Ricardo Raphael
Como si pocas cosas fueran más interesantes en el mundo, llevamos tiempo muy concentrados en observar nuestro ombligo. Cuando el resto del planeta nos parece relevante es porque algo afecta directamente a los intereses de los mexicanos.
Nada nuevo en los ciclos del ánimo nacional. Los que habitamos este país solemos ser así: a veces obsesionados por el afuera y otras sólo preocupados por lo que sucede en casa.
Todavía el ciclo en el que nos encontramos es de ombliguismo. Y lo hemos pagado caro. Como recompensa a nuestra actitud, México importa poco en la escena internacional y cuando llega a hablarse de su gente, los calificativos no son halagadores.
Hoy somos sinónimo de inseguridad, violencia y corrupción. En ese orden. En tiempos recientes, la imagen del bandido mexicano ha ganado más reflectores en el extranjero que cuando Pancho Villa asaltó Columbus, Arizona.
Puesto en términos de mercadotecnia, la marca México está devaluada. Cierto es que entre las élites del mundo comienza a hablarse de algunas ventajas relacionadas con la antigua tierra azteca. Se subraya, por ejemplo, la estabilidad económica sostenida por los distintos gobiernos durante ya casi 20 años. O, más reciente, se presumen las negociaciones políticas que hicieron posible un paquete importante de reformas con carácter estructural.
Sin embargo, estas noticias positivas —promovidas a través de algunas revistas y periódicos internacionales— contrastan con la imagen que se obtiene de México en otros espejos. El narco asesino, el policía vendido, el político corrupto, el migrante abusado son sólo algunas de las referencias que con insistencia se reproducen sobre nosotros.
Recientemente se proyectó en las salas de cine una película futurista estelarizada por Matt Damon y Jodie Foster (el director fue Neil Blomkamp) que llevó por título Elysium. Explicado rápido, el argumento se basó en una sociedad partida en dos extremos, uno ubicado en un miserable Los Ángeles y otro en un satélite elitista y privilegiado, flotando a varios kilómetros de la tierra.
Para ubicar geográficamente la vileza humana, los realizadores del filme escogieron el Bordo del Xochiaca, en Nezahualcóyotl. No encontraron, cerca de su casa, una geografía más sucia, agresiva, desigual y explotada. La lengua de uso corriente en ese futuro Los Ángeles es el español de México. La mayoría de los habitantes que ahí aparecen, incluido Diego Luna, son también mexicanos.
Esta película es apenas un ejemplo de tantos que se producen en Hollywood todos los años y que sólo recogen la parte jodida de nuestro país. El mensaje de estos filmes suele ser potente y tiende a penetrar el imaginario con mucho mayor fuerza que todas las portadas de The Economist o de The New York Times dedicadas a promover las virtudes mexicanas.
Mientras andábamos los mexicanos en la fase ombliguista, otros se encargaron de significar nuestra imagen y lo hicieron a partir de sus propios prejuicios. El greaser de Texas o el bandido despiadado de Arizona se han fundido para reencarnar hoy —en Estados Unidos— a un mexicano igual de sucio, corrupto, tramposo y sanguinario pero todavía más peligroso que sus abuelos.
La semana pasada anunció el gobierno de Enrique Peña, por voz de Aurelio Nuño, jefe de la oficina de la Presidencia, que la actual administración emprenderá una “agresiva” campaña para modificar la imagen de México en el extranjero. Es decir, para modificar la Marca-país.
Queda acompañar esta iniciativa con una advertencia: no bastará para ello con que el Presidente se siente a la mesa, en este 2014, con las élites políticas y económicas del mundo. Tampoco con que más recursos sean invertidos en los medios de comunicación que pesan para occidente.
A diferencia de otras naciones, por nuestra peculiar ubicación geográfica, es imposible construir la marca mexicana a partir de un mensaje unidireccional dirigido al resto del planeta. Desde hace tiempo la imagen que México proyecta al mundo está mediada por las pantallas hollywoodenses y otros espejos de nacionalidad estadounidense. Si lo que se quiere es transformar la marca país habríamos de aceptar, sin ofuscarnos, esta realidad. Solo así podríamos modificarla.
La marca-México es fundamental para asegurar el futuro del país. Tendríamos que recuperar la factura e intención de los mensajes que estamos enviando hacia el resto del mundo. Pero antes de hacerlo necesitamos ingresar en un ciclo nuevo que deje atrás el ensimismamiento.
Analista político
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