3/20/2011

Mar de Historias de Cristina Pacheco



Abejas y jacarandas


Este año, cuando empezaron a desprenderse las flores azules de las jacarandas, pensé más en Lorenzo. A pesar de los años que trabajó por este rumbo nunca nos dijo su apellido ni su procedencia. Tampoco mencionó a su familia. Era suficiente mirar al jardinero para saber que su discreción no ocultaba una historia criminal.

La parquedad de Lorenzo respondía más bien al propósito de no gastar tiempo en explicaciones innecesarias. Sabíamos de él lo único importante: que practicaba su oficio desde niño, con sabiduría, habilidad y honradez probadas.

Cubro la ausencia de Lorenzo con su recuerdo. Era un hombre alto, fuerte, algo caído de hombros. En su cara ancha y plana apenas destacaba la nariz, pero sus ojos ardían de inteligencia. Su piel quemada acumulaba incontables horas de trabajo al rayo del sol. En los mechones de su pelo corto y de rizos apretados se atoraban hojas secas, ramitas y flores minúsculas. A eso atribuíamos que siempre lo siguieran las abejas.

Lorenzo sentía por esos insectos agradecimiento y admiración infinitos. Al observar su vuelo hacía un comentario invariable: Es difícil creer que sobre el cuerpo de animalitos tan pequeños pese la responsabilidad de alimentar al mundo con su polinización. Por si fuera poco nos regalan miel y cera.

Esa desproporción que lo tenía maravillado inspiraba su manera de valorar a todos los seres vivientes. No hay que tenerles rencor a los murciélagos ni miedo a las arañas. Feítos como son, nos ayudan a fortalecer y a limpiar la tierra. De las personas pienso lo mismo. Ninguna es más importante que otra. Sabios o ignorantes, cuerdos o locos, feos o bonitos, ricos o pobres, todos valemos igual. Si estamos en la Tierra es por algo. Al decir esta palabra –algo– adoptaba una expresión misteriosa y asentía con la cabeza coronada de ramas y de hojas.

Lorenzo no concebía el mundo sin el redoble de las campanas y el zumbido de las abejas. Me pregunto qué diría el jardinero, si viviera, al saber que las abejas están desapareciendo. Tal vez se estremecería pensando en que se aproxima el fin del mundo y sus plegarias serían más fervorosas al escuchar el tañido de campanas.

II

En el retrato de Lorenzo no pueden faltar las manos. Eran poderosas, burdas. En la aspereza de su piel, que más parecía la corteza de un árbol, infinidad de cicatrices formaban una cuadrícula en donde tenía escrito un pasado del que sólo nos dio una referencia: Estudié muy poquito. Imagínese que a los siete años, al volver de la escuela en la única temporada en que me pasaron lista, comencé a irme con mi padre para ayudarlo en su trabajo de jardinero. Desde entonces me entró el vicio del olor a la tierra mojada y no he podido quitármelo, ¡ni quiero!

Después de una pausa, mientras se contemplaba la mano izquierda sin el dedo meñique, agregó: Aprender el oficio de mi padre fue bonito, pero también muy duro. Ni modo. Chueco o derecho había que seguirle. Con esas breves palabras resumió el sufrimiento, el dolor de la pérdida y las circunstancias de su vida difícil.

Del hombro izquierdo de Lorenzo, más descoyuntado que el otro, colgaba el ayate con la pesada herramienta. Entre toda sobresalía la cazuela de su pala. Semejaba la cabeza del niño que las mujeres indígenas cargan en un rebozo sobre su espalda.

La vestimenta del jardinero consistía en una extraña superposición de prendas. Por la camisa de dril desabotonada en el pecho se veían chalecos y camisetas de distintos colores enturbiados por el uso. Encima de toda aquella ropa se tendía una maraña de escapularios:

Aquí cargo a toda la corte celestial, decía con el mismo tono que empleaba al mencionar la enorme responsabilidad de las abejas: darnos alimento, embellecer el mundo con las flores y compensarnos de lo amargo con su miel.

En los zapatos de Lorenzo se veían siempre costras de barro. Eran tan gruesas que bien hubiera podido sembrar allí las semillas que llevaba en sus tanicos de manta cruda. Si él lo hubiera hecho no dudo que las semillas habrían germinado hasta convertir los pies del jardinero en dos mínimos prados ambulantes.

Lorenzo se enorgullecía de jamás haber estrenado zapatos. Desde que empezó a usarlos, ya grandecito, acostumbraba adquirirlos en los tenderetes de ropa usada porque, además de resultarle más baratos que en las tiendas, los recibía domados. Eso le evitaba tener que esforzarse en acoplar sus enormes pies a un calzado incómodo por rígido.

III

Durante años Lorenzo prestó sus servicios en muchas de las unidades habitacionales que hay en la colonia. Aquí abundan las buganvillas, las mimosas, las tibutinas, los agapandos.

En la zona, muy arbolada, dominan las jacarandas. Siempre son bellas. En el invierno sus ramas desnudas decoran la monotonía del cielo gris. Desde principios de marzo en lo alto de sus copas aparecen brotes oscuros que anuncian una deslumbrante floración primaveral.

La jacaranda era el árbol preferido por Lorenzo. Elogiaba su altura, la esbeltez de su tronco, la delicadeza de sus hojas pero sobre todo la hermosura y la tonalidad de sus flores. Según el jardinero, mientras permanecen en las ramas renuevan el azul del cielo; luego, desde que empiezan a caer, nos regalan trozos de la bóveda infinita.

En el centro de esta unidad hay un prado grande que tiene en el medio una jacaranda. Lorenzo se encargaba de cuidarla. En esta época del año lo veíamos inclinado, sudoroso y jadeante, removiendo con su azadón la tierra junto al tronco mientras caía a su alrededor la breve lluvia de flores entre moradas y azules.

Con las hojas secas y las ramas inservibles Lorenzo formaba un montón, otro con las flores marchitas y un tercero con las más frescas y menos maltratadas. Al terminar su trabajo las metía con gran delicadeza en alguno de sus tanicos.

IV

Sin saber que era la última vez que nos veríamos, el año pasado me atreví a preguntarle el motivo de su rara costumbre. Sin titubeos ni afectación me contestó: Por el gusto de sentir que llevo a mi casa pedacitos del cielo. No dudo de que lo haya creído.

Desde el pasado marzo no hemos vuelto a ver a Lorenzo. Sólo la muerte explica tan prolongada ausencia. Lamento como nunca no haberle preguntado su nombre completo.

Podría visitar su tumba en el panteón y decirle, aunque ya sea inútil, que sin su amor por la tierra y su habilidad de jardinero al mundo le falta algo tan importante como el prodigioso zumbido de las abejas. Ya raras veces lo escucho. Siento miedo.

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