescientos años, sólo porque el parlamento la puede cambiar cuando se le antoje. Un político inglés del siglo XVIII decía que el parlamento lo podía todo, menos convertir a un hombre en mujer y a una mujer en hombre. Y linda Constitución rígida es la mexicana que se ha cambiado ya más de 500 veces.

Que la Carta Magna no se cumpla o, incluso, se viole cotidianamente, no hace excepción a su categoría de pacto político. ¿Cuántos felones no hay en el mundo que no cumplen sus compromisos en los millones de contratos que se dan cada día? Decían los antiguos que la ley se inventa para ser violada y Kant agregaría que si no pudiera dejar de cumplirse ya no sería una ley humana pues se convertiría en una ley natural. Parte de ese pacto político al que se debe nuestro Estado y lo que queda de la convivencia social consiste en hacer cumplir nuestra Carta Magna y sus leyes, lo que no puede resultar extraño para nadie.

Nuestra Constitución podrá tener todos los defectos del mundo y ser todo lo perfectible que se quiera, pero debemos tener conciencia de que es el único instrumento que tenemos a la mano para ordenar y reordenar nuestra vida social en todos sus aspectos. Ella es nuestro contrato social y político y sólo en ella podrán encontrarse o rencontrarse todas las fuerzas representativas del pueblo para darnos una vida mejor y más civilizada.

La magia del juicio de amparo

Néstor de Buen


El principio de división de poderes es, sin duda, el instrumento para hacer imposible la imposición de una dictadura. Por ello se considera que la democracia descansa en un mecanismo que distribuye, con plena independencia, las facultades ejecutivas, legislativas y judiciales.

Al Poder Legislativo le corresponde dictar las leyes. Al Ejecutivo, aplicarlas o, en su caso, de acuerdo con la fracción primera del artículo 89 de la Constitución, reglamentarlas, pero nunca dictarlas por sí mismo. La suspensión de garantías prevista en el artículo 29 de la Carta Magna sólo es admisible en caso de que se ponga en grave peligro o conflicto a la sociedad, y el Presidente de la República sólo puede decretarla con el consentimiento expreso del Congreso de la Unión o, en su caso, de la Comisión Permanente.

El Poder Judicial es un órgano de control mediante el cual se determina si los actos de las demás autoridades, inclusive de los propios órganos de esa instancia, están apegados a derecho. La vía para lograrlo es el juicio de amparo, habitualmente tramitado ante juzgados de distrito y tribunales colegiados de circuito, pero en última instancia, de acuerdo con ciertas circunstancias, ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

El juicio de amparo, creación mexicana, impulsa la esperanza. Quienes tienen a su cargo la decisión final: los señores ministros de la Suprema Corte, actuando en sala o en pleno, deben hacer valer que se deposita la confianza en su conocimiento del derecho y en su capacidad de analizar los antecedentes del conflicto que se somete a su consideración.

Un problema de absoluta actualidad: la situación creada por un decreto presidencial al liquidar Luz y Fuerza del Centro (LFC) –utilizando indebidamente la facultad reglamentaria del Ejecutivo que, en todo caso, debió estar precedida por una ley dictada por el Legislativo– debe ser resuelto ahora por la Suprema Corte. Reglamentar es señalar el camino para el cumplimiento de la ley, y si no hay ley, no hay reglamento que valga. Así de sencillo.

En el caso de LFC, el decreto presidencial del 10 de octubre del año pasado no fue dictado en cumplimiento de un mandato del Legislativo. Así como para crear dicho organismo descentralizado fue necesario que lo aprobara el Legislativo para que el Ejecutivo lo constituyera, para su liquidación debió seguirse el mismo camino.

La juez que primero conoció de la demanda de amparo presentada por el Sindicato Mexicano de Electricistas y sus agremiados no lo consideró así y negó el amparo invocando la supremacía del interés público sobre los derechos de los trabajadores, y violando por ello el artículo 123 constitucional, particularmente la fracción XXII, y despreciando de manera especial el derecho a la estabilidad en el empleo que el maestro Mario de la Cueva calificó como el derecho más importante previsto en el artículo 123.

En contra de la sentencia de la juez se acudió a la revisión ante un tribunal colegiado, pero la Suprema Corte, por la importancia del asunto, atrajo el expediente con motivo del recurso de revisión que ahora deberá resolver el pleno del máximo tribunal.

Lo infundado del famoso decreto es más que evidente. Simplemente la falta de una ley hace improcedente cualquier reglamento. Lo que ocurre, como ahora, es que el Ejecutivo, invocando facultades otorgadas por sus propios miembros, en este caso la Secretaría de Hacienda, que no es el Poder Legislativo y que son facultades inexistentes porque la ley que las establece es inconstitucional, dictó por sí mismo una verdadera ley que no es verdadera sino por las malas intenciones.

Peor aún: antes de entrar en vigor el decreto del 10 de octubre, ejerciendo la nocturnidad y con auxilio de las fuerzas públicas, hoy tan en decadencia, el Ejecutivo separó a los trabajadores en cumplimiento anticipado de lo que entraría en vigor el día 11 de octubre.

Ahora dicen las autoridades que el acto llevado a cabo no fue de privación de derechos sino de molestia. ¡Que se lo cuenten a otro! Porque desde entonces los trabajadores electricistas no tienen empleo ni salario. Aunque evidentemente están más que molestos, pero no en el sentido que invocó la juez.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene una oportunidad maravillosa de poner de manifiesto el principio constitucional de la división de poderes. Con el riesgo de que, de no hacerlo, lo que hasta ahora ha sido una democracia, aunque modesta y relativa, se confirmaría como una dictadura. Nos merecemos otra cosa.


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