“A mi sólo deseo”, la misteriosa frase inscrita en la parte superior del tapiz principal de la serie La Dame à la Licorne.
El sábado soñé con la Dama del unicornio. Soñé que emprendía un viaje
muy largo, fascinante y complejo, y que la frase escrita en la
tapicería principal de la sala de los unicornios en el museo de Cluny en
París, me guiaba, como cuando una/o escucha una voz, un murmullo
interior. Desde la primera vez que la leí -hace tantísimos años- me
hipnotizó esa frase. ¿Qué pueden significar esas palabras escritas en
una tapicería de fines del siglo XV? ¿Qué pueden significar cuando este
tapiz forma parte de una serie en la que cada una de las piezas –menos
esta- se refiere a uno de los cinco sentidos? ¿Qué pueden significar en
ese ambiente de un erotismo pudoroso y refinado que se insinúa entre los
preciosos detalles de animales, flores y una mujer bella y ligeramente
ajena?
Mi viaje de la realidad tuvo lugar en el Metrobús. Ahora que ya sé
utilizar internet en el celular, pude mirar una y otra vez las imágenes
que quiero compartirles. Pensé en el “deseo” como motor de vida. En el
erotismo como una fuerza vital mucho más vasta que el acto sexual. El
erotismo como esa intensidad que nos llama a crear, a andar con los ojos
abiertos y la piel sensible a las bellezas del mundo. Que no son
escasas, por suerte. Entre todas las injusticias, las desgracias, las
batallas por dar todos los días, nuestra fuerza viene –también- de abrir
mucho los ojos y recibir agradecidos lo que podríamos llamar: la
dulzura de vivir. A veces son segundos, horas, días, meses: la suavidad
de vivir está allí, como un regalo. A veces se vuelve rara, escasa. Va y
viene. Se presenta y se ausenta. Regresa, siempre regresa.
Es inmensa y minúscula la dulzura de vivir: cuando salgo la casa
huele a pan, mi hijo Sebastián hace su tarea. Camino hasta La bombilla y
encuentro un lugar en el Metrobús. Suertuda. Miro las imágenes de los
tapices, la muchacha en el asiento de al lado con sus cabellos blancos y
sus cuatro aretitos en la oreja, me pregunta qué es eso que se ve
bonito. Me recuerda a mi hijo Jerónimo, alguna vez se pintó los cabellos
de canas y seguro en el metro o el Metrobús interpelaría a la vecina
que mira imágenes que lo llaman. “Es la Dama del unicornio”. “¿Quién la
pintó?”. “Es una tapicería, no sabemos”.
La muchacha estudia en una escuela de arte y me dice que ella sabe
cómo atrapar a un unicornio: “es necesario lograr que se recueste en el
regazo de una mujer virgen, así lo atrapan”. Eso dicen, aunque yo no lo
creo. No conocemos la historia de la mujer que cohabita tan amistosa con
el unicornio en las tapicerías, pero es un hecho: ya lo atrapó. En los
tapices, el unicornio –uno de los animales favoritos en los bestiarios
de la edad media- posa en toda naturalidad junto a animales que existen
en la realidad real: un chango, un halcón, un león. ¿Acaso no es así la
vida? Ese entrecruzamiento constante entre la imaginación y la
realidad. Entre lo tangible y lo intangible. Entre los sueños dormidos y
la vigilia.
En la edad media se afirmaba que en algunos países del oriente más
lejano sucedía: los elefantes y los unicornios se bañaban a poquísimos
metros de distancia. Sólo que había una diferencia inmensa entre ellos:
los elefantes podían ser atrapados. Los unicornios no. “De allí que
nunca hayamos visto un unicornio en el circo Atayde”, le digo a la
muchacha que se llama Ítala. Ella me cuenta que leyó una cita: hasta
Marco Polo en su “Libro de las maravillas” mencionó la existencia de los
unicornios. Qué curiosas casualidades: una va mirando las tapicerías de
Cluny en el transporte público y se encuentra –justo al lado- a una
encantadora unicornióloga.
El tapiz que representa el sentido del oído. Cluny
El Cluny es uno de los más bellos museos de París (siglo XIII).
Pequeñito y delicioso, el Museo Nacional de la Edad Media en el barrio
latino. Las tapicerías ocupan una sala. Fueron recuperadas en 1841
cuando las descubrió el escritor e historiador Prosper Merimée en una
visita al castillo de Boussac (Limousin). Los cartones que las
originaron fueron fabricados en París a fines del siglo XV, mientras que
el tejido se realizó en Flandes, la ciudad habitada –entonces- por los
más grandes artistas tejedores de Europa. El rojo casi vino de la
tapicería sigue intacto. Allí mismo se pueden visitar los baños
galo/romanos, pero no es el punto.
Me concentro en la sala de la Dama del unicornio. Comienzo por el
tapiz que está fuera de la serie de los cinco sentidos. Una mujer
entrega sus joyas a otra mujer para ser guardadas en un cofre. Detrás,
una especie de tienda de campaña que suponemos abierta para ella. ¿Hay
alguien adentro que la espera? A cada quien de imaginar. Yo creo que sí.
Creo que adentro la espera esa persona que es su objeto de deseo.
Pienso en un hombre tendido sobre almohadones, colocados a su vez,
sobre tapices de bordados exquisitos. Pero quizá ese objeto suyo de
deseo es una mujer. A cada quien imaginar. Ítala está segura de que es
una mujer quien la espera, y además, que todo sucede en una especie de
paraíso escondido en una isla. “Yo también adoro las islas”, le digo. Y
pienso en la escritora Julieta Campos y sus historias de islas. Pero
estamos en Cluny.
