6/14/2010

Sin pueblos no hay Nación

Hermann Bellinghausen
La Jornada.

Es posible que la actual ofensiva neoliberal (gobierno-empresas) contra los pueblos indígenas de México y buena parte de América Latina sea una de las más agresivas en la historia. No obstante, la escalada sucede en un momento brillante de estos pueblos, cuando han alcanzado niveles de conocimiento muy precisos de su condición, y están en lúcida posesión de su bagaje civilizatorio. Toman en sus manos el destino de sí mismos, y en ocasiones, de las naciones que los contienen. Organizados, son enemigos formidables para el poder neoliberal. Contra ellos no bastan las viejas doctrinas contrainsurgentes. Es una contrasabiduría lo que se emprende para detenerlos. Un viva la muerte, donde cualquier brutalidad está permitida.

Bajo el signo de la rebelión, en menos de dos décadas los indígenas cambiaron el mapa político de Bolivia y Ecuador, y son influencia profunda en las luchas de liberación en el sur de México. El proceso inspiró los despertares históricos de sus hermanos en Chile, Venezuela, Colombia, y ahora Argentina, a contracorriente de la uniformidad desarrollista y capitalista que los condenaba a desaparecer.

No debemos olvidar que México avanza (literalmente, da pasos adelante) sólo cuando sus pueblos son determinantes. Cuando callan (aprisionados, perseguidos a tiros, envenenados, desalojados) la vida se atora, se pudre, se entristece. El siglo de la Conquista, las guerras liberales del siglo XIX contra ellos y la dictadura porfirista (tres paradigmas de modernización), fueron esta clase de periodos tristes.

Ahora les quieren arrebatar lo de siempre: el oro y el moro. Minerales y petróleo bajo sus pies. Bosques, ríos, playas. Las semillas de sus milpas. Hasta por los bordados de sus huipiles pagarán copyright. Gobiernos como el mexicano, con su red de socios (¿o más bien sus acreedores?) pretenden secuestrar, encadenar, sitiar con piedras, borrar en los censos y las políticas culturales, y finalmente expulsar a los pueblos, la parte más desechable de un paisaje como quiera desechable.

Máxima expresión de la premisa capitalista úsese-tírese es la trágica derrama de petróleo en el Golfo de México, responsabilidad directa de British Petroleum, Deepwater Horizon y Halliburton, típicos especímenes del mercantilismo criminal en control del mundo. Mientras se vacía en el océano el segundo mayor yacimiento de petróleo del planeta, y amenaza el futuro ambiental de todo un hemisferio sin que los causantes resuelvan su tiradero, éstos ocultan, engañan, se preparan a huir por la puerta de atrás. Revelan lo poco que les importamos.

Están en la mira Amazonia y Lacandonia, las costas del Pacífico, las inmensas cordilleras donde el capitalismo vislumbra su último El Dorado en Mesoamérica y los Andes. La ofensiva neoliberal, en su exceso, hace reaccionar contra represas, minas y petroleras a los pueblos originarios de Guatemala y Perú, a los que, como en Colombia, se daba por perdedores de guerras que no han terminado.

Pero la decisión de conquistar la autonomía y su identidad legítima y humanizadora está bien prendida en todos estos pueblos. Los municipios rebeldes de Chiapas, la determinación mapuche de existir en Wallmapu, sin por ello ser terroristas ni primitivos, la estremecedora rebelión en cadena de aymaras, kichwas, shuar y tantos más en los subcontinentes andino y amazónico, ofrecen una experiencia de simultaneidad y poderío que no habían tenido nunca.

Gobiernos militarizados y delirantes en lo interno, y arrodillados en lo externo, histéricamente trenzados con las mafias, como los de Colombia y México, creen que podrán acabar con los pueblos que se les atraviesen. Por ello, el régimen PRI-PAN se permite creer que San Juan Copala es sólo un frijolito perdido en el universo.

Otros Estados (Ecuador, Venezuela, y aún el muy neoliberal de Perú) parecen obligados a comprender que sin sus indígenas no habrá Nación. El más claro mensaje de que sí se puede está en la proeza de los pueblos bolivianos, que avanzan en su autonomía y ponen a prueba la dimensión ética de un gobierno nacional encabezado por indígenas.

La resistencia zapatista, construyendo buen gobierno y cuidando sus territorios, así como las movilizaciones ambientales de gran rango, como la contracumbre climática de Cochabamba, señalan que el planeta amenazado tiene en los pueblos indígenas de América al mejor de los aliados.

Del Pentágono y las mineras canadienses para abajo, la estrategia de gobiernos y empresas es el exterminio. Reconocen en los pueblos el único verdadero escollo, el más duro de matar, para abrir paso a su voracidad depredadora. Es tiempo de que las naciones americanas admitan que su viabilidad es inseparable de la del buen vivir de sus pueblos. Demostrarían sensatez si escucharan sus voces. No sólo son nuestra última frontera libre. A diferencia de las sociedades modernas, los indígenas siempre han sabido proteger, vivir y heredar la Tierra.

¿Qué hacer?

