12/05/2011

Defender a los defensores

Daños colaterales
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Sintieron el aliento fétido de la muerte a sus espaldas. Sabían que podían ser asesinados. Recibieron amenazas. Fueron perseguidos, reprimidos, denostados. Su causa era más fuerte. Continuaron. Sostuvieron su lucha. Y finalmente, el Estado convertido en un grotesco y vulgar criminal los aniquiló directa o indirectamente.

Ellos son los defensores de derechos humanos; los que luchan por el respeto de nuestras garantías individuales, los que se dejan la piel en la batalla, los que dan la vida para exigir el cumplimiento de las leyes, los que se arriesgan buscando justicia en México y fuera de nuestras fronteras, los que pretenden la reparación del daño a las víctimas, los que buscan de manera incansable caminos de dignidad, tenacidad y valor defendiendo a los grupos vulnerables y discriminados.

¿Por qué durante el sexenio de Felipe Calderón matan a los defensores de derechos humanos, a los padres que buscan a sus hijos desaparecidos, a los familiares de las víctimas de la guerra contra el narco?

La lista aumenta dolorosamente. El martirologio de los defensores crece y crece. El monstruo espectral, frío e inmisericorde va detrás de ellos; lenta, pausadamente, hasta conseguir arrancarles el último aliento de vida. Primero los vuelve vulnerables, luego los asesina. Las fauces del Estado relucen con las presas entre sus dientes.

A Nepomuceno Moreno Núñez no lo mataron solamente las cinco balas que entraron a mansalva en su cuerpo. Lo mató el Estado. Y todo indica que los policías bajo las órdenes del gobernador Guillermo Padrés Elías, que secuestraron y desaparecieron a su hijo, también lo mataron. El gobernador conocía el caso de Nepomuceno. Sabía que estaba amenazado. Tenía toda la información necesaria para ofrecerle medidas cautelares, una medida que jamás aprobó. El gobernador Padrés Elías vergonzosamente sabía que Nepomuceno terminaría asesinado. Y no hizo nada. La sombra de la sospecha cae sobre él.

El crimen de Nepomuceno es un horrendo crimen de Estado; también el de Marisela Escobedo Ortiz mientras exigía justicia por el asesinato de su hija Rubí Frayre afuera del palacio de gobierno de Chihuahua. Y también fueron crímenes de Estado los asesinatos de los seis familiares de la activista Josefina Reyes asesinada en enero de 2010, amenazada por grupos policiacos, militares y paramilitares. También fue un crimen de Estado, el asesinato del activista a favor de los derechos de la comunidad lésbico gay, Quetzalcoatl Leija Herrera, liquidado a golpes, a un lado del palacio de gobierno de Chilpancingo, Guerrero.

En la lista hay todo tipo de defensores, como el caso del asesinato de Javier Torres Cruz, integrante e la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, Guerrero, el pasado mes de abril. A Javier lo había recibido las primeras amenazas en 2007 por sus actividades de defensa del derecho al medio ambiente. Al año siguiente el Ejército lo secuestró y durante varios días fue torturado.

La estela de impunidad genera otros crímenes contra los familiares de estos defensores asesinados directa o indirectamente por el Estado. Es el caso de Joel Santana Villa, hijo del defensor de los bosques Rubén Santana, quien fue ejecutado a principios de este año. Apareció muerto el pasado viernes en el Cereso de Tuxpan, municipio de Iguala.

Hay más activistas asesinados, muchos más; en realidad, desde el asesinato de Digna Ochoa amenazada por militares, el reguero de sangre no ha parado, aunque si se ha intensificado como durante el presente sexenio que pasará a la historia no solo con el récord de muertos, huérfanos, desplazados y desaparecidos; sino por el número de defensores de derechos humanos que fueron masacrados.

Pero volvamos a la pregunta primigenia: ¿Por qué el Estado asesina por acción u omisión a defensores de derechos humanos? ¿Por qué los amenaza? ¿Por qué los reprime? ¿Por qué los persigue?… Porque son la evidencia fidedigna del fracaso de la guerra iniciada por Felipe Calderón, porque en la defensa de su causa muestran la podredumbre del sistema, la connivencia del crimen organizado y las autoridades; porque exhiben la corrupción, el tráfico de influencias, la impunidad… Porque son la antítesis de la indecencia del poder en turno.

Pero el asesinato de defensores de derechos humanos es un boomerang contra quienes lo cometen. Socava nuestra débil democracia, porque su papel fundamental en la construcción de una sociedad más justa, fortalece el Estado de Derecho y disminuye la vulnerabilidad.

El Estado que mata un defensor de derechos humanos, mata también su legitimidad, (aunque en el caso de Felipe Calderón había ausencia de este elemento desde el principio de su mandato), aniquila su reputación, su talante democrático; se vuelve autoritario, se mancha de sangre para la posteridad.

La labor de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, con sus recomendaciones que nadie acata, en su deber de brindar protección a las y los defensores, ha fracasado. Tampoco ayudan mucho los comunicados “enérgicos” de las organizaciones internacionales, ni las sentencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que el Estado mexicano se pasa por el arco del triunfo.

Y peor aún, el Estado se dedica a denostar a las víctimas antes y después de muertas. Las criminaliza intentando justificar los aberrantes crímenes. Los silencia con la ayuda de una parte de los medios de comunicación. Los invisibiliza. Acciones abyectas que dejan a los gobiernos estatales y al federal, en el peor de los lugares, el lugar de los verdugos.

¿Qué hacer entonces para defender a los defensores? Como en casi todo, el cambio tendrá que venir con ayuda de la sociedad civil. Tendremos que defenderlos nosotros también. Tendremos que apoyarlos, alzar la voz, unirnos a su grito de justicia.

Formo parte de una campaña denominada “Yo me declaro” defensor de los defensores, impulsada por la ONU con un grupo de apoyos diversos. Es una campaña que pretende sensibilizar a los ciudadanos para apoyar a los defensores y visibilizar su labor: www.yomedeclaro.org

Que el silencio de estos crímenes execrables no te convierta en cómplice. ¡Declárate tú también!

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