Jesús Cantú
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- El procesamiento de las leyes secundarias para dar
viabilidad a las “reformas estructurales” evidencia el absoluto
sometimiento de la mayoría de los legisladores a los dictados y
solicitudes del Ejecutivo, lo cual permite avanzar en la consolidación
de un nuevo presidencialismo mexicano, igual de autoritario,
patrimonialista y clientelar pero más centralista que su predecesor.
Por supuesto que los instrumentos del poder cambiaron en los últimos
20 años, y por ello el neopresidencialismo también presenta nuevas
características: ahora el control del Congreso requiere de la
incorporación de los grupos parlamentarios de partidos ajenos al PRI.
Ha sido evidente la inclusión de los legisladores del PVEM, Panal y PAN
–particularmente este último– como factor determinante para alcanzar la
mayoría en el Senado, pues en la Cámara de Diputados no la necesitan.
En el pasado, el sometimiento de los legisladores priistas era sencillo
y elemental: como el tricolor era la única vía para llegar al poder,
bastaba con el control de las candidaturas que ejercían el presidente y
los gobernadores. Hoy las negociaciones tienen que incluir (al menos en
el caso del PAN) a la dirigencia partidista, a los coordinadores de sus
bancadas, e incluso a algunos de los legisladores más influyentes y
conspicuos, lo cual obliga a poner en juego otros instrumentos, entre
los que destacan: reparto de partidas presupuestales (los llamados
moches); concesiones (al menos mediáticas y/o victorias pírricas) en
algunos aspectos o legislaciones no determinantes (la reforma
político-electoral, los ahorros en las largas distancias, etcétera); y
un trato privilegiado a los dirigentes nacionales, como fue patente
durante la vigencia del llamado Pacto por México.
Se habla inclusive de que las negociaciones abarcan reparto de
gubernaturas (en los resultados de los comicios se puede influir de
manera determinante de muchas maneras, no únicamente a través de
prácticas fraudulentas), nada más que ahora entre los diferentes
partidos políticos. Sin embargo, para confirmar o descartar dichas
especulaciones habrá que esperar a las elecciones de 2015, cuando se
renovarán los Ejecutivos de nueve estados.
Como puede verse, son las mismas lógicas: reparto de privilegios,
dinero y posiciones políticas a cambio de sumisión y control. Hoy son
más los actores que participan y observan, quienes tienen más canales
para difundir sus denuncias y análisis, lo cual hace más complicados
los procesos y acuerdos, pero el cinismo y desvergüenza de los
políticos también ha crecido (quizá por eso igualmente se incrementa su
desprestigio).
Otra variante del neopresidencialismo es que a pesar de la excesiva
concentración del poder en el Ejecutivo, hoy ya no es el presidente el
principal operador. El titular del Ejecutivo se reserva para los actos
protocolarios, los anuncios de acciones o resultados exitosos, los
mensajes optimistas y positivos, y, desde luego, las apariciones en las
incontables giras nacionales e internacionales. Pero la operación
política y el trabajo cotidiano se lo reparten fundamentalmente: Miguel
Ángel Osorio Chong y Luis Videgaray; y, en un rol secundario, Jesús
Murillo Karam, en lo relacionado con el combate a la inseguridad. Es
una especie de presidencialismo colegiado, en el que está claramente
definido el papel estelar, pero permite dosificar la promoción y el
consiguiente desgaste de los distintos actores.
Lo cierto es que si el resultado electoral de 2012 no permitió a la
coalición PRI-PVEM obtener la mayoría en ninguna de las dos cámaras, el
presidente y su equipo se dedicaron a construirla: primero, a través
del llamado Pacto por México (que incluía al PAN y al PRD); y después,
una vez que se consiguieron las reformas constitucionales y se vendió
la imagen del consenso y la construcción de acuerdos, únicamente con el
PAN, lo cual es más que suficiente para asegurar el control del
Congreso y socavar el equilibrio de poderes, que era el elemento de un
gobierno democrático en el que se había avanzado sustancialmente.
El procesamiento de las leyes de telecomunicaciones y energética
desnudan el sometimiento de los legisladores, incluyendo algunos
senadores y diputados perredistas. En ambas reformas las iniciativas
presidenciales pasaron sin cambios importantes; las modificaciones que
finalmente se introdujeron son menores, de forma y cosméticas. En el
caso de la Ley de Telecomunicaciones, los debates en los medios y las
promesas de los personeros del gobierno fueron insuficientes para
eliminar las disposiciones que atentan contra derechos y la privacidad
de los usuarios de las redes y, desde luego, para modificar
sustancialmente el poder de Telmex y Televisa (Proceso 1967). En la
reforma energética, la alianza PRI-PAN impuso descaradamente su
aplanadora e ignoró a los legisladores de los partidos de izquierda,
cuya única alternativa disponible para revertir el atropello es lograr
la consulta popular en las elecciones intermedias de 2015.
La alianza PRI-PAN empezó a tejerse hace 26 años, durante el sexenio de
Carlos Salinas de Gortari, para instaurar el neoliberalismo, y aunque
dicho proceso se interrumpió con el error de diciembre de 1994 y la
alternancia de 12 años en el Ejecutivo federal, la alianza nunca se
rompió, pues hay plenas coincidencias ideológicas, e inclusive lo único
que los separaba, que era la forma de ejercer el poder, se diluyó con
los gobiernos panistas, que se apropiaron de todas las prácticas
priistas (sin evaluar cómo las instrumentaron). Así, a pesar de que los
dos presidentes blanquiazules fueron incapaces de lograr acuerdos con
los tricolores para sacar adelante las reformas estructurales, en
realidad la cercanía entre tricolores y blanquiazules se consolidó.
Enrique Peña Nieto y su gabinete supieron aprovecharse de ello; aún
más, en un primer momento lograron sumar al PRD, que hoy (más que
nunca) debe darse cuenta del craso error que cometió, pues más allá de
la miscelánea fiscal difícilmente encontrará algún otro logro que
festejar, y, en cambio, sí hay muchos saldos negativos, entre ellos su
contribución al avance del neoliberalismo y a la construcción del
neopresidencialismo mexicano.
En 19 meses de ejercicio, el gobierno federal concretó las llamadas
reformas estructurales; avasalló al federalismo por varias vías,
incluyendo desde luego la designación de sus “delegados” en Michoacán,
Estado de México y Tamaulipas; y sometió al Congreso de la Unión con la
fórmula de controlar a las cúpulas partidistas de la autodenominada
oposición. Es la restauración del autoritarismo a través de la
construcción del neopresidencialismo mexicano, que adolece de los
mismos vicios del pasado, pero reconoce algunas de las nuevas
características de la realidad mexicana y actúa en consecuencia.
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