El Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (Ifai) ordenó ayer a la Procuraduría General de la República (PGR) que busque exhaustivamente y haga pública información estadística sobre el número de fosas clandestinas en el país, así como de los cuerpos exhumados de ellas, entre diciembre de 2006 y mayo de 2011.
La citada resolución se produce luego de que la PGR declaró inexistente
la información sobre el número de fosas y cadáveres exhumados, previamente solicitada por un particular a la dependencia federal, con el argumento de que su personal pericial no ha intervenido directamente en el hallazgo de los cementerios clandestinos.
El alegato de la dependencia encabezada por Marisela Morales es impresentable, sobre todo cuando los hallazgos de ese tipo de fosas se han vuelto, por desgracia, parte de la información cotidiana en el contexto de la actual guerra contra el narcotráfico
, y han sido profusamente documentados en medios de comunicación nacionales y locales, e incluso internacionales. Un ejemplo inmediato es el descubrimiento, el pasado miércoles, de una nueva fosa clandestina en el municipio de Durango –la novena en lo que va de 2011– en la que fueron encontrados una decena de cadáveres, con lo que suman, sólo este año, más de 280 cuerpos de víctimas hallados en cementerios clandestinos en esa localidad.
Resulta arduo sostener que la negativa de la PGR a entregar información que le fue solicitada se deba a la inexistencia
de ésta, porque las inhumaciones masivas clandestinas constituyen una expresión asociada a la delincuencia organizada, y las investigaciones en torno a ésta caen en el ámbito de responsabilidades irrenunciables de dicha dependencia.
Con esta consideración en mente, la resolución adoptada ayer por el Ifai expone, una vez más, la actitud errática y omisa del gobierno federal en el contexto de la estrategia de seguridad en curso, así como un manejo poco transparente y a veces mendaz de la información relacionada con los hechos de violencia: tal actitud ha salido a relucir, por ejemplo, en la falta de consistencia de las cifras oficiales sobre asesinatos y levantones, sobre dinero decomisado al narco y sobre el número de migrantes centro y sudamericanos secuestrados en el país por organizaciones delictivas, pero también en la tendencia inaceptable de las autoridades a tergiversar los episodios de agresiones a civiles cometidos por elementos de las fuerzas públicas.
La negación de hechos, su ocultamiento o su distorsión, constituyen, actualmente, un ejercicio complementario del baño de sangre que se desarrolla en el país: si el incremento desenfrenado de la violencia en el territorio nacional –la practicada por las organizaciones delictivas y la ejercida por elementos de las corporaciones del Estado– ha arrojado saldos catastróficos en vidas humanas y ha introducido en la mayor parte de la sociedad sentimientos de temor, confusión y zozobra, la tendencia de las autoridades a desinformar, ocultar, desvirtuar versiones distintas de la oficial profundiza el desprestigio de las instituciones, dificulta el pleno esclarecimiento de los episodios de violencia y es contrario al principio de justicia para las víctimas.
En tal circunstancia, y cuando siguen apareciendo fosas comunes, lo menos que la sociedad puede exigir a las autoridades civiles y militares es que proporcionen información veraz y coherente sobre la angustiosa situación en la que se encuentra México.
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