1/08/2012

Mar de Historias: Luz de enero



Cristina Pacheco

Daniela fue la última en salir el 24 de diciembre y hoy es la primera en llegar al taller de costura. Se detiene en la puerta y mira a su alrededor. En seguida repara en el pino sintético puesto en una esquina. Adornado de esferas y con las guías apagadas, ya no la emociona, sólo le resulta inútil y más que muerto. Se propone desarmarlo esta misma mañana y meterlo en la caja donde permanecerá hasta el próximo diciembre, que ahora le parece tan lejano.

Enciende la luz. La tranquiliza ver que todo sigue tal y como lo dejaron. Cada metro del galerón está ocupado por una máquina. Es tan reducido el espacio entre unas y otras que es imposible no tropezarse cuando va a entregarle las prendas terminadas a su jefa o a contestar el teléfono.

Siempre tiene la esperanza de oír una voz cálida, amable, pero sólo escucha tonos apresurados, impersonales, que solicitan información, exigen el cumplimiento de un pedido o piden cotizaciones. La monotonía se alteró desde hace más de un año. Entonces empezó a recibir llamadas de una mujer que pregunta por Marcos Zárate. Harta de responderle que ese señor no trabaja allí, que no insista porque le quita tiempo, las dos últimas veces Daniela le dijo a la intrusa que por qué se obstina inútilmente. En ambos casos la comunicación se interrumpió y la dejó sin respuesta, alterada y con el temor de ser ella la perseguida.

Se tranquilizó cuando Lita, su compañera de trabajo que es novia de un abogado, le explicó que esas llamadas se generan en despachos que atienden carteras vencidas y buscan a clientes morosos. Daniela procuró adivinar de qué monto serían las deudas de Marcos Zárate, por qué y cómo las habría contraído.

II

El 24 de diciembre, después del tradicional brindis en vasitos desechables, el taller iba a cerrar por vacaciones. Ese día Daniela se lo pasó mirando el reloj, ansiosa de que llegara la hora de salida, feliz de imaginarse que al menos durante una semana no tendría que presentarse en el taller a las nueve en punto, ni trabajar sintiendo en la espalda los chiflones que entran por los vidrios rotos del único ventanal, ni comer en media hora el platillo frío que lleva de su casa, ni oír las mismas bromas de sus compañeras, ni ver el pino navideño que adornan entre todas cada año.

Tuvo otro motivo de felicidad al darse cuenta de que, aunque sólo fuera por unos cuantos días, iba a liberarse de contestar el teléfono, en especial a la mujer que en tono cada vez más amenazante y perentorio pregunta por Marcos Zárate. Bajo la animadversión que experimentaba hacia la desconocida surgió su curiosidad por saber cómo sería ella, por qué medios había conseguido ese trabajo de acosadora, de qué manera compensaba la frustración de verse burlada por sus presas.

Para divertirse y hacer menos tediosas las últimas horas de trabajo, Daniela siguió planteándose preguntas acerca de la perseguidora de Zárate. Tal vez tuviera una madre o un hijo enfermos y le urgía el dinero. Imposible que le pagaran un sueldo, de seguro ganaba a destajo. ¿Cincuenta, cien pesos por cada cliente moroso localizado?

Era muy posible que en diciembre no hubiera podido encontrar a ninguno, en tal caso no habría tenido ganancias y por lo tanto no pudo hacer regalos y mucho menos cena de Navidad.

III

La tarde del 24 de diciembre al fin llegó la hora deseada. Daniela cerró de golpe su máquina y le puso un severo hasta aquí a la rutina. Lita gritó: Bueno, muchachas, que tengan muy feliz Navidad. Se escucharon aplausos. Julia hizo la broma obligada: Nos vemos el año que entra.

Sonó el teléfono. Daniela iba a contestarlo pero Lita se lo impidió: Deja que suene. Ya entregamos todas las órdenes. No tenemos pendientes y no es hora de levantar pedidos. Además, podría ser la necia que te tiene hasta el gorro preguntando por el tal Zárate.

Daniela sospechó que era ella. Después de todo lo que había estado elucubrando, la imaginó sentada (una silueta apenas), esperando ansiosa contestación, y sintió lástima. El esfuerzo y la tenacidad de esa mujer merecían aunque fuera una respuesta agria. (¿Por qué insiste? Deje de molestar. Ya le dije que ese hombre no trabaja aquí). Contra la opinión de Lita, descolgó el teléfono pero fue demasiado tarde. Daniela se sintió culpable. Tuvo la esperanza de que la terca pusiera en práctica lo que mejor sabía hacer –insistir– y volviera a llamarla como lo ha hecho tantas veces.

Con pretexto de buscar en su bolsa el boleto del Metro se demoró en el taller, pero sólo siguió escuchando las risas y los pasos de sus amigas mientras descendían la escalera. Daniela fue la última en salir del taller y en desearle a Tomás, el conserje, lo mejor para el 2012.

IV

Bajo la luz fría de invierno, sin la presencia de sus compañeras, a Daniela el taller le resulta inmenso, ajeno, como si no hubiera pasado en este sitio ocho o más horas diarias a lo largo de 17 años. Llegó a trabajar allí el 2 de enero de 1995. Entonces pensó que iba a quedarse poco tiempo, sólo mientras encontraba una ocupación mejor, o que al menos le permitira terminar sus estudios de enfermería.

Sin darse cuenta fue postergando sus planes de un mes a otro. Ahora, cuando está a puntop de cumplir 36 años, ya ni siquiera sueña con cambiar de trabajo. Está consciente de que sería muy difícil, por no decir imposible, que la contrataran en otra parte. Además, no conoce más oficio que el de costurera y no sabría qué hacer lejos de sus amigas ni más allá de este galerón que es como una segunda casa. Sabe en dónde está todo, la antigüedad de las máquinas y de cada objeto, incluido el pino artificial que ya cumplió diez años. Muchos más viejo es el teléfono, negro y pesado, que la patrona se niega a sustituir por uno nuevo.

Con cierto fastidio, Daniela piensa que no tardará en sonar. A partir de ese momento ya no podrá zafarse de una parte esencial de sus rutina: contestarles a los proveedores, a los clientes y quizás también a esa mujer que se pasó todo el año preguntando por Marcos Zárate. No conoce a ninguno de los dos, sin embargo, estuvo pensando en ellos durante sus vacaciones y lo hace ahora, mientras espera escuchar el timbre del teléfono y vuelve a sentirse tan perseguida como Zárate.

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