Raúl Díaz
En una de las habituales
pláticas que teníamos en el periódico, el papá del hoy virtual director
del Fondo de Cultura Económica comentaba que por más que había intentado
dos o tres veces leer el Ensayo sobre la ceguera, de José
Saramago, nunca había logrado terminarlo. No había logrado terminarlo
por la enorme angustia que le producía su lectura, al grado tal que el
algún momento le era imposible seguir hacia adelante.
Creo que esto que le pasaba a Paco Ignacio Taibo I no le era
privativo, sino que esa angustia por él sufrida la padecimos en mayor o
menor grado todos los que leímos ese en verdad estrujante relato de
Saramago. Dada su calidad, nada de extraño tiene que dos reconocidas
personalidades de teatro mexicanas, Conchi León y José Caballero, hayan
decidido pasarlo del libro al teatro y, bajo la dirección del propio
Caballero y Octavio Michel Grau, presentarla en el teatro Orientación.
Es una buena adaptación que en lo fundamental recoge lo narrado en el
original portugués e ilustra bien la sorpresa colectiva, inicialmente
individual, cuando súbitamente se presenta y va extendiéndose una
epidemia de ceguera. La
ceguera blancase le llama, porque todas sus víctimas aseguran que lo último que vieron fue una especie de mancha blanca.
La ceguera repentina e inexplicable es además contagiosa y, desde
luego, incurable, puesto que no hay ningún antecedente ni explicación
científica. De pronto, de día o de noche, en la casa, la fábrica, la
escuela, la oficina, la iglesia o la calle, alguien se queda ciego, pero
como no es uno sino muchos, el caos es inmenso. Esto está plasmado en
escena.
Naturalmente, las autoridades toman medidas al respecto y lo mejor
que se les ocurre es aislar, internándolos en un hospital que de hecho
se convierte en cárcel, a los infectados. La prohibición de salir es
terminante: quien intente hacerlo será ultimado a balazos por las
fuerzas militares que rodean la cárcel-hospital. El ejemplo es dado el
mismo primer día de confinamiento. La comida les será dejada en la
puerta del edificio una vez al día en cajas de cartón que deberán quemar
después de usarlas.
¿Cómo organizar ya no una vida, sino simplemente una estancia más o
menos ordenada o medio coherente en un lugar que nadie conoce, con un
conglomerado de perfectos desconocidos y donde nadie ve? La situación
angustiosa es por supuesto para todos, y si a eso se agrega que algunos
de los custodios también se quedan ciegos y son encerrados en el mismo
lugar y condiciones que los demás, la situación de complicación aumenta
más, más, más y más. Todo esto logra dárnoslo la adaptación teatral que,
acompañada por la reconocida maestría de dirección de Caballero,
produce una propuesta escénica sin duda plausible.
El problema está en la aplicación, la plasmación del texto y la
concepción del montaje. Y es que los encargados de la realización de La negrura son un numeroso grupo de jóvenes estudiantes de CasAzul a los que, definitivamente, les quedó enorme el texto.
No hay en escena un solo actor (ni actriz, claro), pero tampoco
estudiantes avanzados, todos son de un verde que apena. Por supuesto,
nada de malo, sino al contrario, tiene ser joven y estudiante, pero sí
lo tiene la pretensión, por no decir soberbia, de tomar el cielo por
asalto cuando aún no se sabe ni gatear. ¿Responsabilidad, culpa de ellos
o de quienes los lanzaron a esta aventura sin observar que para nada
estaban aún preparados para ella? ¡Qué pena!
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