Cuando se sube la escalinata de la Columna de la Independencia, el
Ángel, la primera cara con la que uno se topa no es la de Hidalgo,
Morelos o Guerrero, sino con quien dio origen a las aventuras del Zorro,
de la novela de 1919 de Johnston McCulley, y a la película del
siguiente año, con Douglas Fairbanks. Es nuestro primer independentista y
se llamó Guillén de Lamporte. La Santa Inquisición lo procesó durante
17 años, entre 1642 y 1659, acusado de conspirar para construir una
“nación de indígenas y pueblo”, y jamás lo doblegó; murió en la hoguera.
Fue una novela de Vicente Riva Palacio, Memorias de un impostor, la que
dio a Guillén su carácter de seductor, espadachín y poeta, pero en sus
escritos de la cárcel está el germen de lo que llamamos patriotismo.
Sólo por aclarar, el patriotismo es el amor a los tuyos; el nacionalismo
es el odio a los otros, como se le atribuye haber dicho a Charles de
Gaulle.
Pero volvamos a las ideas de Guillén. Había nacido en el puerto de
Wexford, sur de Irlanda, en 1610, el segundo de cuatro hermanos que
usurpaban el apellido noble “Lombardo”. Tanto Fray Juan, su hermano
mayor, como Guillén –William– estudiaron con los franciscanos y jesuitas
en Francia y España y terminaron en México. Hijo de un pescador, es
descrito por el parte de la Inquisición para reaprehenderlo una vez que
escapa de la prisión en 1650, como “de mediana estatura, rubio de barba,
y cabello tirante a castaño, enjuto en carnes, quebrado de color y ojos
muy vivos. Habla como perico”. Guillén es el pícaro o, como lo nombra
Javier Meza en su biografía, El laberinto de la mentira, el adaptado
fraudulento: “Como pobre, aborrecía su condición, pero también a la
sociedad que le impedía ascender, por lo que siempre buscaba el golpe de
suerte que le ayudara a dejar de ser lo que era”. Toda una definición
de los independentistas.
Guillén llega a la Nueva España a bordo de la nave capitana de una
flota que zarpa el 21 de abril de 1640 y que lleva “una de las espinas
de la corona de Cristo, un dedo de la mano de San Andrés y leche de
Nuestra Señora”. También llevaba al nuevo virrey, Diego López Pacheco,
que no durará en el puesto por las conspiraciones en su contra
encabezadas por el obispo Juan Palafox. Guillén llegó a Veracruz
diciendo que era astrólogo y nigromante por lo que rápidamente se
convirtió en lector de horóscopos. Se ofreció también a curar la
impotencia en un ritual que involucraba un gato y un hierro
incandescente que el paciente debía sostener en su mano hasta hacer
aparecer a quien le había causado la deficiencia. Cuando llegó a la
Ciudad de México, Guillén pretendía ser informante del rey de España en
el conflicto con Portugal y daba charlas acerca de la situación política
en China, Italia y Flandes. Pero fue en el Cabildo de la capital en
donde conoció a Ignacio Fernando Pérez, un indígena ciego de Taxco al
que ayudó a redactar sus quejas por los maltratos en las minas de Alonso
de Cerecedo. A cambio, Guillén le pidió medio real de peyote. La droga
bebible ayudaba a pronosticar el futuro personal y de la Nueva España.
El irlandés soñó “que era virrey y que en la plaza pública degollaban a
Diego López Pacheco”. A mediados de agosto de 1642 el indio regresó a
Taxco, a su pueblo en San Martín Acamixtlahuacán, con una propuesta de
Guillén: si le conseguía 300 indios flecheros, él les prometía encabezar
una rebelión para que “todos juntos restaurasen esta tierra y la
liberaran de la tiranía con la que los trataban”. Desaparecerían la
esclavitud, los tributos, los repartimientos, y la tierra volvería a sus
dueños originarios. Cuando el indio Pérez le preguntó cómo haría esa
rebelión, Guillén le confesó que, si extraía una piedra del cerebro de
un cuervo y se la ponía debajo de la lengua, podía ser invisible. Cuando
se lo volvió a preguntar, dijo que sabía la forma de falsificar un
nombramiento real. A la tercera vez, sólo respondió: “Necesitaría un
ejército de indios y negros”. A la siguiente noche la Inquisición lo
arrestó.
