8/21/2011

Mar de Historias :Cosas de niños




Cristina Pacheco
Darío sube el último tramo de escalera, enciende la luz del pasillo y abre la puerta de su departamento. Se sorprende al ver a Nora leyendo el periódico en la sala.

–Es muy tarde. No creí encontrarte levantada. –Darío se acerca a su mujer y la besa.

–Pablo no podía dormir y me quedé con él hasta ahorita –Nora toma el saco que le entrega su esposo y lo cuelga en el respaldo de una silla.

–¿Está enfermo?

–No. Tiene miedo. Mañana será su primer día de clases y no quiere ir a la escuela.

–¿Por qué?

–Ya te lo dije: tiene miedo.

–Al kínder iba feliz.

–Su escuelita quedaba a la vuelta de la esquina, pero la primaria está bastante lejos.

–Ya sabe que voy a llevarlo y que tú pasarás a recogerlo. No tiene razón para ponerse nervioso.

–Piensa que sólo tiene seis años –Nora entra en la cocina–. ¿Quieres cenar algo? Yo voy a prepararme un café.

–¿A estas horas? No vas a dormir.

–De todos modos no tengo sueño. Estoy preocupada por el niño. Juraría que está despierto.

–¿Crees que se sentirá mejor si hablo con él?

–Pues sí, pero me suplicó que no te dijera lo que le sucede.

–¿Y a qué viene tanto secreto?

–Cree que te enojarás porque no quiere ir a la escuela.

–¿De dónde saca que voy a disgustarme por eso?

–Es que como siempre le dices que nunca faltaste a clases y que te fascinaba ir a la escuela…

–Entre otras cosas porque era mejor eso que estarme en la casa con mi padre tirado en la cama, borracho, mientras mi madre se partía el alma sobre la máquina de coser para sostenernos. Suena a telenovela. Lástima que no lo haya sido. ¿Sabes qué? Voy a hablar con Pablo.

–Espérate. A lo mejor mañana, cuando se levante... –lo ve salir de la cocina– ¿Te acompaño?

–No.

–¿Qué vas a decirle?

Darío se aleja sin responder.

II

Por la ventana de la habitación entra la luz del farol callejero. Darío alcanza a ver la rapidez con que su hijo se vuelve a la pared. Él se recuerda en la misma posición, muchos años atrás, procurando ignorar los gritos de su padre en el cuarto de al lado, ansioso de que amaneciera para irse a la escuela. Su madre lo acompañaba mientras le hacía las mismas recomendaciones: Pon atención a lo que dice tu maestro, no te pelees con nadie y por favor no platiques con Rodolfo durante la clase. No quiero que la directora me mande otro citatorio.

Darío toma una silla, la pone frente a la cama de su hijo y se sienta.

–Pablo: sé que estás despierto. Yo tampoco tengo sueño. Si estoy nervioso porque mañana te llevaré a la escuela, ya me imagino cómo estarás tú. Siempre es así. El primer día en que mi madre me llevó iba muy asustado.

Pensaba que todo iba a ser muy difícil y que no encontraría amigos tan queridos como mis compañeritos del kínder. Me equivoqué. Tuve muchos, pero estimaba sobre todo a Rodolfo. Lo veía como un hermano. Juntos éramos como la onda del Diablo. Eso decía mi madre. Me hubiera gustado mucho que la conocieras. Era muy generosa. De seguro te habría cosido el uniforme de la escuela. A mí me los hacía una o dos tallas más grandes porque, según ella, los niños crecen un milímetro por hora.

–Eso no es cierto –comenta Pablo.

–Pues claro que no, pero no se lo decía a mi madre porque pensaba que iba a disgustarse conmigo por llevarle la contraria.

–¿Qué es eso?

–Opinar lo opuesto que otra persona. Por ejemplo: si te digo que me encanta el hígado y tú me contestas que a ti te da asco, yo podría creer que lo dices para llevarme la contraria. Te voy a poner otro ejemplo: la escuela.

–¿Qué te contó mi mamá?

–Lo que tú le dijiste.

–¿Y estás enojado conmigo?

–No. Te entiendo.

–No es cierto. Tú nunca tuviste miedo de ir a la escuela.

