9/06/2011

Los casinos ya son lo de menos



Sara Sefchovich

A mediados de los años noventa del siglo pasado, se empezó a hablar en México de abrir casinos, algo que no se había mencionado en 70 años, desde que el general Lázaro Cárdenas los cerró y desde que en 1947 se expidió la Ley Federal de Juegos y Sorteos según la cual: “Se prohiben de manera categórica en todo el territorio nacional los juegos de azar y con apuestas”.

El trabajo de promoción que desplegaron los partidarios de esos negocios fue intenso. Los casinos aparecían como los salvadores de la nación, que pondrían en práctica lo que hasta entonces ninguna institución, organización social, iglesia, empresa o gobierno había hecho en nuestro país. Con sólo autorizarlos, la riqueza nos caería como maná del cielo.

Y sin embargo, a quienes se oponían al cambio de la ley y a que se diera autorización para abrir casinos, los argumentos de los casinistas no les parecían lógicos. Era difícil entender cómo negocios cuyo objetivo era sacarle dinero a las personas, podían aparecer como madres de la caridad que salvarían a México.

Por eso empezaron a averiguar sobre las experiencias en otros países. Y descubrieron que la promesa de que estos negocios serían detonadores del desarrollo, era desmentida por más de un experto. El argumento más importante de los opositores a los casinos era el del deterioro social. De eso había evidencias contundentes en todos los sitios que tienen casinos, desde Estados Unidos hasta Tailandia.

Hoy sin embargo, ya nada de eso tiene sentido. Porque en tan solo una década y media, México ya es otro país. Si antes el temor de los opositores a los casinos era el deterioro social, jamás imaginaron siquiera las dimensiones que esta palabra llegaría a alcanzar.

Estamos asolados por la delincuencia organizada y por la espontánea, que aprovecha el río revuelto, y nada puede deteriorarlo más. Y eso no tuvo nada que ver con los casinos. De hecho, esos lugares parecen mucho menos terribles que lo que supusimos quienes nos negábamos a que existieran.

Por eso hoy ya no tienen sentido argumentos que tenían sentido entonces, como el de si estos negocios contribuirían o no al desarrollo económico o al turismo o sobre si el tipo de empleos que ofrecían hacían más daño que bien, o si serían lugares para lavado de dinero y de extorsión.

Con y sin casinos, la industria del turismo está de capa caída, los empleos, así sean solo en servicios y con calificación y salarios muy bajos, son bienvenidos, el lavado de dinero y la extorsión son el pan nuestro de cada día y como advertía un estudioso, la estructura política no es paralela a la del narcotráfico, sino que son una y la misma.

Por eso ya no importa si hay o no hay casinos. Eso es lo de menos. Y por eso es lamentable que los políticos y los legisladores se den golpes de pecho y pidan que se cierren los centros de juegos y apuestas. Cuando los ciudadanos lo pedimos, no nos escucharon. Ahora ese ya no es el problema.
Resulta paradójico que la única promesa que se cumplió de las que hacían los casinistas hace una década, fue la de que serían centros de entretenimiento sano y hasta familiar. En efecto, las personas que van a ellos son amas de casa, burócratas, trabajadores, marchantas del mercado, jubilados, que quieren “pasar un rato agradable” como dijo un cliente entrevistado después de la tragedia en Nuevo León.

Cuando los anticasinistas nos preguntábamos hace una década quiénes serían los clientes de estos negocios en caso de que se llegaran a abrir, pensábamos que sólo podían serlo los ricos por el hecho de que perder dinero es algo que pocos se pueden dar el lujo. Hoy sin embargo, vemos que nos equivocamos, pues también las clases medias y los pobres gustan de acudir a estos lugares, así “tenga que dejar a mi familia sin comer” como dijo una señora a la que le cerraron el centro de apuestas al que acudía.

Así que ya no se trata de cerrar los casinos, como tampoco se trata de clausurar clubes, antros, restoranes, centros de espectáculos y prostíbulos. Las personas tienen derecho a entretenerse como mejor les parezca.

Lo que sí tenemos derecho a exigir es que por lo menos permitan que eso se haga con seguridad. A quienes nos gobiernan, les agradeceríamos menos discursos moralistas e hipócritas y más acciones efectivas: que revisen los locales para que no funcionen con más aforo del que pueden tener, que haya vigilancia, puertas de emergencia, equipos contra incendios y otras medidas de seguridad que sí sirvan. Pero que también los protejan de la corrupción y las extorsiones que asuelan a todos, casinos, restaurantes, tiendas y tianguis por igual, y en las que participan delincuentes organizados, funcionarios, policías y también ladrones sueltos. Con esto nos daríamos por bien servidos mientras recuperamos el país.

sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México

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