Podía
pasar largas horas dedicada a esta actividad sin dar muestras de
agotamiento. Planchar le daba paz. Consideraba esa actividad como su
mejor terapia y recurría a ella diariamente, incluso después de un
largo día de trabajo.
La pasión por el planchado era una práctica que había heredado de
doña Trini, su madre, quien lavó y planchó ajeno toda su vida. Lupita
invariablemente repetía el ritual aprendido de su sacrosanta, mismo que
iniciaba con el correcto rociado de la ropa. Las modernas planchas de
vapor no requerían que la ropa estuviera humedecida previamente pero
para Lupita no existía otra manera de planchar y evitar el rociado
representaba un sacrilegio.
Ese día, al entrar a su casa, de inmediato se dirigió a la mesa de
planchado y comenzó a rociar las prendas. Sus manos temblaban como las
de una teporocha en cruda, lo cual facilitó su trabajo. Le urgía pensar
en otra cosa que no fuera el asesinato del licenciado Arturo Larreaga,
jefe delegacional de su distrito, el cual ella había presenciado a
corta distancia hacía sólo unas horas.
En cuanto dejó rociada la ropa, se dirigió al baño.
Abrió la regadera y dejó correr el agua fría dentro de una cubeta a
la cual le puso abundante detergente. Antes de meterse a la regadera
abrió una bolsa de plástico y se asqueó del olor que despedían los
pantalones orinados que venían aprisionados en su interior. Los puso a
remojar dentro de la cubeta y se dio un regaderazo. El agua la despojó
del molesto olor a orines que su cuerpo despedía pero no pudo quitarle
la vergüenza que traía incrustada en el alma. ¿Qué habrán pensado de
ella todos los que se enteraron de que se orinó? ¿Cómo la iban a ver de
ahí en adelante? ¿Cómo hacerlos olvidar la patética imagen de una
policía gorda parada en medio de la escena del crimen con los
pantalones escurridos? Ella, en su calidad de criticona empedernida,
sabía mejor que nadie el poder de una imagen. Lo que más la angustiaba
era pensar en Inocencio, el nuevo chofer del delegado.
La última semana
se había empeñado tanto en hacerse notar por él. ¡Y todo para qué!
Sabía que de ahora en adelante cada vez que Inocencio la saludara, la
iba a recordar con los pantalones mojados. Vaya forma de llamar su
atención. Aunque tenía que reconocer que Inocencio se había portado
especialmente delicado con ella. Recordó que mientras esperaba rendir
su declaración, ella se había alejado de todos los demás para que su
olor no los molestara. De pronto vio que Inocencio se le acercaba y
entró en pánico. Lo último que quería en la vida era que la oliera.
Inocencio llevaba en el brazo un pantalón de casimir que guardaba en el
interior de la cajuela del automóvil. Lo acababa de sacar de la
tintorería y amablemente se lo ofreció a Lupita para que se cambiara.
No sólo eso, le prestó su pañuelo para que secara sus lágrimas. Ella
nunca olvidaría ese acto de ternura en toda su vida. Nunca. Pero en ese
momento prefería no pensar en ello porque ya no podía manejar la
cantidad de emociones que llevaba experimentando desde la mañana.
Estaba tan agotada que le urgía planchar. Secó su cuerpo con vigor, se
puso el camisón y corrió a encender la plancha.
Planchar le aquietaba el pensamiento, le devolvía el sano juicio,
como si el quitar arrugas fuera su manera de arreglar el mundo, de
ejercer su autoridad. Para ella, desarrugar era una suerte de
aniquilamiento mediante el cual la arruga moría para dar paso al orden,
cosa que ese día requería más que nunca. Necesitaba llenar sus ojos de
blanco, de limpieza, de pureza y con ello confirmar que todo estaba
bajo control, que no había cabos sueltos, que en la esquina de Aldama
con Ayuntamiento, justo frente al Jardín Cuihtláhuac, no había manchas
de sangre.
Esos eran los deseos de Lupita, pero en vez de ello, las blancas
sábanas se convirtieron en pequeñas pantallas de cine sobre las cuales
se empezaron a proyectar escenas de lo sucedido esa tarde.