Gustavo Esteva

Yahora, ¿qué hacemos?, se preguntaban los frustrados caravaneros el día 8.

El problema no eran las 30 toneladas que llevaban a San Juan Copala. Podrían regresarse con ellas en Huajuapan y empezar gestiones para que la Cruz Roja Internacional o algún organismo de Naciones Unidas se ocupase de entregar lo que habían podido reunir. (No será fácil lograrlo. El gobierno ofrecerá resistencia.)

La frustración misma tampoco era el problema central. Nadie estaba seguro de que podrían romper el cerco y llegar en paz a Copala. Nadie confiaba realmente en la oferta gubernamental de garantizar su seguridad. El día 7 examinaron con cuidado la situación y asumieron conscientemente los riesgos de concretar el intento. Nunca dieron por hecho que alcanzarían su propósito.

Lo ocurrido, empero, los tomó por sorpresa. Fue difícil creerlo o examinarlo allá, en aquellos momentos de tensión. Lo sigue siendo aquí, casi una semana después, bajo condiciones propicias para la reflexión.

Hasta el día 8 existían elementos suficientes para atribuir a la Unión de Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort) el cerco paramilitar y denunciar los vínculos de esta organización con el PRI y el gobierno. Pero ese día, llegados al punto en que la policía estatal se negó a continuar, la procuradora del estado, que acompañaba la caravana, expresó que estaba en comunicación con el dirigente de Ubisort y había acordado con él las condiciones para que la caravana pudiese llegar a su destino: que fuese encabezada por la gente de Ubisort. Cuando esta propuesta atroz fue airadamente rechazada por los caravaneros la policía estatal se retiró. Aunque fue sustituida por la federal, el resultado fue el mismo: ésta adujo haber oído disparos y desistió también del intento.

Es preciso detenerse con cuidado en este incidente. Los gobiernos federal y estatal aceptaron así, públicamente, que en esta zona estaban suspendidas las garantías constitucionales y que la gobernabilidad quedaba en manos de la Ubisort. De esta organización dependía la seguridad de los caravaneros.

El dirigente de la Ubisort, entrevistado unos minutos después, negó tener ligas con el PRI o el gobierno, en declaraciones confusas y contradictorias. Lo seguirá haciendo, igual que el gobierno. Pero ya no hay manera de negar esta vinculación, que se hizo enteramente evidente.

¿Qué hacer ante esta situación? No fue simple desaseo de un funcionario, una declaración descuidada, un incidente secundario. Es un estado de cosas. Si quedaban dudas están ahora despejadas. Se ha desmantelado el estado de derecho.

Hay quienes no dan crédito a lo ocurrido y prefieren cerrar los ojos, restando importancia al incidente. Solicitarán a las autoridades, a estas mismas autoridades, una investigación a fondo de lo ocurrido el 27 de abril, cuando asesinaron a Bety Cariño y a Jyri, y lo del 20 de mayo, cuando asesinaron a don Timoteo Alejandro Ramírez y a doña Tleriberta Castro Aguilar. Presentarán nuevas denuncias y exigencias por lo ocurrido el día 8. Pero la mayor parte de los caravaneros saben que todo esto será inútil. Lo fue en el caso de Brad Will, de los muertos y desaparecidos del 25 de noviembre, de los incontables crímenes, abusos y corruptelas que se repiten cotidianamente.

Se ha planteado la inevitable analogía entre este episodio y lo ocurrido con la flotilla de la libertad que intentaba romper el cerco de Gaza. Toda proporción guardada, en número y calidad, la comparación es válida. La reacción universal de rechazo que ha provocado el gobierno de Israel al asaltar en aguas internacionales al grupo de pacifistas que intentaban romper el cerco expresa la convicción de que se rebasó un límite y se produjo un cambio cualitativo que exige una respuesta proporcionada.

¿Cuál sería una respuesta proporcionada en nuestro caso? ¿Cómo reaccionar ante la constatación de que los poderes del Estado no sólo han desertado de sus funciones sino que emplean abierta y cínicamente, con toda impunidad, fuerzas públicas y grupos paramilitares en atropellos ilegales?

No se trata ya de hechos que pueden sujetarse a una investigación, para que la Corte se entretenga otros tres años y desemboque al final en recomendaciones no vinculantes, es decir, en el parto de los montes. Aquí ya no hay nada que investigar. El nuevo estado de cosas queda a la vista de todos.

¿Qué hacer? El Senado no usará sus facultades ante pruebas flagrantes de ingobernabilidad en Oaxaca. La Corte no empleará las suyas ante violaciones abiertas de las garantías constitucionales por parte de los gobiernos estatal y federal. Las instancias internacionales demostrarán su irrelevancia.

¿Podemos seguir resistiendo la respuesta obvia? ¿Podemos seguir negando lo que tenemos que hacer?

