7/21/2013

En la Huasteca, miseria indígena junto a la riqueza ganadera y agrícola


Rostros de la pobreza
Hidalgo

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Lucía Hernández Hernández con sus hijos Mónica, Faustino, Rosalba, Ernestina y CristinaFoto Cristina Rodríguez
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Un hombre carga maíz al concluir su jornada en el campoFoto Cristina Rodríguez

Karina Avilés
Enviada
Periódico La Jornada
Viernes 19 de julio de 2013, p. 2
Yahualica, Hgo.

En lo alto de una loma, desde donde se puede mirar los techos de lámina que aquí se consideran signos de progreso y los sombreritos de palma de las casitas de enjarre, vive Lucía. De niña sólo tuvo dos muditas de ropa; ahora tiene cuatro. Sus pies son sus zapatos de toda la vida y hasta hace poco no poseía ni siquiera utensilios para dar de comer a sus hijos.

Esta indígena náhuatl y analfabeta es parte del 73 por ciento de la población muy pobre que habita en esta Huasteca, región donde hasta muy entrado el siglo XX sus habitantes todavía vivían bajo relaciones coloniales, puntualiza la investigadora Patricia San Pedro López, de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Quizá por ello se explica que apenas en años recientes las indígenas levantaron la cabeza para mirar de frente.

De acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), el estado de Hidalgo ocupa el séptimo lugar a escala nacional en rezago social, y el noveno en población en pobreza extrema, pues 54.9 por ciento de los habitantes (un millón 468 mil 263) se encuentra en esa condición.

Es la Huasteca hidalguense, lugar de cordilleras verdosas, cañones y lomeríos, tierra de huapangos y del zacahuil (tamal gigante que llega a medir hasta tres metros) donde la miseria contrasta con la riqueza ganadera, los cafetales y un paraíso de manzanos, naranjos, plátanos y otros árboles que, como el palo de rosa o el palo escrito, se venden muy caro, sin que lleguen sus beneficios a los indígenas de la serranía.

En esta tierra, la pobreza se conjuga con otras expresiones de las carencias, la cual afecta lo mismo a hombres que a mujeres, aunque en el caso de las indígenas se profundiza en términos de la subordinación en la que viven ante los varones; de la eliminación de sus derechos, como el de formar parte de la autoridad del pueblo; de la violencia física; de la ingesta de aguardiente vinculada a las prácticas tradicionales y al alivio de este calor húmedo que rebasa los 40 grados. Así sobreviven con su lengua náhuatl como única defensa; muchas de ellas sin papeles, sin haber conocido las primeras letras.

Patricia San Pedro López, quien ha estudiado esta zona desde la perspectiva de la historia política y agraria, indica que el dominio que data de siglos en estos pueblos reproduce formas autoritarias a nivel de la comunidad y de la familia. El hombre es quien ejecuta esa forma de vincularse con la mujer y sus hijos.

Sin embargo, la experta observa que hay una conjunción de problemáticas que deben tomarse en cuenta, como son el alcoholismo, las nuevas formas de control caciquil, la fuerte presión sobre la posesión de la tierra –ya que se trata de una región minifundista–, la destrucción de la comunidad indígena como vínculo comunitario y solidario, la expulsión de los hombres a los sembradíos del norte del país y, desde luego, la miseria. Todos, factores que necesariamente impactan en la situación de las indígenas huastecas.

Lucía y Luciano

Santa Teresa es el nombre de este pueblo del que salen angostas veredas de tierra blanquecina y piedras, donde después de tanta vuelta en redondo y de tanto subir se tiene la impresión de que se ha llegado a la cima de un caracol.

La realidad es que el caracol está hecho de barrancas que han empezado a desgajarse. En julio del año pasado, esta comunidad vivió una tragedia por el derrumbe de un cerro que sepultó al menos 40 viviendas, de acuerdo con las noticias locales.

El asunto es que ocho meses después del percance, el gobierno estatal no ha solucionado las secuelas de la destrucción y la autoridad de Santa Teresa determinó cerrar el pueblo a los que vienen de fuera.

Allá arriba está la vivienda de Lucía. Por primera vez en sus 45 años de edad, tiene cinco vasos de plástico. Hasta hace poco no tenía en qué dar de comer y beber a los cinco niños que le dejó don Luciano antes de ahorcarse, así que cortaba botellas de refresco para hacer unas pocitas que servían de platos y vasos.

