Ricardo Raphael
Antes de mayo de 1911 estaba prohibido que al centro de la ciudad de Puebla ingresaran personas vestidas con calzón de manta, entre las 6 pm y las 6 am. Era una norma que servía para confirmar que esa bella urbe porfiriana tenía dueño y no era lugar para que se paseara libremente la indiada.
Cuando la tropa de Zapata cercó Puebla, la élite escribió a Pancho Villa para que fuera su Ejército, criollo y norteño, quien entrara a la ciudad porque a los catrines les daba horror el mexicano de piel cobriza.
¡Cuán poco pareciera haber cambiado la realidad poblana en los últimos cien años! Tan discriminante como aquella medida del calzón de manta es la ley que, el pasado mes de mayo, alejó el registro civil de las comunidades indígenas de Puebla.
Si, por ejemplo, se vive en la sierra y es necesario registrar a un recién nacido, hoy hay que rezar al cielo para que una unidad itinerante del gobierno pase cerca de casa y acepte expedir el acta.
Sin embargo, el problema más serio son los fallecimientos. En México está prohibido enterrar a un muerto si no se cuenta antes con el acta de defunción. En el presente, no hay unidad móvil oportuna para cada vez que se requiere este papel.
Por tal razón discriminatoria es que las poblaciones afectadas decidieron protestar. Primero tomaron el Centro de Servicios Integrados de Tehuacán, luego la carretera federal Atlixco-Puebla y finalmente la autopista de cuota.
En el primer caso el gobierno poblano concedió sólo seis horas para la negociación y luego decidió lanzar a la policía en contra mil 500 ciudadanos. En el último evento —ocurrido ocho días después— se instruyó para que, sin contemplaciones, la policía removiera a los manifestantes de la autopista.
El resultado fue desastroso: la fuerza estatal disparó proyectiles que en su interior contenían gas lacrimógeno, un arma que resulta peligrosísima si se dirige en contra de las personas.
Uno de esos proyectiles impactó contra la cabeza de José Luis Alberto Tehuatlie Tamayo, un niño de 13 años que por azar pasaba cerca de la refriega. El viernes, este menor de edad falleció descerebrado en una cama de hospital.
En vez de asumir con digno arrepentimiento los costos del estúpido operativo, el gobierno de Puebla optó por echarle la culpa del asesinato a los manifestantes. Sus voceros declararon y también publicaron desplegados en la prensa argumentando que el niño fue herido con un cohetón de pólvora arrojado por la gente de la misma comunidad.
En respuesta, el médico del menor, Luis Felipe Loria, afirmó públicamente que la hipótesis del cohetón era absurda ya que el niño no mostró huellas de quemadura alrededor de la herida. Con tal argumento especializado se exhibió al gobierno, no sólo por autoritario, sino también por falsario.
En 1911 no había proyectiles lacrimógenos para impedir la entrada de los mexicanos vestidos con calzón de manta al centro de Puebla, pero la intolerancia contra sus descendientes ha variado poco desde entonces.
La moral imperante dice que si esas poblaciones se rebelan —no importa cuán justa sea su causa— merecen ser quebradas con todo el peso de la autoridad. Si hay víctimas, entonces es la comunidad —siempre salvaje y bárbara— la que debe pagar por los muertos que siembra el gobernante.
La crisis de inseguridad que desde hace una década viene azotando al país, y la desigualdad que según todos los indicadores es como la que había en 1910, son las dos razones por las que la élite privilegiada ha decidido pertrecharse, contando con el gobierno como su guardia privada.
Ambos quieren ver fuera de su cierre social, cargado de estigmas discriminatorios, a los otros mexicanos: indígenas sin derechos, mestizos desposeídos, marginados seculares. Si alguno se atreve a protestar, la respuesta será contundente: ahí está el cadáver de José Tehuatlie como monumento a nuestra contemporánea intolerancia de clase.
Se equivoca quien piense que este episodio solo podría suceder en Puebla. Recorre todo México la intransigencia que vincula a la élite privilegiada y al poder policial. Quien no lo vea es porque ha optado por la negación.
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