CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuentan que Arquitas de Tarento fue
gravemente ofendido por un criado de la ciudad que gobernaba, hace unos
dos mil trescientos años. Tratando de aplicarle una sanción, llegó a una
conclusión asombrosa:
–Te impondría un grave castigo si no estuviera tan enojado.
Arquitas era un matemático que soñaba con la duplicación del cubo
–problema irresoluble que el oráculo en Delfos les había impuesto para
liberar a las ciudades de la peste–, en una máquina de vapor para volar y
con estrategias militares. Como gobernante, y pensando en lo justo,
dividió la cólera en dos: la legítima indignación y los deseos de
venganza. La indignación, como derecho a la ira, es indispensable para
cambiar una situación injusta u ofensiva. La venganza es su
satisfacción. Pero el gobernante –nos dice Platón contando la historia
de Arquitas– no puede hacer prevalecer su interés personal sobre el de
la ciudad. Por eso se calma y piensa en las opciones que tiene
–suponemos: la ejecución, el destierro, los azotes hasta la disculpa
pública. No omite la sanción, sino que la retrasa para no disfrazar la
simple venganza como si se tratara de justicia. Por supuesto, esta
historia del matemático sirve para explicar que la obligación del
gobernante es traicionar su motivación privada en bien de los objetivos
de la ciudad y sus habitantes.
Cuando se habla de perdón y olvido, solemos volver a la distinción
del alcalde griego. Si se calma hasta el punto de no ejercer una
sanción, habrá cometido él mismo una falta por omisión. El perdón es
bajar la intensidad de la ofensa recibida y omitir la pena. Por su lado,
el olvido es dejar que ofensa y pena se pierdan en las brumas de la
desmemoria. Cuando se invocan –como en el caso de las leyes de
“obediencia debida” y “punto final” en la Argentina de Menem– se dice
que están en el interés de la paz y la estabilidad. Pero no es así.
Hace un año y medio, el cronista Javier Cercas vino a la ciudad a
presentar su libro El impostor. Se trata de la historia de un mecánico
franquista que, durante la transición española, se hizo pasar por
republicano, víctima de los nazis, y acabó hablando a nombre de los
refugiados en la ONU. En la sobremesa con Cercas lo interrogué sobre qué
pregunta –todo libro es una– había detrás de su crónica. Me respondió
sin parpadear:
–La transición en mi país está construida sobre una mentira –se calzó los lentes–. La amnesia no es reconciliación.
Se refería, por supuesto, a una España en la que casi cualquier
familia tenía a un franquista y a un republicano comiendo los domingos. A
diferencia de Argentina, Chile, Guatemala y Perú, España –similar a
México– quiso emprender un “punto final”, un “borrón y cuenta nueva” con
la injusticia esencial: una parte de sus ciudadanos pagaron con la
cárcel, el exilio, la desaparición y la muerte por sus ideas y acciones;
pero la otra –los poderosos– murieron en sus camas. Lo cito, con su
permiso, en extenso:
“El silencio llegó en los años ochenta, cuando a la derecha que
provenía del franquismo y estaba en la oposición seguía sin interesarle
hablar del pasado, porque haciéndolo, tenía mucho que perder. La
izquierda socialista en el poder no lo hizo porque no tenía nada que
ganar. En cuanto a los demás, estábamos demasiado pendientes en
disfrutar de nuestra limpia modernidad, flamante, de europeos ricos y
civilizados, como para ocuparnos de nuestra sucia historia inmediata de
españoles harapientos y fratricidas. Sólo que ya sabemos que el pasado,
aunque lo parezca, no pasa nunca. No puede pasar porque ni siquiera es
ya pasado.”
El pasado es una narrativa, no el tiempo igual que se nos olvida que
ha sucedido sólo en el segundero del reloj. Con su “alternancia” con
Fox, México no pudo organizar un juicio al pasado del Partido y sus
guerras sucias contra los opositores –guerrilleros, estudiantes,
maestros, médicos, ferrocarrileros, sindicalistas– que pagaron y siguen
pagando la amnesia pactada. Seis años después, una reedición de esa
misma impunidad comenzó de nuevo con Calderón –incluyendo la muerte de
niños– y, ahora, con las masacres de Ayotzinapa, Nochixtlán, y las
demás. En México, los poderosos nunca pagan. Lo mismo va para los
corruptos, es decir, los que obtienen ganancias a expensas de lo
público. Hay víctimas del enriquecimiento de las camarillas de los
cazadores gubernamentales de rentas rápidas: ¿cuántos hospitales,
escuelas, universidades, tuberías, cableados se dejan de recibir para
que alguien obtenga una casa millonaria en la que se usó lo público para
un beneficio privado? ¿No somos víctimas de la corrupción todos los que
no usamos las posiciones de gobierno a favor de nuestra cuenta
bancaria? ¿Castigarlos para que les sea adverso a los que planean usar
sus decisiones de autoridad en beneficio propio no es minar la
posibilidad de la impunidad?
Supongo que equiparar la represión y matanzas sin castigo de 1968 a
la fecha con los actos de corrupción de los que se acompañó podría
resultar poco balanceado. Pero los robos en el sindicato petrolero y los
rescates bancarios, por ejemplo, han privado a millones de poder contar
con un mínimo que les permita incluso pensar en la forma de su propia
felicidad. Que existan familias que pueden comer sólo tres veces a la
semana al lado de un avión comprado con dinero público para disfrute
privado, ¿no es un crimen que debe llamar a la indignación, pero sobre
todo, al castigo?
Lo que queda claro es que, sin una narrativa sobre nuestro pasado vil
y cruel, no puede construirse una nueva república. España lo intentó
evadiéndose en Europa de sus guerras, venganzas y, también, de su propia
amnesia: lo que pasó, ha pasado. Pero las naciones necesitan un sentido
de justicia, de entenderse a partir de mirar su rostro más ruin. Para
no repetirlo, para poder desviar la mirada pero con la imagen fija en la
memoria de su propia monstruosidad. Perdonar no es eximir. Perdonar es
decidir omitir la pena, pero al culpable no se le libera de la carga de
su responsabilidad y, claro, del peso de la culpa. Perdonar es un
ejercicio personal, no puede ser colectivo. Lo es, en cambio, la
justicia porque parte de un acuerdo social básico. Como cuando nos
contamos nuestra historia común.
Uno de los infiernos de Dante está dedicado a los políticos corruptos
y a los jueces que venden sus fallos, pero también hay uno para los
coléricos. A los iracundos, Dante los pone de vecinos de los indolentes.
Castigar en exceso y no hacer nada son la misma cosa: la nebulosa del
enojo y la tristeza de la resignación son parientes cercanos. Por eso la
pausa del matemático de Tarento: como su decisión tiene que ser en el
mejor interés de la ciudad, no puede tomarse en medio de una reacción
personal. Platón no nos cuenta qué ocurrió con el criado, sólo nos da el
ritmo de la decisión del gobernante. Pero no olvida señalarnos que se
trata de un criado. Y es que, en efecto, la justicia es más noble cuando
castiga a los poderosos y perdona a los indefensos.
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