Antonio Malacara
Pocas horas después de
que se oficializara la derrota demócrata, y con los ecos festivos del Ku
Klux Klan retumbando en el planeta, Rogelio Zúñiga y yo salíamos del
aeropuerto y recorríamos la primera valla construida entre Tijuana y San
Diego, plagada de cruces luctuosas y serpenteando hasta hundirse en el
mar. Atrás, una barrera más alta, mucho más sólida y coronada con
alambre de púas, insistía en silencio.
Al iniciar la noche, nos estacionamos a media cuadra de la avenida
Revolución y nos metimos al club Franz Praga para presentar el Atlas del jazz en México en
la clausura de las Jornadas Vizcaínas 2016. Jaime Cháidez, periodista
cultural, escritor, maestro y organizador de estos encuentros, dio la
bienvenida a una buena parte de la comunidad literaria y musical de
Tijuana y habló con autoridad y fluidez sobre música en general, sobre
jazz en particular y sobre periodismo.
Entre Cháidez, René Peralta (profesor de la Universidad Woodbury en
San Diego), Lupillo Barajas (decano del rock y el jazz en Tijuana) y
varios de los asistentes surgían los temas de la cultura del riesgo, la
resistencia, los sacos de cemento que íbamos a donar para la
construcción del nuevo muro, el jazz y los jazzistas tijuanenses. La
plática se extendió con buen ánimo hasta poco después de que Lupillo
Barajas y Neto Lizárraga se despidieran para irse a tocar al Praga.
El Franz Praga es primo hermano del célebre café Praga (éste sí en
plena avenida Revolución); ambos lugares son propiedad de Julián
Plascencia, empresario, promotor cultural, saxofonista de jazz y
responsable director –junto con Cháidez– de que el Atlas llegara a aquellas tierras.
Caminamos entonces unos cuantos pasos y llegamos al Praga, donde el cuarteto de Lupillo Barajas había iniciado ya un primer set.
Era algo en verdad impresionante. Todavía no entrábamos al lugar y la
contundencia y la plenitud y la emotividad de la música que brotaba
desde adentro ya nos envolvía.
El sax alto de Neto Lizárraga estaba al frente; el bajo de
Alberto Elizondo y la batería de Raúl Félix eran una sólida mancuerna
que sostenía y construía, una tras otra, las plataformas que se iban
requiriendo, aunque Elizondo, sin abandonar un solo instante su labor de
apoyo, proponía, trazaba todo el tiempo un discurso propio y discreto,
de gran elegancia.
Lupillo Barajas estaba sentado, la guitarra en las piernas, inclinado
sobre las cuerdas y balanceándose de manera casi imperceptible. Y ya
fuera acompañando al sax, ya fuera dialogando con bajo y batería, ya
fuera en sus solos, el maestro recorría una y otra vez el diapasón
entero, diseñando armonías y delineando melodías con un virtuosismo
despreocupado e informal. Mi subconsciente y yo, boquiabiertos, sólo nos
dejamos llevar.
Por momentos, la guitarra conseguía (seguramente sin proponérselo) un
sonido netamente orquestal que se esparcía por todos lados, pero
–también de manera asombrosa– nunca saturaba ni las atmósferas ni los
sentidos. Lupillo no abusaba de su técnica instrumental, utilizaba las
notas justas, sólo las necesarias, pero hasta en los standards más
recurrentes, como Misty, empleaba una propuesta armónica tan original
como atractiva.
Y así, ya fueran circulando los temas clásicos de Wes Montgomery, de
Charlie Parker, o las propuestas más contemporáneas de Lee Ritenour,
este ensamble de jazz mostraba, ratificaba en cada uno de sus compases,
que Tijuana ha sido –apenas siempre– una de las ciudades más importantes
y propositivas para la música en México en más de un sentido.
Al día siguiente, Lupillo Barajas fue objeto de un homenaje
multitudinario por parte de los músicos y las autoridades culturales del
municipio, pero nosotros no pudimos asistir, pues tuvimos que irnos a
la Universidad Xochicalco, en Mexicali, para seguir platicando sobre el
jazz en este país. Salud.
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