Navegaciones
Pedro Miguel
La Jornada
Ahora toca hacer frente
a tiempos oscuros que tal vez remitan a la llegada de George W. Bush a
la Casa Blanca y el giro mundial hacia la destrucción bélica, el
aplastamiento de libertades individuales, la paranoia policial
generalizada y la cínica utilización del poder militar imperial para la
consecución de los negocios del clan presidencial.
Pero, a diferencia de Bush, el empresario neoyorquino encarna las
corrientes aislacionistas estadunidenses que depositan en la
globalización el origen de todos los males y que, por ello, miran con
recelo a la OTAN y los acuerdos de libre comercio, y sueñan con
desvincular a la todavía superpotencia de sus más sólidos aliados y
socios. Ya Trump tendrá tiempo de responderse cómo emprender grandes
aventuras militares (la amenaza sobre Irán es explícita) sin contar con
coaliciones multinacionales que se definen, en última instancia, por la
comunión de propósitos económicos. La promesa de Trump de reconstruir el
esplendor estadunidense –que obliga, junto con sus arengas racistas, a
recordar los demagógicos propósitos de restauración imperial de
Mussolini y de Hitler– es imposible de cumplir, porque si Estados Unidos
ha sido capaz de sobrevivir a su propia decadencia ello se debe a su
capacidad de descentralizar su propio poder y de construir un
sofisticado aparato de colaboración política, económica, tecnológica y
militar con potencias antiguas y emergentes y de poner esa red al
servicio de los capitales transnacionales en general, no exclusivamente
de los estadunidenses. La complejidad de esa construcción –indispensable
para Washington– es incompatible con la manifiesta brutalidad del
magnate, quien propugna el predominio mundial del empresariado de su
país.
En lo que respecta a México y a los mexicanos, Trump representa una
amenaza real. El ahora presidente electo ha alimentado el odio racista
en contra de los connacionales que viven y trabajan en Estados Unidos,
ha amagado con deportarlos en forma masiva; ha sido claro en su amenaza
de imponer a nuestro país, manu militari, el pago por la
construcción de un muro divisorio. Además, se ha manifestado a favor de
la revisión radical –si no es que de la derogación– del Tratado de Libre
Comercio y de
llevar de vueltaa su país a las empresas estadunidenses hoy en día instaladas en el nuestro. El acento electorero y demagógico de semejantes propósitos no logra ocultar su carácter de expresiones del genuino pensamiento del individuo que en un par de meses estará despachando en la oficina oval de la Casa Blanca.
Pero, sin llegar a minimizar el antimexicanismo de Trump como un mero
conjunto de fanfarronadas, lo cierto es que sus acciones agresivas son
difícilmente realizables. Puede esperarse un incremento cuantitativo de
las deportaciones, pero la expulsión generalizada de indocumentados
exigiría un aparato administrativo y policial del que Washington carece y
que costaría un dineral a los contribuyentes. Lo más peligroso de la
retórica racista del magnate no es lo que éste pueda hacer desde el
gobierno, sino que alimenta a los grupos supremacistas y
antiinmigrantes, los cuales pueden verse alentados a emprender
agresiones y hasta cacerías en contra de nuestros connacionales y de
otros grupos de migrantes, particularmente los de credo islámico.
En el fondo, la idea de prescindir de la mano de obra indocumentada
parte de la ignorancia de que ésta es un componente fundamental de la
competitividad que le queda a la economía estadunidense frente a Europa y
Asia. En este sentido, la política migratoria de la superpotencia es un
mecanismo hipócrita para regular el astronómico subsidio que recibe de
los países de origen de la migración en forma de un trabajo que se paga
muy por debajo de su precio explotando la indefensión legal de los
sin papeles.
Del famoso muro: ya fue erigido en todos los tramos de
frontera en los que la construcción era viable (cerca de un tercio de la
línea de demarcación). Cercar miles de kilómetros de desiertos es una
estupidez irrealizable en términos económicos y hasta topográficos, a la
que seguramente se opondrá la mayor parte de la clase política del país
vecino, y la pretensión de obtener los fondos necesarios de las remesas
de los mexicanos implica una operación administrativa y financiera tan
complicada que el propio Obama la sintetizó con una expresión irónica:
suerte con eso. En cuanto a la idea de imponer un gravamen de 35 por ciento a las importaciones desde México, se trataría, a fin de cuentas, de un impuesto interno, habida cuenta del grado de integración de los procesos productivos de numerosas transnacionales de origen estadunidense que operan en nuestro país.
Proyectado a México, el ideario aislacionista y chovinista electo
conllevaría una grave afectación a los intereses de Estados Unidos, en
primer lugar, y es razonable suponer, en consecuencia, que será frenado
por los poderes fácticos empresariales de su país. Trump puede imprimir
un freno al proceso de integración y hasta una reducción cuantitativa de
los intercambios, pero no es probable que los consejos de
administración y los legisladores le permitan una suerte de Usexit del TLC o algo parecido.
Del lado mexicano la economía ya empezó a sufrir el efecto Trump y es
probable que experimente una nueva y prolongada desaceleración para
agravar un desempeño propio de suyo deplorable. Pero la súbita tendencia
antiglobalizadora que está por llegar a Washington puede ser, en
cambio, una oportunidad inesperada para reducir la dependencia económica
y política con respecto al país vecino.
En lo inmediato, la victoria del magnate reduce en forma
significativa el margen del infame Acuerdo Transpacífico, firmado por el
régimen de Peña Nieto pero aún pendiente de ratificación. Asimismo, el
problemón institucional que empieza a gestarse en Washington a raíz de
la transición Obama-Trump obligará al poder imperial a centrarse en sus
propios problemas y a descuidar su inveterado injerencismo hacia México.
La circunstancia sería ideal si tuviéramos de presidente a un
estadista como Lázaro Cárdenas, pero el que está en Los Pinos hoy se
llama Enrique Peña. Es trágico que nuestro país carezca en el momento
presente de un gobierno nacional propiamente dicho, capaz de aprovechar
la coyuntura para recuperar algo o mucho de la soberanía perdida y salir
en defensa de esa porción de país a la que podría llamarse México del
Norte: decenas de millones de connacionales dispersos en la geografía
estadunidense y que más que nunca están en peligro. Pero lo que hay es
una suerte de gerencia proconsular sin más proyecto que enriquecerse con
dinero público, dar satisfacción a rajatabla a los intereses
transnacionales y perpetuarse en el poder por los medios que sea. Lo
peligroso para México es que la primera mitad del mandato de Trump
coincidirá con el último tercio de un sexenio carente de más política
exterior que el alineamiento servil y automático a los designios de
Washington.
Aún así, el grado de distanciamiento que Trump logre imponer –y que
tendrá efectos económicos perniciosos, sin duda– puede y debe ser
aprovechado desde los movimientos sociales y desde la oposición política
para ganar soberanía.
Twitter: @navegaciones
No hay comentarios.:
Publicar un comentario