–Claro que sí. Una vez, pero no por un día sino por muchos, incluso le pedí a mi madre que me sacara de estudiar. Ella me preguntó el motivo, pero no quise decírselo y me obligó a seguir con mis clases. Tuve que obedecerla pero te juro que el resto de ese año fue algo espantoso.

–¿Por qué?

–Por causa de Rodolfo. Como te he dicho, fuimos compañeros desde el primer año. En la escuela éramos vecinos de banca, a la salida hacíamos medio camino a nuestras casas juntos. Quedaban lejos. No podíamos vernos en la tarde para hacer la tarea, pero hablábamos horas por teléfono, sobre todo de niñas. A él lo traía loco una güerita –Donají–, pero no se animaba a decírselo. En eso se nos iban las horas. Recuerdo a mi madre gritándome: Muchacho, las llamadas se cobran por minuto. ¡Ya cuelga!

Pablo oculta su risa en las sábanas.

–Todo eso se acabó cuando llegamos a la mitad del sexto año. Una mañana Rodolfo dejó de saludarme. Con la excusa de que no veía bien el pizarrón pidió su cambio a la fila de adelante. En el recreo me evitó y todas las veces que procuré hablarle se alejó sin decirme ni media palabra. ¿Te imaginas lo que sentí?

Darío no obtiene respuesta. Comprende que su hijo al fin duerme, pero sigue hablando.

III

–Creí que al día siguiente todo iba a ser como antes y me pasé la noche esperando el momento de llegar a la escuela. Rodolfo mantuvo la misma actitud. A la salida me fui corriendo tras él y le pregunté qué sucedía, por qué actuaba así conmigo. Siguió caminando sin responderme. Le recordé nuestra amistad a prueba de todo. (A mí también me gustaba Donají.) No comentó nada. Le grité: Si te hice algo malo dímelo y te pido perdón. Él atravesó la calle y se alejó. Entonces sentí mucho miedo de volver a la escuela. No dormí de pensar que a la mañana siguiente iba a encontrarme con la indiferencia de mi mejor amigo. Y así fue.

“En la clase apenas podía concentrarme. A la hora del recreo me quedaba en el salón dizque a pasar mis apuntes en limpio. Cuando salíamos caminaba despacio con la esperanza de que Rodolfo me diera alcance, pero nunca lo hizo. El resto del año fue un martirio. Imagínate que de la noche a la mañana me había quedado sin amigo y sin hermano.

“Pensando que no iba a tener otra oportunidad de hacerlo, la mañana del fin de cursos me acerqué a Rodolfo y le pregunté qué le había hecho yo para que hubiera cambiado en tal forma conmigo. No me contestó. Se despidió de todos menos de mí. En las vacaciones varias veces estuve a punto de llamarlo y pedirle explicaciones. No cedí, pero durante mucho tiempo, quizás años, me torturó el comportamiento de mi amigo.

“Creí que nunca volvería a ver a Rodolfo, pero hace tiempo lo encontré en el banco. Al verme, se acercó para darme un abrazo. Aunque estaba de prisa me sugirió que fuéramos al café de enfrente. Lo seguí. En minutos me hizo un resumen de su vida y luego pasó a los recuerdos de nuestros días de escuela. No pude contenerme. Le describí su indiferencia durante los últimos meses de la primaria y le pedí que me aclarara el motivo de su distanciamiento.

Cada vez más asombrado, Rodolfo acabó por hacerme una pregunta: ¿Yo te dejé de hablar? Pero ¿por qué? Le respondí que era él quién debía saberlo. Se quedó pensativo y al fin me contestó: Por más que lo pienso, no logro saberlo. En fin, ¡cosas de niños! Rodolfo me sorprendía una vez más con su comportamiento. Lo vi como un extraño. Llegué a dudar de que ese hombre fuera el mismo Rodolfo al que una vez consideré no sólo mi mejor amigo: mi hermano.

Darío guarda silencio. Escucha acompasada la respiración de su hijo y después la voz de su mujer que le habla desde la puerta:

–Pablo está dormido. ¿Qué le dijiste?

–La verdad: que una vez yo también sentí miedo de ir a la escuela y que eso es natural. Cosa de niños.

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