CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Después de las Convenciones de los
partidos Demócrata y Republicano en Estados Unidos la batalla electoral
en aquel país entra a nuevas coordenadas. Normalmente, se trata de un
periodo muy volátil en que puede haber sorpresas todos los días. Sin
embargo, en esta ocasión hay una tendencia que parece definitiva: la
caída en las encuestas de Donald Trump. En parte por sus expresiones
verbales desagradables e incontenibles, agresiones sin sustento,
incongruencias y mentiras; en parte por los escándalos asociados a los
arreglos económicos de sus personeros más cercanos con sectores
pro-rusos en Ucrania, así como declaraciones desafortunadas sobre
asuntos muy sensibles, como el uso de armas nucleares. El peligro que
todo ello representa para la seguridad de los Estados Unidos ha alejado
del candidato a personalidades distinguidas del Partido Republicano,
como McCain. Los medios de comunicación escrita más reconocidos, como el
Washington Post o el New York Times, están en su contra.
En contrapartida, en el terreno demócrata Hillary Clinton avanza con
firmeza; las encuestas la colocan más de 8 puntos por delante de su
adversario. Aunque hay dudas sobre la simpatía real que levanta (según
la opinión de muchos es poca), la opción de Trump es suficiente para
ampliar la votación a su favor. Cuenta con el apoyo de minorías
importantes, como la afroamericana y los hispanos y, en contraste con lo
que ocurre con las filas republicanas, su partido está unido en torno a
ella.
Ahora bien, independientemente de los resultados del 8 de noviembre,
el proceso electoral en los Estados Unidos está dejando lecciones sobre
cambios en las circunstancias sociales, económicas y políticas en ese
país que no se deben perder de vista. Dentro de esos cambios se
encuentran algunos que afectan directamente a México.
El primero es el grado de perturbación que provoca dentro de diversos
sectores de la sociedad estadunidense la presencia de inmigrantes
mexicanos, los cuales están cambiando la demografía del país, dejando
como minoría a los grupos dominantes tradicionales: blancos,
anglosajones y protestantes. Trump ha encabezado los ataques en su
contra mediante una retórica llena de agresividad, calumnias y amenazas.
Reaccionar ante semejante hostilidad ha sido imprescindible para el
gobierno mexicano; sin embargo, la confusión al hacerlo es grande, las
medidas adoptadas muy polémicas y titubeantes, las contradicciones muy
evidentes.
Empecemos por la necesidad de diferenciar a la población de origen
mexicano que habita en los Estados Unidos. De una parte, hay casi 30
millones de mexicanos que se encuentran en situación legal, tienen
permisos de trabajo y la posibilidad de adquirir la ciudadanía: son
mexicano-americanos. La agresividad de Trump ha tenido el efecto de
cohesionarlos sentando las bases para su organización y movilización
política. En esas circunstancias, el gobierno mexicano ha promovido la
idea de alentar su organización para que se conviertan en grupo de
presión política capaz de adquirir la importancia que tienen otros
grupos, como los judíos, conocidos por lo exitoso de su cabildeo en el
Congreso.
Semejante propósito es una tarea de largo plazo que requiere muy buen
conocimiento de las formas de operar del Congreso, de buenos abogados,
de medios financieros y un fuerte sentimiento de identidad en torno a
causas comunes. Los mexicano-americanos no tienen esas características.
Han demostrado tener capacidad de organización y espíritu combativo para
lograr objetivos locales; allí está Cesar Chávez para probarlo. Pero ni
se trata de movimientos que organice el embajador mexicano, ni se busca
cabildear en el Congreso. Favorecer su participación política es sin
duda positivo. Pero el objetivo real no puede ir mucho más allá de
adquirir la ciudadanía y ejercer el voto en contra de Trump.
Otro problema, de orden muy distinto, es el de los 6 millones de
trabajadores indocumentados. Para ellos el riesgo y la vulnerabilidad
son muy grandes. La propuesta de Trump de construir un muro es
simplemente descabellada; además es poco probable que llegue a la
presidencia. Lo inquietante son los cientos de miles de seguidores que
mantendrán su hostilidad y el hecho de que la herencia demócrata en
materia de migración no es positiva. Dos millones de deportaciones
durante la administración de Obama es una cifra muy alta. Retomar el
proyecto de reforma migratoria integral que intentó sin éxito sólo sería
posible si los demócratas recuperan el control del Senado y la Cámara
de Representantes. Lo primero es posible; lo segundo, muy improbable.
El segundo gran tema de preocupación que han colocado sobre la mesa
las elecciones en Estados Unidos es la nueva manera de aproximarse a la
libertad de comercio. El TLCAN ha sido, junto al TPP, motivo de grandes
reclamos por el daño, según las percepciones que se han impuesto, que
provoca en materia de desempleo y/o mantenimiento de salarios bajos. Son
muchos los argumentos que pueden adelantarse en contra de semejantes
visiones. Sin embargo, es un tema en que coincidían Bernie Sanders y
Trump y al que Hillary se ha unido declarando su oposición al TPP. Sería
un error creer que todo cambiará si llega a la presidencia.
Lo cierto es que en el mundo de las nuevas tecnologías el libre
comercio ha perdido atractivo. Son otras las metas que se deben fijar
para asegurar la vitalidad de la economía estadunidense en la era de la
cuarta revolución industrial. El entusiasmo de los dirigentes mexicanos
con el libre comercio y la globalización tendrá que moderarse y
readaptarse.
Ante las dificultades que se avecinan, el descuido de la relación con
Estados Unidos por parte de las élites políticas mexicanas tiene graves
consecuencias. No existe en los círculos gubernamentales ni la masa
crítica, ni la organización interna, ni la costumbre de pensar en la
agenda para dialogar con quien ocupe la Casa Blanca. Lo que está
ocurriendo presenta retos serios para los líderes mexicanos poco
acostumbrados a visualizarse en un mundo en transición.
Queda para la sociedad civil, los académicos, los grupos de
pensamiento el debatir sobre las líneas a seguir en la relación con
nuestro socio más importante, así como asimilar los efectos que los
cambios que están ocurriendo tienen sobre los proyectos internos de
desarrollo. Lo siguiente sería cohesionar los resultados de ese debate
para convertirlo en exigencia sólidamente fundada a las élites
políticas. ¿Es posible?
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