Bueno, estamos en el Metrobús, y ya hasta una persona se precipitó
por el pasillo y le apachurró un pie a Ítala. “No cree en los
unicornios”, me dice, “los que no creen en los unicornios te aplastan un
pie y ni se disculpan”. Me suena científico. Se me ocurre escribirle
una carta a Patricia Mercado: Estimada señora, me permito recomendarle
soltar unicornios en el metro y en toda forma de transporte público en
las horas pico, lo que mejoraría de manera notable la convivencia entre
los usuarios. Atentamente. Millones de firmas.
En la descripción que hace el Museo de Cluny de esta tapicería (la
más misteriosa –insisto- de la serie) nos explica: “Mujer
desprendiéndose de sus bienes materiales”. Me imagino que tremendos
expertos en los códigos de la época habrán estudiado el tapiz antes de
llegar a la conclusión que nos ofrecen. Pero, cada una/o ve lo que ve y
entiende lo que entiende. Ante el objeto, hay tantas interpretaciones
posibles como personas se acerquen. Y miren. No pude y no puedo sino
apreciar la escena desde una interpretación distinta: ¿Se está
desprendiendo de sus “bienes materiales” de manera permanente, como si
los donara? ¿O se desprende temporalmente de sus bienes materiales
–primero sus alhajas y luego sus vestidos- para internarse ella desnuda,
con la piel acariciada apenas por una brisita suave que mece a las
flores de lis? ¿Entregar sus alhajas es el preámbulo a otra entrega más
intensa y absoluta? ¿Entregar sus alhajas podría ser una manera de
caminar frágil, decidida y expuesta hacia la realización de sus deseos?
Los otros tapices son alegorías de los cinco sentidos: La mujer
alimenta a un pájaro para el sentido del gusto. Toca el órgano para el
sentido del oído. Coloca un espejo frente al unicornio para el sentido
de la vista. Confecciona una corona de flores para el sentido del
olfato. Acaricia con sus manos el estandarte y el cuerno del unicornio
para el sentido del tacto. Se desliza en la sensualidad, pues, aún con
su collar en el cuello. Escucha, huele, toca, mira, saborea. Después
entrega sus joyas. Sólo después. No puedo jurar que ese fuera el orden
original de los tapices. Ese es el orden que en esta historia me
imagino. El que les propongo cuando los miren.
El sentido de la vista. Cluny
Regreso a la frase: “A mi sólo deseo”. Escuché hace tiempo una
interpretación que la nombraba como una frase de tremendo egoísmo. No lo
creo. “A mi sólo deseo”, podría significar la libertad de elegir en
plena congruencia con una misma. La libertad de vivir, trabajar y amar
según los propios deseos dejando de lado los condicionamientos
familiares y culturales que traemos escritos. Significaría la capacidad
de ir descubriendo: “¿Cuáles son las lluvias que me mojan?”, como
escribió Sandra Lorenzano. “A mi sólo deseo”, no significa que ignoro
los deseos de los demás, sino que soy capaz de escucharlos y
relacionarme con ellos a partir de la conciencia de lo que yo deseo.
Y me recuerda las palabras del psicoanalista Jacques Lacan: “Propongo
que la única cosa de la que uno podría ser culpable, al menos desde la
perspectiva analítica, es de haber cedido su deseo”. Vuelvo
acá a “deseo” en su sentido más amplio. Esa fuerza vastísima que nos
lleva a elegir, a actuar, a estar vivos y que –quizá- de una manera
simbólica se expresa en los tapices de la Dama del unicornio a través
del homenaje a los sentidos. A la sensualidad. El deseo sexual como
metáfora de toda forma de deseo. No traicionarnos al traicionar nuestros
deseos.
La dulzura de vivir en esas escenas sofisticadas y antiguas. Ítala a
las alturas de la Roma se despide. Tiene en su balcón por lo menos un
unicornio por alimentar. Ella me lo dijo. La miro caminar con sus
botines blancos, rosas y negros de florecitas. Lindísimos. Me dijo donde
encontrar botines así: en el tianguis del mercado Pino Suárez. Pienso
en mi hijo Jerónimo alimentando unicornios en una plaza muy lejos. Hasta
por allá, siguiendo sus deseos.
No sé bien dónde bajarme pero tengo que llegar al Yoga Espacio
Alameda. ¿No es extravagante esa aparente confrontación entre la
omnipresencia del deseo en el psicoanálisis y el trabajo de desprenderse
del deseo en el budismo? Estoy convencida de que ambas experiencias se
complementan, aunque no sabría explicar cómo. También creo que en algún
lugar me tengo que bajar de esta nave que me lleva a toda velocidad.
¿Andaré extraviada? Me pierdo, pero pregunto muchísimo. Entre “bájese
aquí” y “Huy, pues ni idea”, y “bájese por allá”, una siempre termina
por llegar a donde va. Y hasta puntual. Mis unicornios de hoy pastan en
una clase de yoga en el centro. Nuestros unicornios. ¿Por qué nunca los
vimos en el circo Atayde? Les digo: pese a todas las leyendas que
describen cómo cercarlos, son imposibles de atrapar.
Es esa parte nuestra de libertad y de rebeldía. Esa parte erotizada y
lúdica que nos jala hacia la vida. A la introspección. A la búsqueda de
nuestras pequeñas y cotidianas verdades. A la lealtad hacia todo lo que
hay en una misma que no es bueno, ni deseable, ni recomendable
traicionar. Esa parte que murmura: “A mi sólo deseo”.
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