Cristina Pacheco
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Esas variaciones en la conducta de Matilde tienen intranquila a su
familia y son motivo de conversaciones inútiles. Al final nadie se
explica que Matilde haya pasado de ser una persona sociable, animosa,
brillante, a otra solitaria y opaca.
Su madre sospecha que la transformación de Matilde pueda originarse
en algo grave y la interroga sin descanso, ya sea por teléfono o cuando
la visita:
¿Estás enferma?
¿Te pasó algo malo y no quieres decírmelo?
¿Tienes problemas en la oficina?”¿Estás así porque Raziel se fue?” Matilde responde a esos cuestionamientos en tono ligero y le suplica a su madre que no se invente motivos de preocupación (ya tiene suficientes con el alcoholismo de Adrián). Ella está sana, si le hubiera ocurrido algo malo se lo habría dicho; en su trabajo todo sigue estable. En cuanto a Raziel no hay problema: rompieron en buenos términos y siguen siendo amigos. Que por favor le crea: cambió de gustos, eso es todo.
Al despedirse, su madre siempre termina con las mismas preguntas: si
no le gustaría dejar el departamento, volver a su lado y permitirle
disfrutarla como lo que es: su única hija soltera. Adrián, Rodrigo y
Felicia están casados, es lógico que quieran vida aparte; pero ella,
¿por qué? No tiene pareja ni compromiso con nadie. Aunque agradece la
oferta, Matilde la rechaza diciendo la verdad: a los 32 años le gusta
ser independiente y es feliz, aunque a veces extrañe un poquito a
Raziel.
II
El desinterés por las reuniones y la calle no son los
únicos cambios en el estilo de vida de Matilde. El supermercado está a
dos cuadras de su edificio pero ya no lo frecuenta. Hace todas las
compras por teléfono. Una compañera de trabajo la convenció de que el
servicio a domicilio le evitaría pérdida de tiempo y, sobre todo,
enfrentar los peligros de la calle: fuegos cruzados, energúmenos al
volante, bloqueos, atracadores, zanjas profundas, alcantarillas sin
tapa...
Matilde reconoce que comprar por teléfono es muy cómodo y la pone a
salvo de riesgos. A cambio de esas ventajas tiene un inconveniente: le
roba la posibilidad de conversar con los empleados o con los habituales
del súper acerca de las noticias, los escándalos, los basureros en cada
esquina y el desorden con que han aparecido en la colonia cervecerías,
antros y edificios descomunales.
Extraña aquellas charlas sencillas, entre anaqueles, porque le daban
sensación de pertenencia y oportunidad de convivir con personas que le
inspiraban simpatía, confianza y un afecto tranquilo expresado en el
momento de la despedida:
Me dio gusto saludarlo.
Que siga usted muy bien.
Nos estamos viendo.
A
pesar de sus precauciones, Matilde tiene sensación de peligro aun en su
departamento. Antes, al oír un llamado a su puerta sólo la
impacientaban los timbrazos –
Ya voy, ya voy: un momentito–, ahora la ponen en guardia. No le basta con que el visitante se identifique por su nombre: le exige datos concretos que puedan brindarle la seguridad de que el recién llegado no es un delincuente. A los mensajeros les pide una identificación y la analiza antes de recibir la correspondencia o el paquete que fueron a llevarle.
III
Frente a quienes han notado su retraimiento, Matilde
procura justificarlo con razones desgastadas: exceso de trabajo, falta
de tiempo, dolor de cabeza, fatiga. Nadie las cree, y mucho menos ella,
porque sabe que el verdadero motivo de su hosquedad es el miedo. Si lo
confesara ante su familia, de seguro su madre o alguno de sus hermanos
le preguntaría:
¿Miedo de qué?
El solo hecho de pensar en su respuesta le causa dolor, la
avergüenza y la hace comprender que, como la mancha de salitre en su
sala, el miedo ha ido invadiéndolo todo, quitándole horas a sus días,
reduciendo su mundo, limitando sus acciones al punto de impedirle cosas
que antes eran tan naturales y cotidianas, como ir a las compras,
entrar a un cine, recorrer un centro comercial, meterse en un restorán,
sentarse en un parque, subirse a un transporte público, sostener
conversaciones con desconocidos, retirar dinero del banco, colgarse la
cadenita con la Virgen de Guadalupe que le regalaron sus padres al
cumplir l8 años y, a últimas fechas, hasta vestirse de acuerdo con sus
posibilidades y gustos.
Hace algunas semanas escuchó en un programa radiofónico que para
mantenerse a salvo de los delincuentes lo mejor es usar ropa sencilla,
de aspecto humilde y sin adornos que puedan atraer a los asaltantes.
Guiada por el consejo, Matilde sustituyó sus trajes bonitos por los
pantalones, suéteres y camisas más viejas que encontró en el clóset. Su
desaliño es motivo de burlas entre sus compañeros de oficina y otra
causa de inquietud para su familia. Matilde lo sabe, no le importa y no
piensa dar explicaciones.
Algunas noches, cuando vuelve de su trabajo, corre a su habitación,
se quita las ropas de aspecto humilde, elige alguno de sus vestidos
predilectos, las zapatillas que tanto le gustaban a Raziel y se los
pone. Satisfecha de su aspecto se pasea por su cuarto: allí no siente
miedo y no hay manchas de salitre, todavía.
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