En su declaración del jueves 30 de octubre de 1642, Guillén, de 26
años, sostiene que pertenece a una familia de “barones y condesas”,
heredera de su abuelo paterno, Patrick Lombardo El Grande, “que luchó
por la fe católica en la provincia de la Genia”. Que estudió inglés y
griego en Londres con su maestro John Gray y que no soportó las herejías
de los protestantes por lo que huyó a Francia, pero en el camino fue
secuestrado por piratas, a quienes evangelizó. Que llegó a Francia y,
más tarde, a España donde se hizo amigo del rey Felipe IV. Que el
monarca lo envió a la batalla de Nördlingen donde, en 1634, derrotaron a
los suecos y, luego, en el Canal de Inglaterra, a los holandeses. Que
era informante del rey en la Nueva España con el mejor disfraz posible:
el de pobre. Cuando se le preguntó por un manifiesto en el que sostenía
que la corona española no tenía derecho sobre las tierras americanas y
que la Nueva España era una “tiranía opresora” de los indios, Guillén
dijo que era sólo una trampa para descubrir quién estaba en contra de
las instituciones virreinales. Cuando se le preguntó por el uso del
peyote, al que se relacionaba con la “idolatría”, Guillén respondió que
era como una “hierba” irlandesa de nombre “tams” y que se usaba en las
Navidades para “decir disparates”. La Inquisición perseguía el uso del
peyote porque se empleaba para “adivinar futuros contingentes”. Una
forma poética de describir la utopía.
La cárcel de Guillén fue la de un preso político. Él siempre negó las
acusaciones de herejía y, en cambio, reivindicaba la idea de “liberar a
la Nueva España” y se lanzaba contra los inquisidores a los que se
refería como “Nerones que hacen todo por su hacienda y no por Dios”. Por
su parte éstos lo acusaron formalmente por “tratar de establecer un
régimen de gente popular” y usar peyote “para conocer el futuro”, en 71
cargos agrupados en cinco rubros: hechicería, mentiras, traición
política, transgresión del orden carcelario y faltas a la autoridad del
Santo Oficio. Sin duda, “querer despojar al rey de su reino en la Nueva
España” mediante cédulas falsas y “planear abolir la esclavitud” fueron
los más graves, pero todas sus historias en México, desde la cura de la
impotencia hasta que se hacía invisible fueron recogidas por la
Inquisición. Un cargo más: “se ostenta como libertador de judíos”. Ante
las acusaciones, Guillén pasó a la ofensiva. A los 29 testigos que
presentaron en su contra los acusó de “mantener amores escandalosos con
mulatillas”, ser aliados de Portugal o estar influenciados por el
Diablo. Cuando se le recuerda que es, en realidad, hijo de un simple
pescador y no un noble, Guillén pone de ejemplo a Jesús, hijo de un
carpintero: “No tener camisa no es delito contra ninguna fe ni contra la
buena fama”. Cuando se le acusa de hechicero, responde como un erudito
citando a San Cipriano, Santo Tomás, San Isidoro y San Agustín: “Las
estrellas no fuerzan la voluntad de los hombres. La magia de San Agustín
no arrebata la libertad de los hombres, antes los hace practicar lo que
es la divina disposición que antecede toda causa natural”.
Fue hasta el miércoles 10 de febrero de 1649 que la Inquisición
volvió con una acusación sancionada por el Consejo de Indias con otros
tres testigos nuevos. Guillén pidió al Santo Oficio que se excusara de
juzgar su caso porque era “parte interesada” en sentenciarlo. De la
invisibilidad mágica se defendió así: “Dios ha creado lo visible y
también lo que no podemos ver, como el alma y los pensamientos ocultos”.
Y sentenció con astucia: “¿Y no es cierto que no es necesario invocar
al Diablo porque éste se aparece sin haberlo invocado?”. Fue condenado a
cadena perpetua.
Tres meses antes de fugarse, Guillén comenzó a escribir en papel para
tabaco con cáscaras ahumadas contra el virrey y el Santo Oficio. A las
tres de la mañana del 26 de diciembre de 1649, con ayuda de otro preso,
el herrero Pinto, desmontaron los barrotes del ladrillo reblandecido por
las inundaciones, bajaron al jardín del inquisidor –la prisión estaba
abajo– y subieron el muro para saltar a la calle ayudados con unas
cuerdas. Pegó los manifiestos en la puerta de la Catedral Metropolitana,
en Tacuba y otro en Donceles. Tenía una frase demoledora: “La
Inquisición, mediante azotes, tormentos y negar la comida, hace que los
católicos renieguen de su fe y se apropian de sus propiedades y se las
quedan y se las tragan, diciendo que tenían nada o poco”. Y citaba la
República de Platón: “El ministro y oficio que causaran más pérdida que
ganancia a la república se han de extirpar”. Tres días después, por un
delator, Guillén fue recapturado. Lo arrojaron al piso lodoso de una
prisión inundada y el inquisidor Sáenz de Mañozca lo pisó en el cuello
con su bota.
El miércoles 19 de noviembre de 1659, montado en un asno y con un
pregonero gritando sus delitos, Guillén Lampart fue llevado al quemadero
de la Inquisición en la Plaza de San Hipólito. Eran las cinco de la
tarde cuando se gritó: “Que se queme en vivas llamas de fuego hasta que
se convierta en cenizas y de él no quede memoria alguna”. De esa memoria
está hecha el patriotismo. De esa Patria que sueña, resiste. Y, a
veces, es recordada.
Esta columna se publicó el 10 de septiembre en la edición 2132 de la revista Proceso.
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