Arturo Alcalde Justiniani
Ayotzinapa
es un eslabón más de una larga cadena de hechos que tienen sumido en la
tragedia y la desgracia al país. No podemos limitar nuestra indignación
contra un grupo de desalmados delincuentes o de unos gobernantes
amafiados con el crimen organizado. Estos dolorosos acontecimientos se
vinculan con los que día a día surgen en otras regiones del país,
involucrando a campesinos, indígenas, migrantes, jóvenes, mujeres y
población del campo y la ciudad. Sólo con un cambio urgente en
políticas e instituciones se podrá orientar el país hacia otro rumbo.
En los múltiples diagnósticos y análisis que se hacen respecto de la
situación de violencia e inseguridad que priva en México, aparecen como
común denominador cuatro factores, que se retroalimentan y explican en
buena medida la situación que vivimos: la pobreza, la corrupción, la
impunidad y la opacidad. ¡Cuatro plagas!
La pobreza, producto de la enorme desigualdad arraigada en nuestra
nación, es sin duda la madre de todos los males, pues genera
indefensión, destrucción del orden normativo y del tejido social; en
esta condición, es imposible que progresen las políticas sociales,
ambientales, o que mejore sensiblemente la calidad educativa. El punto
es que la pobreza en la que se encuentra la mayor parte de la población
no deviene de que la gente no quiera trabajar o que los jóvenes se
resistan a acudir a las escuelas, tampoco que nuestro país sea inviable
por su condición geográfica, menos aún que se trate de un hecho
natural. La causa está en un modelo de concentración del poder
económico y político por parte de un sector que defiende a capa y
espada sus privilegios y que influye en las políticas gubernamentales
para conservarlos. Esto se puede observar en ejemplos recientes: a
sabiendas de la gran importancia que tienen la radio y la televisión
para la educación, la cultura y la comunicación, y existiendo la
posibilidad de asignar su explotación a sectores de la sociedad y a
comunidades marginadas, se optó por rematarlas al mejor postor, lo cual
favorece la concentración e incrementa los efectos perniciosos de los
medios de comunicación que actualmente padecemos.
En el tema del salario mínimo, habiéndose hecho la presentación en
las cámaras legislativas de la iniciativa de ley para desvincularlo de
otros factores que lo condicionan, lo que constituía el argumento
central del gobierno y de los empresarios en contra del incremento, hoy
se congela esa reforma legal y se pretende imponer nuevamente un
minisalario de pobreza, prueba de ello es la burla del 3.4 por ciento
de incremento salarial impuesto ayer en la UNAM con la clara intención
de extenderlo en el resto del país. Por lo visto los datos duros que se
han acreditado contra la miseria salarial artificialmente impuesta han
sido letra muerta, condenando a los hombres y mujeres que trabajan a la
informalidad o a la migración.
La corrupción y la impunidad van de la mano; se han convertido en la
imagen de nuestro país en el mundo entero. Éstas se reproducen en todos
los espacios, lo vemos en las historias y denuncias que aparecen en los
diarios, de funcionarios, empresarios o corporaciones poderosas que
siempre terminan sin verse afectados por su indebida conducta. Es más
fácil que una pobre mujer que paga sin dolo con un billete falso pase
un largo periodo en la cárcel, que molestar o apresar al diputado que
fue grabado dando instrucciones para inflar precios de servicios y
recibir una parte del negocio fraudulento. Basta observar el perfil de
los presos de nuestras cárceles para confirmar que están llenas de
pobres.
En el
pasado se han presentado distintas iniciativas para reformar
íntegramente el sistema de justicia. Años atrás, la Suprema Corte
convocó a una consulta nacional sobre el tema; se hicieron múltiples
aportes en todas las áreas y se elaboró un llamado Libro blanco. En
otro tiempo, Samuel del Villar elaboró propuestas en esa misma línea.
Todavía tenemos presentes los análisis a escala local que formuló un
equipo encabezado por Miguel Sarre. Todo ello va quedando en el olvido,
porque hay una gran resistencia al cambio, derivada del interés de los
grupos de poder, que se retroalimentan, reproducen en un pequeño número
y se protegen a toda costa. Para ello, controlan la política y la
economía y mantienen a esa clase parasitaria que impide que nuestro
país dé el salto hacia una nueva legalidad que haga realidad los
principios de igualdad contenidos en nuestras declaraciones
fundacionales y en los convenios que hemos compartido formalmente como
miembros de la comunidad internacional.
La opacidad es un elemento colateral. La constante resistencia de
las dependencias públicas a brindar información demuestra que hay una
red de complicidades en la que los implicados se protegen
recíprocamente. Un ejemplo a destacar es el proceso de formulación de
la nueva Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública
en el ámbito gremial, renglón que pertenece a ese submundo de las
relaciones laborales, el cual, sin embargo, es fundamental, porque
podría convertirse en un factor de equidad, de justicia y de propuesta
en políticas públicas, como sucede en otros países.
A pesar de los avances que en materia constitucional se han dado
durante los últimos 40 años, tendientes a garantizar el acceso público
de cualquier persona para conocer y obtener incluso copia de documentos
íntegros, como son los contratos colectivos, los estatutos y aquellos
que forman parte del expediente de registro sindical, hoy una visión
corporativa pretende limitar esta transparencia según se muestra en las
dos versiones de ley que el IFAI ha propuesto a la Cámara de Senadores.
Por lo que se ve, el esfuerzo colectivo para lograr que nuestro país
sea cobijo de una comunidad más justa tiene distintos frentes. El reto
es empujar hacia un cambio verdadero. La primera prioridad, sin duda,
es que aparezcan con vida los jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Su
desaparición ha cimbrado al país y a buena parte del mundo.
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