Lucía se sienta en un pequeño tablón de madera sostenido por piedras y bloques. Junto a ella están sus hijas: Mónica, de 15 años; Rosalba, de 11; Ernestina, de nueve, y Cristina, de seis, quien prefiere resguardarse en un rincón. Ninguna de las niñas se anima a romper la vergüenza y el miedo a la palabra, se agachan y esconden su rostro con las manos.

Faustino, el único hijo varón que le queda a esta mujer, también está ahí. El niño ocupa la pequeña y única silla de madera que hay. Tiene los pies hacia dentro, tiesos, no puede caminar. El doctor del pueblo dijo que no tiene nada; así quedó y ahí está, siempre en esa sillita.

En náhuatl, la lengua de la mayoría de los indígenas de esta Huasteca, Lucía platica instantes de su vida cortados, sin narración. Refiere que su papá murió de borracho y la dejó a los siete años; que cuando era niña acarreaba agua y una que otra persona me invitaba a lavar su ropa y así vine pasando mi vida, hasta que don Luciano negoció para que se la entregaran de esposa. Tenía 17 años.

El hombre bebía mucho alcohol. La pateaba y la golpeaba con el puño cerrado.

Un día, de regreso del corte de tomate por contrato, Luciano le dijo que había conocido a otra mujer y que era la elegida para vivir en su reciente vivienda con piso de cemento, la cual le fue entregada a Lucía a causa de su miseria en 2004 como parte de las gestiones de funcionarios de la Subsecretaría de Desarrollo Social del estado.

Santa Teresa pertenece a Yahualica, uno de los 20 municipios con mayor pobreza alimentaria en México. Tiene una población de 4 mil 178 habitantes, de los cuales 48.47 por ciento de los mayores de 15 años es analfabeta, 86.05 carece de derecho a los servicios de salud y 43.42 por ciento no tiene drenaje, indican las cifras del Coneval.

Desde que le entregaron su hogar con piso firme, Lucía Hernández Hernández utiliza su antigua choza como cocina. Es una casita redonda de enjarre (una mezcla de zacate, barro y calidra) y un gorrito de palma. Hasta hace unos años había un tronquito fuera de la entrada. Ahí sentaba a su difunto hijo Joel, que padecía la misma enfermedad de Faustino: no se levantaba, se arrastraba sobre la tierra.

Por más que quiere resistir, Lucía se rompe y comienza a salir, en el silencio más abrumador, un río transparente de sus bellos ojos negros. Dice que Joel murió un día miércoles, 21 de abril, al mediodía, porque no tenía 25 pesos para el pasaje a Atlapexco – a media hora de Santa Teresa– para que lo atendieran de una fuerte calentura. De eso falleció. Iba a cumplir 14 años.

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Mariana con su hija Citlali visita a su madre –abajo–, doña María Antonia Hernández HernándezFoto Cristina Rodríguez
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María Epimeña Jiménez (derecha) vive con su madre María Antonia en el municipio de Cruzhica. En la imagen del centro, un hombre carga maíz al concluir su jornada en el campoFoto Cristina Rodríguez

Poco después de esa muerte, llegó la de don Luciano. La viuda indica que ese día se veía contento, que por la noche bajaron con sus hijos –Cristina, la más pequeña, todavía en brazos– a la festividad del Día del Maestro, pero a las ocho se desapareció y ella pensó que se había metido a una cantina. Se fueron a esperarlo sentados fuera de la vivienda. Más tarde le dio sed y entró a su casa. Mi sorpresa fue que él estaba colgado.

Lucía acarrea agua en El Arenal, una comunidad cercana al río del puente de Tepeyocatitla, donde dicen que las estrellas bajan hasta la tierra y el agua suena gota por gota.

Por ahí se encamina todos los días Lucía. Lleva sobre la su cabeza un bote de 19 litros. Cada cubeta se la pagan a dos o tres pesos. Al día debe acarrear por lo menos 20 botes, pero no siempre la rentan en las viviendas para hacer esa tarea. De eso y de lavar ropa ajena sobreviven ella y sus hijos.

Hernandeztla o el lugar donde hay muchos Hernández

El abuelo José Cerecedo Hernández, quien tuvo 12 hijos y éstos a su vez, otros hijos y así sucesivamente, fundó Xoloxtla. A un lado del río están unas seis viviendas, y del otro, el resto de las casitas, algunas todavía de enjarre porque no alcanzó el dinero para incluir a todos en el programa federal de viviendas de lámina y cemento.

