4/17/2011

Seguridad: gasto exorbitante e inútil




Editorial La Jornada
Las cifras dadas a conocer ayer por el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Ernesto Cordero, sobre el monto de recursos públicos que consume anualmente el gasto en seguridad –200 mil millones de pesos, según dijo el funcionario– ponen de manifiesto un extravío en los pretendidos esfuerzos de las autoridades federales para hacer frente a los complejos problemas y rezagos que enfrenta el país, incluido el quebranto generalizado del estado de derecho.

Para ponderar el carácter exorbitante y hasta escandaloso de la cifra manejada por Cordero, debe señalarse que ésta rebasa el presupuesto destinado para este año a la Secretaría de Salud federal (105 mil millones de pesos); que prácticamente iguala al de la Secretaría de Educación Pública (230 mil millones), y que equivale a una quinta parte de los ingresos por ventas totales de Pemex en el año pasado (922 mil 317.2 millones), la mayor porción de los cuales fueron a parar a las arcas públicas por concepto de impuestos y derechos diversos. Ha de entenderse, pues, que en el empeño por sostener la actual estrategia de seguridad –costosa en todos los sentidos, particularmente en vidas humanas y tranquilidad de la población– se ha escamoteado una buena cantidad de recursos públicos a otras áreas básicas del quehacer gubernamental.

Particularmente grave resulta, en ese sentido, la diferencia más que considerable entre el gasto de seguridad y el destinado al combate de la pobreza extrema –el presupuesto para el programa Oportunidades en 2011 asciende a 35 mil 355 millones de pesos– y a rubros como la educación media superior y superior (146 mil 300 millones de pesos): tales diferencias confirman que el desempeño de las autoridades en materia de seguridad ha estado orientado al combate de una expresión epidérmica, no la raíz del problema. Esta conclusión es, por donde quiera que se le mire, alarmante: los rezagos socioeconómicos y educativos, por un lado, y la inseguridad y la ruptura del estado de derecho, por el otro, no son fenómenos aislados e independientes entre sí. Incluso si el actual gobierno tuviera éxito en su intento de desarticular a los estamentos más poderosos de la criminalidad organizada –lo cual resulta por lo menos cuestionable en la coyuntura actual–, la delincuencia y la violencia, y la zozobra que éstas generan en la población, no podrán ser reducidas en forma sustancial si no se ataca sus causas profundas: la miseria, la falta de puestos de trabajo, la desigualdad y la desintegración comunitaria, familiar y social.

Pero lo más grave es que, a juzgar por los resultados obtenidos en los últimos cuatro años en materia de seguridad, es inevitable concluir que los recursos que, según Cordero, son destinados anualmente a la seguridad han constituido un gasto inútil en el actual sexenio: la guerra emprendida por el calderonismo desde los primeros días de su administración no ha erradicado la violencia en el país –por el contrario, la ha exacerbado–, ha llevado el número de muertes a cotas exasperantes y, para colmo y según los indicios disponibles, ha tenido el efecto de generar un mercado más pujante y lucrativo para las organizaciones destinadas a la producción, el trasiego y el comercio de estupefacientes ilícitos: así quedó asentado en un informe presentado a principios de mes en la conferencia sobre control de las drogas que se desarrolló en Cancún, Quintana Roo.

Las consideraciones anteriores plantean una perspectiva indeseable: de persistir la actual configuración de la estrategia de seguridad, y de mantenerse el creciente volumen de gasto gubernamental en ese rubro, no sólo se puede conducir al país a una dislocación institucional mayúscula y a nuevas cimas de violencia, sino también a una severa afectación en sus finanzas públicas y a una incapacidad creciente por hacer frente, con recursos públicos, a los factores originarios de la delincuencia y la criminalidad.

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