José Antonio Crespo
El presidente Enrique Peña Nieto llegó muy ufano a Davos, Suiza, para presentar su paquete de reformas y promocionar al país como destino de inversión. Pero muy pronto le hicieron saber que si bien México se vuelve más atractivo a partir de sus reformas, la competitividad agregada no es tanta como para pasar por alto el problema de la seguridad pública. Mientras haya lugares alternativos que presenten un nivel de competitividad parecido al de México, y además ofrezcan mayores garantías de orden y seguridad, los capitales esperados no llegarán acá, o no en la medida de lo esperado. En efecto, pese a lo conseguido por Peña en el plano político —las reformas estructurales—, su principal desafío seguirá siendo el de la inseguridad nacional, con el agregado (que casi no figuró en el sexenio pasado) de los grupos de autodefensa.
Y si bien el gobierno reaccionó finalmente ante la crisis de Michoacán, las cosas no parecen poder componerse con el envío de un comisionado plenipotenciario. Las autodefensas, como era de esperarse, declinaron la atenta invitación que les hizo el gobierno para retornar a sus actividades y lugares de origen. Han dicho que no lo harán en tanto no se detenga a los principales líderes de los Templarios. Pero aun si se lograra detener a tales liderazgos difícilmente se habría resuelto el problema; por un lado, como sucede en la mayoría de los cárteles, nuevos liderazgos podrían surgir de entre los lugartenientes, además de que los detenidos en cualquier momento pueden fugarse, dado el desastre que representa nuestro sistema penitenciario (por su ineficacia y corrupción). De tal manera que no se ve para cuándo las autodefensas vayan a desarmarse voluntariamente; simplemente no lo harán en mucho tiempo y en esa medida se profesionalizarán, como ocurrió con los paramilitares en Colombia. Y entonces pueden fácilmente convertirse en parte del problema — ya lo son— y no de la solución.
Ante el cuestionamiento que en Suiza le hizo Klaus Schwab —presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial de Davos— a Peña Nieto sobre este problema, el mexicano ofreció una serie de soluciones y medidas que difícilmente rendirán frutos, al menos en el corto plazo. Por ejemplo, aclaró: “El Estado ha reaccionado, primero convocando a aquellos que genuinamente quieran participar en las tareas de seguridad, que lo hagan atendiendo a los principios y a la formalidad que prevé la ley, cumpliendo los requisitos para ser parte de los cuerpos de seguridad” (23/ene/14). Dicho exhorto refleja la poca comprensión del problema; los autodefensas no están pidiendo trabajo —como después lo aclararon— sino que reaccionan ante un vacío de poder y autoridad en virtud de la corrupción de las instituciones públicas. ¿De qué serviría que un número determinado de autodefensas se integre a las inútiles y putrefactas policías locales? De absolutamente nada. Pero la propuesta parece ser hecha en serio, cuando más parece una broma de mal gusto. Si tan fácil fuera, el problema no hubiera surgido. Peña pretendió enfocar el problema de la seguridad y las autodefensas en Michoacán, por obvias razones, cuando en realidad es cada vez más extenso en el territorio nacional. Por ejemplo, en esos días surgía un nuevo grupo de autodefensas en Puebla, pero no contra el crimen organizado, sino contra los abusos de las autoridades municipales, otro tipo de crimen organizado.
En realidad el problema no se reduce a la corrupción y penetración de los cuerpos policíacos, sino también de otras instituciones en distintos niveles de gobierno. Por tanto, no se trata solamente de si tal o cual estrategia es la adecuada para enfrentar al crimen organizado —aunque algo hay de eso— sino de que la estructura misma del Estado mexicano, corrompida hasta el tuétano, no tiene la más mínima capacidad de cumplir con sus propósitos esenciales y detener el problema. Y pese a lo atractivo de las reformas económicas, lo que no se ve por ningún lado es la voluntad política para combatir en serio la corrupción, no solamente la directamente vinculada con el crimen organizado sino en todos los niveles de la administración pública, y que es lo que permite el éxito y la permanencia de los cárteles delictivos. Mientras no haya un combate real a las prácticas corruptas en todos los niveles el Estado, todo lo que se haga contra el crimen organizado será fuego fatuo.
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