4/07/2011

Dos para un duelo


Carmen Boullosa


La verdad es que no dan ganas de fabular sino de cerrar la boca en señal de duelo. No hay nada peor que la pérdida de un hijo. Mi solidaridad con Javier Sicilia y todos los que han perdido un familiar en estos aciagos años.

Pero es en nombre de los jóvenes que se quedaron absurdamente sin vida, por la defensa de nuestro espacio colectivo, por la búsqueda de alguna salida para este desespero, que “cada quien debe hacer su trabajo, aunque sea un trabajito pequeño” (cito al Diablo de Ramuz, en La historia del soldado). Lo mío es esto, escribir. En último caso, para esto fabulamos los de mi oficio: las narraciones retan al sinsentido y a la muerte.

Traigo aquí a cuento parte de la historia de las dos hermanas que vivieron en tierras (entonces) fronterizas:

***
Firmaron los dos libros de poemas que escribieron a cuatro manos como Las Hermanas del Oeste. En algún poema aludían a la reencarnación, como si hubieran tenido una vida anterior. Lo cierto es que nacieron bajo una sombra. Su abuelo, Charles, pretendía pertenecer a la Casa Percy, de gran alcurnia, cuando no era sino un soldado raso que, sonsacado por la miseria, abandonó en Inglaterra a su esposa y dos hijos, y escapó a probar suerte. Puso sus armas al servicio de los españoles, se llamó Carlos, se volvió a casar, y enviudó. En pago por sus servicios, los españoles le otorgaron tierras a un costado del Mississippi. El territorio pasó a manos anglosajonas. Carlos, otra vez Charles Percy, se casó con una muy joven heredera. Tuvieron descendencia. El hijo de su primer (y legítimo) matrimonio llegó a reclamarle lo suyo -un Pedro Páramo del Mississippi-, y ante el rechazo de Charles, se instaló un poco más arriba de la rivera del río, a tramar la revancha. Padre e hijo, compitiendo, rivales, ayudaron a convertir la cuenca del río en el centro de la riqueza algodonera mundial.

Las fortunas de los Percy crecían sobre una cama de cadáveres, los enterrados en un forzado olvido, los esclavos que eran el secreto de su riqueza -y los indios, a quienes habían robado tierras de caza-.

En 1794, con una depresión marca diablo, Charles o Carlos Percy se amarró al cuello una cazuela de hierro, y se aventó a un brazo del Mississippi, el Búfalo (de aguas profundas y negras) que desde ese día se llamaría como él, Percy. Su hija menor, Sara, tenía 10 años.

Con el tiempo, Sara se casó dos veces, la segunda con un hombre peculiar, el Teniente Ware, de buenos bigotes, letrado, de gestos grandilocuentes y elegancias estrambóticas, dado a los viajes y las aventuras -exploró el norte del África-. Tendrían dos hijas, las futuras Hermanas del Oeste. Primero nació Catherine. Cuando Sara, a los 39, dio a luz a Eleanor, cayó en una depresión que se la llevó de la mano a la locura. Perdió el piso. El Teniente Ware la internó en una institución para dementes. En su encierro, Sara Percy Ware pasaba los días suspirando por su marido, lamentando su abandono. Cuando el teniente la visitaba, Sara no lo reconocía. Lloraba por sus hijas, en especial por su bebita, Eleanor. Cuando las niñas llegaban a visitarla, tampoco las reconocía, le repugnaban sus llantos y reclamos de cariño.

Sara conservaba su belleza y su hermoso y espeso cabello. El teniente Ware la mudó a la casa de uno de los hijos de su anterior matrimonio, la encerraron en la parte más alta, una Rapunzel.

Años después, en 1860, Catherine, firmando Una señorita sureña, publicó una novela gótica exitosísima, en la que no hay huella alguna de esclavos, pero sí un traficante de negros, el maldito Urzus. Otro de los personajes (malos) sorraja electroshocks y aplica anestesias caseras, busca la fórmula de la eterna juventud, quiere mezclar la sangre de la virgen protagonista con oro... Está encerrado en el último piso de una casa (como Sara), sin escalera de acceso... ¿Es una novela mala? En su tiempo, compararon a Catherine Warfield con George Sand y George Elliot. A la distancia, el afán esclavista de la región algodonera tiene en The Household of Bouverie, y en la vida de su autora, la parodia de un mundo.

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