La morada de la abuelita Columba, la más vieja del poblado, está del lado de los más pobres. Los niños salen de todos lados y juegan en el río seco, cerca de los árboles de copal, de los que sale una sangre blanca, transparente. Es el incienso tan socorrido en esta región de grandes festividades y fervor religioso.

La vieja ya no habla. Se la pasa en una silla. Carmen Hernández, la esposa de uno de sus nietos, dice que la anciana sufrió mucho porque don Tangrero, su esposo, nunca vivió con ella y era tan pobre que los hijos que le dio y ella sólo comían plátano con masa y tochones (tortillas duras).

Columba nunca conoció más allá de Xoloxtla y, como muchas mujeres y hombres de aquí, sólo supo huellar (poner su huella). Una de sus vecinas más cercanas es María Concepción Hernández Hernández, quien oficialmente no ha existido y sigue sin existir en la tierra porque no tiene papeles de ningún tipo que den cuenta de que está aquí.

Puede hablar sólo en su lengua, pero su marido, don Gerónimo Cerecedo Hernández, habla por ella en español. Así que es él quien dice que su mujer fue huérfana, que un día perdió a un hijo y al tercer día a otro.

A todos sus hijos –ocho– les dio sarampión y no me alcanzó para curarlos a todos y se me fueron dos. De eso ya tiene como 20 años. En su casa de enjarre, donde viven hijos y nietos apiñados, Gerónimo cuenta cómo se enlazó a María Concepción.

“Un día me dijeron que había alguien por allá arriba que no la cuidaban bien porque era huérfana. ‘Si usted quiere, se la vamos a traer’. Un mes tardó y me la trajeron.”

Doña Toña explica que se dice que “aquí tas bueno a los 15 o 16 años para que las mujeres se vayan de ‘nueras’”. Pero en la comunidad evangélica de Pahuatlán, que forma parte del municipio de Huejutla, es desde los 13 años.
En el ejido La Mesa, el lugar de entre las limas –nombrado Limatitla– la cosa está peor. Si la mujer se quiere unir a un hombre debe irse del poblado, porque ahí no permiten la entrada de varones debido a que los que sí nacieron en el ejido son los únicos herederos.

La Güera y la Muñeca

Es que por aquí todo se está secando, se queja María Epimeña Martínez mientras echa tortillas en el fogón. Empieza el tiempo de seca y el sol ardiente ha pintado de dorado las siembras, un tono diferente al de otras temporadas, cuando las naranjas, las manzanas, las mandarinas y los mangos colorean las montañas.

Tardó años para comprar al Negro y a la Chopoya. Estaba bien contenta porque de su vaca y su macho salieron otros seis. En esta región de ganado, por un toro grande no te dan más de cinco mil pesos y por una vaca te dan 4 mil.

María trabaja más duro en la milpa para mantener a las crías. Aun así, siempre está en desventaja. A las mujeres que van a escarbar y cortar chile como ella, les pagan 40 pesos por ocho horas de jornada, y a los hombres que hacen la misma labor les dan 70 pesos. Por eso dice que cuando algún ranchero les ofrece 50, todas nos vamos corriendo para allá.

Es viuda desde hace 16 años. Su marido cortó una rama grande de un árbol, le amputó una pierna y ahí mismo se desangró y murió.

A Frediberto, el más chico de sus seis hijos, se lo dejó de cinco años, pero en realidad María tiene siete, porque cuando trabajó en la clínica de su comunidad, una señora parió, no se quiso llevar a su bebé y me la dejó. Entonces María le dio a firmar un papel para que constara que no se había robado a la niña.

María vive en Cruzhica, atrás de la cruz, en el municipio de Xochiatipan. Es un poblado de 488 habitantes que tienen sus casitas, la mayoría de ellas de enjarre, a orillas de la carretera. La comunidad consta de una clínica, donde los médicos pasantes nomás vienen y se van, una galera –el lugar donde realizan sus festividades religiosas y civiles, como ocurre en la mayoría de los pueblos huastecos– y una escuela primaria.

De lo feliz que estaba, comenzó a subirle la tristeza. Fue en tiempos de esta calor –cuando de las montañas emergen llamas y humaredas que arrasan los pastizales, los incendios prenden en todos lados y los arroyos se secan– en que sus animales empezaron a morir. Ahora sólo le quedan dos vivos, la Güera y la Muñeca.

Yo pensaba hacerlos más altos y venderlos, ¿pero cuando no hay, qué cosa vas a vender?, se pregunta resignada.

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