Está por concluir el
primer paso del ejercicio de gobierno del presidente Andrés Manuel
López Obrador. Este mes se concluirán discusiones importantes, como la
del presupuesto de egresos. Esperamos que se modifique en los recursos
destinados a sociedad civil, género y cultura. A partir de enero habrá
que retomar los retos que están aún más en el fondo del desempeño del
nuevo gobierno. En particular el propósito reiterado de cambio de
régimen político.
De acuerdo con el Diccionario de Ciencia Política, coordinado por el ya desaparecido Norberto Bobbio, por régimen político se entiende
el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales instituciones. En la pasada década del siglo XX, la vida pública del país estuvo signada por el reclamo democrático y la movilización política que suscitó el fraude electoral de 1988. Lo que derivó en la alternancia electoral y propició la modificación de las instituciones que regulan la lucha por el poder, si bien no de manera suficiente, como lo demostraron las elecciones de 2006.
El presidente López Obrador ha insistido en la necesidad de discutir
los valores que animan la vida de las instituciones. Lo cual requiere
derrotar al neoliberalismo en el campo de la ética económica para pasar
del asistencialismo al verdadero desarrollo de las personas. Y en el de
la ética política, que piense al poder del Estado al servicio de la
sociedad y no de las élites gobernantes. Pero falta en la agenda del
cambio de régimen político otro aspecto que se ubica al centro de sus
notas constitutivas. Vale decir la modificación de las instituciones que
regulan el ejercicio del poder. En nuestro país, éste se ha hecho con
las instituciones emanadas de la revolución mexicana reformuladas
durante el periodo del presidente Lázaro Cárdenas. Las que, si se habla
de una nueva transformación, habrá que rediseñar a fondo.
El siglo XIX volvió realidad la aspiración liberal de la división
tripartita del poder: el que hace las leyes, el que las ejecuta y el que
juzga sobre su correcta aplicación. Con la aparición del Estado Social,
el siglo XX reformuló estas relaciones, dándole mayor importancia a la
función del Ejecutivo, puesto cuya tarea principal sería la realización
de las estrategias para garantizar los nuevos derechos de carácter
económico y social. El fortalecimiento del Ejecutivo dio lugar en
América Latina a la aparición del llamado Régimen Presidencialista. En
nuestro país esto se exacerbó con la centralización del poder mediante
el ejercicio de las que el doctor Carpizo llamó facultades
metaconstitucionales, contra las que tuvo que luchar la exigencia
ciudadana de democratización. El avance de los derechos humanos requirió
la aparición de los órganos de Estado autónomos para la organización de
los procesos electorales, para la promoción y defensa de los derechos
humanos, para el ejercicio del derecho de acceso a la información
pública y para la evaluación de las políticas y programas sociales del
gobierno.
Al discutir el necesario cambio de régimen político, habrá que
considerar toda esta herencia con sus saldos positivos y negativos. Si
pensamos éste hacia su mayor democratización, las exigencias son mucho
más claras, a la vez que más complejas. Para iniciar, la transformación
democrática del régimen político no puede venir sólo desde el gobierno,
sino que tiene que ser producto del diálogo e interacción entre gobierno
y sociedad. En esto la sociedad ya lleva un largo trecho recorrido, por
lo que no será mayor problema contar con sólidas propuestas para
dialogarlas con el régimen. Uno de los principales asuntos es la
relación entre los poderes del Estado, pues el presidencialismo volvió
habitual la subordinación del Poder Legislativo al Ejecutivo. Además,
muy pocos cambios se han efectuado.
Entre ellos la facultad de la Cámara de Diputados de aprobar el Plan
Nacional de Desarrollo. Facultad que se ejercerá por primera vez el
próximo año. Es también necesario ampliar las facultades del Legislativo
para evaluar los programas de gobierno, vigilar más estrechamente el
ejercicio del presupuesto, e inquirir y cuestionar el desempeño de los
altos funcionarios. Por supuesto que ampliar las facultades al Congreso
debe hacerse en la perspectiva contemporánea de un Parlamento Abierto.
Es decir, permeable a la participación ciudadana. No faltará quien diga
que esto equivaldría a restarle fuerza a un gobierno que ha sacado uno
de los porcentajes más altos de votación. Habrá que responderle que
precisamente por eso, porque la mayoría de su partido en el Congreso
haría que la adopción paulatina de estas reformas fuera sin sobresaltos
ni
dedicatoria.
El otro aspecto que conviene discutir es el de la autonomía del Poder
Judicial y la vía para la corrección de sus vicios. Ni las propuestas
de designación deben provenir de la Presidencia, ni la impartición de
justicia y la judicatura deben ser las dos caras de las mismas personas.
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