7/25/2010

La columna de Cristina Pacheco...


Mar de Historias

Adiós a todo eso

Cristina Pacheco

Ligera y silenciosa, la llovizna cae otra vez. América se cruza el suéter sobre el pecho y sigue caminando. Si pudiera lo haría con los ojos cerrados para no ver en la calle desierta los escombros que por todas partes rodean a las casas desocupadas en La Malinche. Sin puertas, sin ventanas, con las paredes heridas a golpe de marro, tienen un aspecto monstruoso y cruel.

América se horroriza de pensar que un día, pronto, la casa que construyeron entre ella y Jacinto se verá igual. Y sin nosotros, comenta, a sabiendas de que nadie la escucha. Los pocos vecinos que aún le quedan están ocupados en empacar sus pertenencias, en meter su vida en cajas de cartón para irse no saben a dónde.

Ella y su familia tienen que hacer lo mismo, pero aún no han decidido qué rumbo tomarán. Sea cual fuere, se verán obligados a empezar de nuevo desde cero, con menos fuerzas y muy escasas posibilidades de adquirir otro terreno y edificar una nueva casa de dos plantas, con azotehuela, terracita y barandal de cisnes.

El agobio de un futuro tan incierto se le vuelve cansancio. Indiferente a la llovizna, América se acomoda en el quicio de una casa abandonada que aún conserva junto al hueco de lo que fue la puerta el número pintado en una tabla: Familia Hernández. Lote 22, antes 59. Apenas dos semanas atrás, de todas sus habitaciones escapaban olores a comida, música, el goteo del agua, la cortadora de Ernesto partiendo tablones, la voz de Angelina, cantadora y gritona.

II

Hoy en el lote 22, antes 59, no se escucha nada o si acaso el golpe de una piedra al desprenderse de las paredes que aún conservan en buenas condiciones la pintura rosa. Angelina las mandó pintar de ese color para los 15 años de su hija Jessica. América sonríe ilusionada al recordar la fiesta, los chambelanes de riguroso traje negro y corbata de moño, el pastel de cuatro pisos, la sidra desbordándose de las copas y el intrincado discurso con que Ernesto felicitó a su hija, tan linda con su vestido rosa, tan elegante con su peinado alto, tan coqueta con sus pestañas salpicadas de chispas como estrellas.

¡Que viva la quinceañera!, gritaron todos en el brindis final que, desde luego, nadie consideró como el último. La Malinche estaba llena de niñas que pronto alcanzarían la feliz edad de las ilusiones, según dijo Ernesto. América pensó que una de esas afortunadas iba a ser Yamilé cuando creciera.

Su hija apenas tiene cinco años, pero ya se da cuenta de todo. A cada momento le pregunta por qué están tirando las casas. América no se atreve a decirle que es para que corra por allí una supervía que pronto se atestará de automóviles. Yamilé quiere saber cuándo volverán sus amigos para jugar con ellos en La Loma. América tampoco le responde: no sabe si es correcto contestarle a una niñita con la palabra nunca.

Quizá ella tampoco vuelva a ver a Angélica: su vecina, su consejera, la hermana que no tuvo. La madrugada en que se fue de regreso a la casa de sus suegros en Tlaxcala, Angélica le escribió en un papel su nueva dirección y su teléfono. América prometió llamarla, pero aún no lo ha hecho.

No tiene ánimos para conversar ni sabe cómo decirle a su amiga lo que siente cuando ve en lo que se ha transformado la colonia que hicieron entre todos, acarreando ladrillos, sacos de cemento, molduras, tubos, varillas, vidrios: materiales comprados con enormes esfuerzos y a base de infinitas privaciones.

III

La lluvia arrecia. América decide guarecerse en el interior de la casa desierta. Se detiene en lo que era la sala. En el piso de losetas quedaron papeles sucios, bolsas de plástico, cordeles, latas de refresco. En el centro de la habitación se ve un cable del que ya no pende el candil de prismas. Iluminó el baile de 15 años de Jessica, pero también la desolación de un domingo en que los Hernández recibieron una mala noticia: a Juan, el hermano de Ernesto, lo habían matado. Nunca supieron quién, sólo saben en dónde lo enterraron.

Aquella fue una tarde tristísima. Mientras se hacían los trámites para rescatar el cadáver de Juan, los vecinos, por turnos, ocupaban las sillas junto a Ernesto y Angélica, los tomaban de las manos, les decían inútiles palabras de consuelo y lloraban con ellos. Hubo ron y café, comida hecha de prisa, amagos de pelea, gritos.

Luego las oraciones por el descanso de Juan, un hombre que había contribuido a levantar los muros de esa casa. Verlos fue para Ernesto un consuelo, el rencuentro con la memoria de su hermano. Lo dijo el día en que le entregaron la orden de desocupación.

Ha dejado de llover. América se vuelve y mira la puerta que da a la azotehuela. Va hacia allá. En el lavadero quedó un trozo de jabón y en la pared una lata donde florece una petunia morada. Al verla, Angélica recuerda el manto oscuro de la Dolorosa allá, en la iglesia del pueblo que dejó hace muchos años, recién casada, para venir con Jacinto a la capital.

Rentaron un cuarto en Manzanares, luego otro en San Pedro y más tarde uno muy viejo y húmedo en Boturini. Al poco tiempo, en el primer reajuste del alquiler, la dueña les pidió que lo desocuparan porque iba a vender el edificio para que lo demolieran. Había inquilinos de muchos años. En aquel momento América, con perspectivas de irse a La Malinche, no compartió la desolación con que las viejas familias afrontaban la mudanza ni entendió el tono desolado con que le decían: imagínese lo que es para nosotros dejar aquí tantos recuerdos.

Ahora los entiende. En pocos días tendrá que empacar todas sus cosas, desde los muebles hasta la ollita de peltre en que hierve el café para Jacinto. Todo tiene que caber en las cajas de cartón que él ha conseguido y lo que no quepa se tira y ya. ¿Va a tirar sus recuerdos? Son tantos y tan grandes que no sería posible acomodarlos en ninguna caja por grande que fuera.

La medida de sus memorias es esa casa que pronto tendrá que dejar y que le significa tanto, entre otras cosas porque, después de años de combatir su esterilidad, allí nació Yamilé, allí le brotaron los dientes, allí dio sus primeros pasos, allí cumplió dos años rodeada de amiguitos, de allí salió rumbo a su kínder Abejitas.

América se acerca a la mimosa. Las gotas de lluvia pesan sobre los pétalos ondulados, graciosos, como la faldita que Yamilé se puso para el desfile de la primavera. Jacinto le tomó muchas fotografías. Las cuatro mejores están en el sitio más destacado de la sala. Cuando las descuelgue dejarán una sombra en la pared y luego, cuando todo sea demolido, no quedará ni huella de esa sombra. De su vida en La Malinche tampoco.

Un silbido la sobresalta y la devuelve a la otra realidad de casas deshechas y calles con montones de escombros. Se parecen a las que ha visto en el periódico y son parte de ciudades bombardeadas en donde –según leyó con horror– flota un eterno olor a muerte.

Vuelve a oírse el silbido. América retrocede hacia lo que era la puerta y ahora es sólo un hueco que deja entrar ráfagas de viento y lluvia. América se detiene para ver por última vez la casa de los Hernández. De su vida allí quedan como únicas constancias sombras y clavos en las paredes, marcas en el piso, cables sueltos; al fondo, en la azotehuela, un lavadero, un trozo de jabón y una mimosa que resiste la lluvia.

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