Cristina Pacheco
El
tiempo modifica nuestras impresiones. Después de muchos años de no
visitarla, al volver a la casa en donde transcurrió nuestra infancia
nos damos cuenta de que no es tan grande como en nuestro recuerdo, los
techos dejan de parecernos altísimos y advertimos que el corredor que
inspiró nuestras fantasías no pasa de ser la torpe solución de un
maestro de obras.
Por efecto del tiempo, algo muy semejante nos ocurre con los amigos,
aun los más queridos. Pienso en Rigoberto, Esmeralda y Rocío. En mi
rencuentro con ellos los vi empequeñecerse. Fue como si hubieran
descendido de zancos y se hubiesen despojado de atuendos que los
agigantaban. Al verlos tal y como son quedé liberada de la tutela que
ejercieron sobre mí durante años. La índole de nuestra relación cambió
a un plano más real, pero también menos estimulante.
Lo que sucedió con Rigoberto, Esmeralda y Rocío me ha ocurrido con
muchos otros seres a los que me unen lazos de amistad o parentesco. Una
de las pocas personas que ha soportado la prueba del tiempo es mi tía
Catalina.
Volví a pensar en ella la otra mañana, cuando una mujer, detenida
ante los anaqueles del supermercado, me compartió su angustia por la
carestía:
Al rato el dinero sólo me alcanzará para comprarme un huevo. Pero, dígame usted, ¿qué puede hacer una jefa de familia con un miserable huevo?
Milagros, le dije, sin que me entendiera. No podía ser de otra forma. Para comprenderme habría tenido que conocer a mi tía Catalina.
II
En mi primera evocación aparece pequeña, cargada de
hombros, magra; pelo crespo, ojos intensos, labios delgados. La
sonrisa, que por lo general beneficia aún a los rostros menos
agraciados, en ella no pasaba de ser un gesto, un intento de mostrarse
capaz de alegría en medio de la vida difícil: un departamento de dos
cuartos para ella, su esposo Danilo y siete hijos –el menor, Ricardo,
afectado de parálisis.
Incansable, la tía Catalina se encargaba de cuidar al enfermo, del
quehacer, la compra y además de tareas que le rendían pequeñas
ganancias, entre otras, lavar ventanas o teñir de congo los pisos que
algunas vecinas le encargaban pintar. Debido a esa actividad, las
palmas de sus manos siempre lucían amarillas. Dejaron de estarlo
cuando, por intercesión de una parienta lejana, consiguió trabajo de
afanadora en un hospital público.
III
De mi tío Danilo no hay mucho que decir, aparte de que era
gigantesco y metódico a punto de bostezo. Su trabajo en una fábrica
consistía en perforar tarjetas (ignoro con qué objeto) a cambio de un
sueldo mínimo. Ocupaba sus muchos momentos libres en hacer la lista de
sus programas radiofónicos predilectos.
Levantaba
ese inventario en hojas verdes que por la noche prendía con una
tachuela en la pared, sobre el aparato de radio instalado junto al
lecho compartido con su hijo enfermo y su esposa Catalina: ojos
intensos, labios delgados y un gesto con aire de sonrisa.
Conozco todos estos pormenores porque la vivienda de mi tía Catalina
distaba cuatro puertas de la nuestra y debido a que muchas veces oí las
conversaciones entre ella y mi madre.
IV
Mi tía empezó a trabajar en el hospital un lunes, en el horario
matutino. Esperamos su regreso para que nos describiera su experiencia.
La sintetizó en pocas palabras:
Barro y trapeo, como si estuviera en la casa, pero lo bueno es que me pagan.No dijo cuánto. Por pequeña que fuese la cantidad era evidente que la necesitaba con urgencia, de otro modo no habría puesto a mi primo Ricardo bajo el cuidado de mi madre, alguna vecina y ocasionalmente hasta del portero. Pudo haberles pedido a sus otros hijos que atendieran al enfermo pero no lo hizo para no interrumpirles los estudios.
Intranquila ante la situación, solicitó que la pasaran al turno de
la noche. Cuando supo que nada más las auxiliares de enfermera tenían
acceso a ese horario pidió una cita con el director del hospital. Se la
concedieron y ella le describió la condición de su hijo y la necesidad
de atenderlo durante el día, ya que por la noche su padre y sus
hermanos podrían hacerlo.
Como resultado de la entrevista, a las pocas semanas, un sábado
vimos a mi tía salir de su casa a las nueve de la noche para irse a
trabajar en su nuevo horario. Uniformada de blanco y con una capa azul
de tirantes cruzados sobre el pecho tenía un aspecto marcial
impresionante.
Regresó a las ocho de la mañana. De camino a su vivienda tocó en
nuestra puerta y le dijo a mi madre que nos esperaba en su casa.
Acudimos temerosos sin saber la razón del llamado. Encontramos a mi tía
en la cocina, distribuyendo platos y cucharas sobre la mesa de pino. En
presencia de todos sacó la bolsa de estraza en donde llevaba un huevo.
Se lo habían dado en el hospital como parte del desayuno. En lugar de
cocinarlo, como tal vez lo habrán hecho sus compañeras, lo llevó a la
casa para compartirlo con la familia. Revuelto con frijoles y pedacitos
de tortilla aquel huevo nos alimentó a todos.
La ceremonia, auténtico milagro de multiplicación, se repitió
durante muchas mañanas. Al recordarlas veo a mi tía Catalina
agigantarse a pesar de su mínima estatura.
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