Bernardo Barranco V.
El gobierno de Peña Nieto quiere atajar un potencial foco de tensión
con la Iglesia católica, utilizando el recurso del pragmatismo
político. Especialmente cuando la jerarquía mexicana ha dado muestras
de descontento y malestar, no sólo ante la política económica, sino
frente a los contenidos de las reformas que se están negociando. En el
mensaje Por México ¡actuemos!, los obispos cuestionan la
orientación de las reformas. Uno de los objetivos del Presidente será
explicar, especialmente ante el secretario de Estado Pietro Parolin,
las supuestas bondades estratégicas de las reformas y de la política
estructural del gobierno. Es el regreso al encantamiento que utilizó el
candidato Peña para cautivar a muchos prelados.
También es el retorno de la doctrina Prigione, quien aconsejó a
Carlos Salinas de Gortari entenderse directamente con Roma,
privilegiarlo como interlocutor, y por tanto, pasar por encima de los
obispos locales. La intencionalidad política es fortalecer sus vínculos
con Roma, lograr su apoyo para evitar el desgaste político y mediático;
negociar, pues, directamente con la Santa Sede, al margen de la propia
sociedad. Esa fue la doctrina Prigione-Salinas en los tiempos de Juan
Pablo II y de Angelo Sodano. A partir de las reformas constitucionales
de 1991, las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica entraron
en una era de mayor estabilidad y cooperación.
Aun importantes actores
de los gobiernos, incluyendo el propio Peña Nieto, comparten los mismos
valores y principios ontológicos conservadores de la Iglesia. Muchos
políticos, alcaldes y gobernadores invocan públicamente el apoyo de
Dios para cumplir con eficacia su desempeño. La Iglesia y el Estado
dejaron de disputarse la soberanía y la legitimidad del pueblo para
cooperar con beneficios mutuos. La Iglesia, debilitada ante la
secularización cultural de la sociedad, se apoyó muchas veces en el
poder público para fortalecer su agenda. Como fue el caso de la
repenalización del aborto en 2009 en 19 estados del país y de la
reforma del artículo 24 sobre la libertad religiosa. La clase política,
por convicción y pragmatismo, reconoce a la Iglesia como instrumento de
mediación social.
Sin
embargo, las condiciones han venido cambiando en la sociedad y en la
propia Iglesia. El Vaticano, bajo el papa Francisco, es muy diferente.
Una y otra vez, Bergoglio se ha desmarcado del sistema económico
vigente y mundializado. En su exhortación apostólica Evangelii gaudium ( La alegría del Evangelio) el Papa denuncia el sistema económico actual:
es injusto en su raíz.
Esa economía mata, porque predomina
la ley del más fuerte.
La cultura actual del
descarteha creado
algo nuevo: “Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechados, son ‘sobrantes’”. Vivimos en una
nueva tiranía invisible, a veces virtual, de un
mercado divinizado, donde imperan la
especulación financiera, una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta. Nos preguntamos si el presidente Enrique Peña podrá encontrar puentes saludables de encuentro en torno a los pobres entre México y el Vaticano, pues gran parte de los informes de los obispos en la última visita ad limina son al respecto severos y críticos. Ya no podrá presumir el descafeinado programa
hambre cerode inspiración católica, pues sus resultados han sido decepcionantes (vea mi
Raíces religiosas de la cruzada contra el hambreen La Jornada, 8/5/13)
Por otro lado hay que recordar que la Iglesia negocia con astucia y
ventaja cuando hay debilidad en el Estado. La enorme diversidad
religiosa que México ha mostrado en los últimos 20 años reduce las
fronteras de posibles negociaciones u ofrecimientos gubernamentales
para obtener ventajas coyunturales. El Estado laico mandata al
Ejecutivo a fortalecer nuestro sistema de democracia, que lo obliga a
incluir, proteger y respetar a las minorías. El crecimiento de las
iglesias evangélicas en el país lo llevan a un diseño de inclusión en
la construcción plural, porque todas estas confesiones son parte activa
de la vida social del país. Por ello, negociar al viejo estilo
prigionista puede resultar arriesgado, ya que la condición de monopolio
absoluto ha finiquitado. El orden del espacio público en materia
religiosa supone no sólo la separación Estado-iglesias, sino un corpus
de tolerancia institucional en la cual la inclusión es un factor
primordial.
Esta nueva soberanía de pluralidad religiosa no puede ser negociada
para congraciarse con la religión preponderante. Por más apremiado que
esté el Presidente, en el marco de la laicidad no puede mercadear
privilegios ni concesiones a cambio de ponderación y apoyo político a
proyecto alguno. El Ejecutivo, y no la Iglesia, estaría socavando el
carácter laico del Estado mexicano contenido en el artículo 40 de la
Constitución.
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