Lupita se vio a sí misma cruzando la calle ubicada frente al Jardín
Cuitláhuac en dirección al automóvil del delegado. Inocencio, el chofer
del licenciado Larreaga, le estaba abriendo la puerta. El licenciado
venía hablando por teléfono. Lupita se cruzó con un hombre que levantó
el brazo para saludar al delegado. El delegado se llevó la mano al
cuello que comenzó a sangrar abundantemente.
Lupita no recordaba haber escuchado ningún balazo. A partir de ese
momento todo fue confusión. Ella gritó y trató de auxiliar al delegado.
Era un verdadero misterio lo que había sucedido ante sus propios ojos.
Nadie disparó en contra del delegado. No hubo ninguna explosión.
Tampoco encontraron evidencia de que alguien hubiera sacado una navaja,
sin embargo la herida en la yugular que provocó que el licenciado
Larreaga muriera desangrado fue ocasionada por un objeto punzocortante.
En fin. Por más que Lupita se empeñaba en entender lo que había
sucedido más dudas le surgían. Mientras más esfuerzo ponía en olvidar
la mirada de sorpresa que había puesto el licenciado Larreaga antes de
recibir la herida que le arrebataría la vida, con más fuerza la revivía
y el recuerdo le provocaba náusea, temblor, angustia, molestia, rabia,
indignación… miedo. Un miedo enorme. Lupita conocía el miedo. Lo había
experimentado miles de veces. Lo olía, lo percibía, lo adivinaba ya
fuera en ella o en los otros. Cual perro callejero lo detectaba a
metros de distancia. Por la forma de caminar, sabía quién temía ser
violada o robada. Quién temía ser discriminado.
Quién le temía a la
vejez. Quién a la pobreza. Quién al secuestro. Pero no había nada más
transparente para ella que el miedo a no ser amado. A pasar
desapercibido. A ser ignorado. Ese precisamente era su miedo mayor y
ahora lo sentía en carne viva a pesar de haber acaparado por horas la
atención pública. A pesar de que todos la habían interrogado. A pesar
de que había salido en todos los noticieros como la testigo principal
de un asesinato, que no era tal. A pesar de que su palabra era la que
podía llevar a la policía a la captura del culpable que no aparecía. La
habían presionado tanto para que diera su versión de los hechos que se
había visto forzada a declarar lo que fuera con tal de no parecer una
estúpida que no había visto nada ni escuchado nada y todo esto le
generaba un miedo creciente de hacer un ridículo mayor.
Incluso
escuchó que un reportero de Televisa, refiriéndose a que ella se había
orinado, dijo: “eso pasa por poner a las ‘chachas’ de policías”. ¿Qué
se creía el muy imbécil? Lo peor es que su comentario le dolía. La
lastimaba.
La arrinconaba en su condición de ciudadana de tercera. La colocaba
dentro del grupo de los que nunca serán queridos ni admirados aunque
estén en el centro del huracán. Su pronta actuación para auxiliar al
delegado no le pudo evitar ser motivo de escarnio por el hecho de
haberse orinado en los pantalones. Lo que más la molestaba era recordar
la mirada de burla del Ministerio Público cuando le tomó su declaración
y ella mencionó que le parecía importante la desaparición de una arruga
del cuello de la camisa del delegado. Lupita sentía que no se había
dado a entender bien. Que no pudo explicar la importancia de la mentada
arruga, que estaba presente en la camisa que el delegado traía por la
mañana y que repentinamente desapareció en la que portaba al momento
del asesinato.
Y mucho menos que, a su ver, eso dejaba abierta una línea de investigación.
Sentir que había hecho el ridículo la consumía por dentro. Sentía un
fuego interno encenderle el rostro. Era tal su malestar que no podía
estar en paz ni después de haber planchado dos horas seguidas. Su mente
iba de un lado a otro, lo mismo que la plancha. Lupita no se daba
cuenta pero a diferencia de otras ocasiones, su planchado era brusco y
torpe. Deslizaba la plancha sobre la tela de manera descontrolada,
provocando que la tela se arrugara, lo que la obligaba a rociar
nuevamente la prenda para quitar las marcas. El vapor que la ropa
despedía la molestaba, le acrecentaba la sensación de calor que tenía
dentro del cuerpo. A la altura del esternón es donde se la había
acumulado una cantidad enorme de vergüenza que giraba alocadamente. No
podía describir lo que sentía, era parecido a un ataque de gastritis o
al ardor que el reflujo ocasionaba en el esófago. Era una especie de
fuego destructor que la impulsaba a querer salir de su cuerpo, a
alejarse, a huir de ella misma antes de ser destruida por las llamas.
