La
mañana de ayer, efectivos de las policías federal y michoacana
desalojaron violentamente a centenares de estudiantes que desde el
pasado 4 de octubre mantenían tomadas las escuelas normales
de Arteaga, Cherán y Tiripetío, con un saldo de varios lesionados,
tanto normalistas como uniformados, 180 detenidos y 18 vehículos
destruidos.
Sin ánimo de justificar los actos vandálicos que hubieran podido
realizar los inconformes, debe señalarse que las autoridades federales
y locales eligieron la vía de la represión y mostraron, de esa forma,
su falta de capacidad para gobernar mediante el diálogo y la
negociación. Se expresa, una vez más, la tendencia creciente de quienes
dirigen las instituciones a enfrentar mediante la fuerza problemas
sociales que, de esa manera, lejos de encontrar vías de solución, se
agravan y se ramifican de manera exponencial.En efecto, el sector educativo del país está sembrado de conflictos que tienen denominadores comunes, como el creciente abandono de las obligaciones gubernamentales en materia de enseñanza pública. El doble telón de fondo de la confrontación es, pues, el desmantelamiento de la educación pública y la progresiva privatización de la enseñanza, impulsados a contrapelo de la Constitución desde el Poder Ejecutivo federal, y la preservación a toda costa del coto de control fáctico del gordillismo en el sistema educativo.
En tal contexto se ha desencadenado desde hace años una ofensiva implacable contra las escuelas normales, muchas de las cuales han sido clausuradas, en tanto que las restantes sobreviven en condiciones de precariedad exasperante. Lo que los gobernantes no consideraron es que tales planteles han constituido, durante décadas, mecanismos de movilidad social en regiones en las que ésta resultaba casi imposible por otras vías –valga decir: la única manera en la que jóvenes de zonas rurales podían buscar una salida a la miseria–, así como válvulas de escape para la irritación por los muchos agravios acumulados. Al persistir en la ofensiva contra las normales, el régimen ha desencadenado movimientos como el de Ayotzinapa, Guerrero –en donde, en diciembre del año pasado, las fuerzas policiales asesinaron a dos estudiantes y golpearon a muchos más–, y como los que estallaron el 4 de octubre en Michoacán.
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