Filmada en primer plano, sin cortes y a cámara fija, la imagen muestra una apacible y hermosa tarde soleada en Luisiana, 1841, con los rayos del sol pasando por entre las hojas de los árboles y el sonido de las aves inundando el ambiente. En medio de ese escenario, el pobre Solomon apenas se mantiene con vida mientras, al fondo, se puede observar cómo sus compañeros lo ven y se siguen de largo, sin interrumpir sus tareas cotidianas, sin hacer ni decir absolutamente nada.
La secuencia, tan bellamente filmada como a la vez perturbadora, resume bien las intenciones de Steve McQueen: mostrar a la esclavitud no sólo como un proceso consistente en aplastar físicamente al individuo, se trataba también de despojarlo de todo viso de inteligencia, voluntad y poder de discernimiento; se trataba de aniquilar todo aquello que nos hace humanos.
Es por ello que este viaje al infierno es tan doloroso y contundente; Northrup, nacido libre, es un hombre inteligente, hábil violinista, con esposa, dos hijos y una vida que se antoja cómoda. Cuando es raptado, encadenado y mandado como esclavo a una plantación, su intelecto no puede aceptar lo que sus ojos ven: la completa y más absoluta denigración del hombre por el hombre mismo.
Su primer pensamiento es rebelarse; su castigo: ser colgado de un árbol.
El horror será cotidiano y el director no dudará en así mostrarlo: aquella escena donde se vende a hombres y mujeres cual si fueran vacas, aquellos latigazos para apresurar el trabajo o para castigar cualquier comportamiento, el abuso sexual hacia algunas mujeres, las jornadas de trabajo incesante de sol a sol. Poco a poco la voluntad de Solomon Northrup se quebrará frente a nuestros ojos y nosotros junto con él. En otra escena magistral (el entierro de un compañero), Northurp se une al canto colectivo de los dolientes: finalmente ha aceptado su destino, finalmente se ha convertido en uno de ellos.
McQueen regresa a un tema que le obsesiona: el cuerpo humano como la gran arena donde suceden los conflictos; así era en Hunger (2008) donde el minero Bobby Sands hacía huelga de hambre hasta quedar en los huesos, así pasaba en Shame (2011) donde el cuerpo se tornaba en prisión moral y afectiva; y así pasa aquí, donde las vejaciones en forma de latigazos, golpes y demás castigos corporales son la expresión más brutal de la esclavitud.
Esta es una película de actuaciones que se transmiten con la mirada: los ojos rojos, suplicantes, lacrimógenos de Lupita Nyong’o; la mirada iracunda, al borde la locura, de Michael Fassbender; aquel plano largo y sostenido donde Chiwetel Ejiofor rompe la cuarta pared y encara al público con una mirada que transmite dolor, desesperanza y una petición: nunca olvidar.
12 Años Esclavo. (Dir. Steve McQueen)
4 de 5 estrellas.
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