Sentía el corazón desbocado por la taquicardia.
Las manos se le empezaron a dormir. Por un lado deseaba no estar en
el mundo, no ser ella, pero al mismo tiempo le daba un miedo enorme
morirse. La respiración le faltaba.
Presentía que podía perder de un momento a otro el control sobre su mente y se iba a volver totalmente loca.
Apagó la plancha y la dejó de lado. Le urgía aliviar un poco el dolor que sentía o iba a estallar de pura angustia.
Para colmo su padrino de Alcohólicos Anónimos no respondía el
teléfono. Ya le había dejado varios mensajes y nada. Tal vez
aprovechando el día festivo se había ido de puente. Tenía una lista de
compañeros a los cuales podía acudir para pedir ayuda pero no encontró
a ninguno.
¡Pinches días de descanso!, ¡pinche país!, ¡pinches comentaristas
televisivos!, ¡pinches políticos corruptos!, ¡a lo que habían llegado
con tal de que el delegado no se atravesara en sus planes!, ¡pinches
matones!, ¡pinches narcos! Y ¡pinches drogadictos gringos! Si
no fuera porque consumen la mayor parte de la droga que se produce en
el mundo no habría tantos cárteles. ¡Pinches narcogobiernos!
Si no necesitaran tanto el dinero ilegal que les dejan las drogas no
habría tanta muerte. ¡Pinches legisladores culeros, si tuvieran los
güevos de legalizar la compraventa de estupefacientes no habría tanto
crimen organizado! ¡ni tanta pinche ambición por el dinero fácil! ¡ni
tanto desorden, carajo! ¡y pinche Dios que sabe por qué andaba tan
distraído! Lupita siguió maldiciendo hasta que no le faltó nadie en la
lista, incluida ella misma. Esto se debía a que en algún momento de su
vida Lupita hasta había llegado a proteger a narcomenudistas con tal de
asegurar su abasto de drogas.
Por un momento estuvo a punto de ir a comprar una botella de tequila
pero la memoria de su hijo muerto la contuvo. Había jurado frente a su
cadáver que nunca más iba a beber y no quería romper su promesa. Trató
de recordar el rostro de su hijo y no pudo. Se le borraba. Parecía
evadirla. Trató de recordar su risa infantil con los mismos resultados.
Era como si no la tuviera registrada en la memoria. Su memoria
funcionaba de manera extraña.
Quién sabe a quién obedecía pero no a Lupita. Es más, era la mejor arma que tenía para lastimarse ella misma.
Sólo recordaba aquello que le dolía, que la torturaba, que la hacía
sentirse la peor de todas las mujeres y madres del mundo. No podía
recordar eventos alegres y luminosos sin relacionarlos con otros
totalmente dolorosos y devastadores.
Después de un gran esfuerzo pudo recordar el color de los ojos de su
hijo y vino a su mente la inocente mirada del niño y el gesto de
sorpresa que puso mientras ella, en estado alcoholizado, le propinaba
el golpe que lo hizo perder la vida accidentalmente y se dobló de dolor.
Un golpe de culpa la azotó, la tiró al piso y la obligó a llorar como animal herido.
Esa noche, por primera vez en su vida, Lupita dejó ropa sin planchar sobre la mesa.
Una ácida parábola moral para estos tiempos de crisis permanente y corrupción generalizada, es como se presenta A Lupita le gustaba planchar, la novela más reciente de la escritora Laura Esquivel.
Con amarga ironía, la autora de Como agua para chocolate
hace protagonista de su libro a una mujer policía, que fue abandonada
por su marido, es alcohólica y sobrevive a la muerte de un hijo. El
asesinato del delegado en Iztapalapa, unos días antes de la crucifixión
en el Cerro de la Estrella, inicia una ficción con doble filo: la
historia de personaje y de novela negra. Con autorización de Suma de
Letras, La Jornada presenta el primer capítulo de la novela, a manera de adelanto.
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