La Corte, Atenco y la ley

Carlos Fazio

Desde mayo de 2006, 12 presos políticos vinculados al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) de San Salvador Atenco permanecen como rehenes de los poderes ejecutivos federal y del estado de México, en virtud del uso discrecional y faccioso de la justicia contra los movimientos sociales organizados y sus demandas. Viciado de origen, el caso Atenco es emblemático porque desnuda la actitud inquisitoria y la manera en que el Estado clasista emplea a la fuerza pública y la legislación penal como herramientas de control y disuasión social. Es decir, como instrumentos, a la vez excesivos e ilegales, para la criminalización de la pobreza y la protesta social. Se trata de un abuso de poder; pero esa forma ilegítima del Estado en el uso de su potestad punitiva significa, también, una judicialización de la política.

En mayo de 2007, Ignacio del Valle, Héctor Galindo y Felipe Álvarez, recluidos en la cárcel de máxima seguridad del Altiplano, fueron sentenciados a 67 años de prisión. A Del Valle, líder del FPDT, le adicionaron 45 años. Otros nueve presos que se encuentran en el penal Molino de Flores recibieron penas de 32 años. Por consigna, en virtud de una práctica sistémica generalizada, apoyada en el poder coercitivo del Estado a través de operaciones represivas desproporcionadas y la producción de un discurso maniqueo que imputa situaciones delincuenciales a los actores sociales, los jueces que intervinieron en el caso hicieron a un lado el principio de estricta legalidad, en lo que tiene que ver con la carga de prueba y la presunción de inocencia (apelando a la acostumbrada presunción de culpabilidad, ministra Olga Sánchez Cordero dixit) , y les aplicaron un tipo penal, el secuestro equiparado, verdadera aberración jurídica contraria al principio de taxatividad penal, que condiciona la imposición de una sanción penal a la existencia de una ley exactamente aplicable a la conducta de que se trate.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajo los 12 casos, y tiene en sus manos la oportunidad de sentar criterios para revertir la criminalización de la protesta social, sancionar la inconstitucionalidad del secuestro equiparado, reforzar los lineamientos del uso de la fuerza policial conforme a los criterios de los derechos humanos y liberar a quienes han sido injustamente privados de su libertad.

El 25 de mayo, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro presentó ante la Primera Sala de la Suprema Corte un amparo directo en favor de Ignacio del Valle, Felipe Álvarez y Héctor Galindo, y adjuntó el memorial amicus curiae (en latín, amigos de la Corte), que permite a terceros ajenos a una controversia judicial con interés particular en la definición de un litigio, presentar documentos para ofrecer consideraciones de derecho a un tribunal del conocimiento, con objeto de contribuir a la solución de la disputa.

El documento aboga por el papel histórico de la protesta social colectiva y su contribución al fortalecimiento de la vida democrática participativa, y lo contrapone a la recurrencia del Estado de apelar al derecho penal como única respuesta frente a grupos sociales que de manera legítima presentan exigencias al poder público. Cuando la protesta es resuelta por los gobernantes desde una óptica de confrontación, implica su criminalización o judicialización, dando paso a un proceso político, mediático y jurídico, que etiquetando a los actos de protesta como delitos, busca sacar a un conflicto (o actor) social de la arena política para llevarlo al campo penal. El objetivo de los impulsores de la criminalización es poner en marcha al poder punitivo del Estado para neutralizar, disciplinar o aniquilar la protesta. Con un efecto expansivo: paralizar por miedo y terror a todos quienes encarnan la protesta social.

Dice Esteban Rodríguez que la criminalización de la protesta es una de las manifestaciones de la judicialización de la política. O sea, la transformación de los conflictos sociales en litigios judiciales. Se trata de una lectura de la realidad bajo la lupa del Código Penal, con lo que criminalizar será despolitizar y deshistorizar o sacar de contexto un conflicto social, como vía para habilitar de manera facciosa el poder punitivo del Estado, justificando dicho conflicto con la lógica de la guerra y legitimando la intervención represiva del Estado.

En el caso Atenco (y también en el de los sindicalistas del SME y los mineros de Pasta de Conchos y Cananea en la coyuntura) dicha criminalización impugna la voz y la palabra de los actores sociales para rencuadrarlos como activistas, delincuentes o enemigos internos; desestabilizadores del orden clasista instituido.

El Centro Pro reivindica el derecho a la manifestación pública, porque el espacio urbano no es sólo un ámbito de circulación, sino también de participación ciudadana. Lo que en un plano simbólico y por la vía de los hechos, permite posicionar a un movimiento como el FPDT en el escenario público y colocar sus demandas en la agenda política, ante la imposibilidad de hacerlo por conducto de los laberintos burocráticos del sistema y de unos medios de difusión masiva que siguen las pautas impuestas por el duopolio de la televisión y engendros como la Iniciativa México; mismos que, como ocurre con los otros colectivos mencionados, han promovido en el imaginario colectivo un signo delincuencial contra los integrantes del FPDT.

En ese contexto, el fallo que tiene ante sí la Suprema Corte no se limita a una cuestión técnica, formal. Los ministros deben evitar reducir la protesta a un asunto de presunta legalidad y, con sensibilidad, buscar empatar la verdad jurídica con la verdad histórica, rechazando el autoritarismo y el uso faccioso de la justicia, y determinando, a la vez, la inocencia de los presos políticos de Atenco.

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