El año que termina, como
muchos en las tres décadas pasadas, fue trágico para los opositores al
extractivismo y defensores del medio ambiente en nuestra nación.
De acuerdo con cifras oficiales, en los primeros cinco años del
sexenio pasado se suscitaron al menos 335 conflictos comunitarios
derivados de la oposición de sus habitantes a los diversos megaproyectos
que las empresas planearon instalar en sus territorios, como si se
tratara de Terra nullis, sin tomar en cuenta los efectos negativos que acarrearan para su vida y muchas veces sin siquiera avisarles.
La doctora María Fernanda Paz, académica de la Universidad Nacional
Autónoma de México, afirma que 75 por ciento de estos conflictos
obedecen a la mercantilización del agua, el viento, los minerales y la
biodiversidad, con fines extractivos, que por los métodos que se usan
para lograrlo terminan contaminando el medio ambiente.
La cifra de conflictos es conservadora, pues sólo registra aquellos
que trascienden la opinión pública; aun así refleja uno de los problemas
centrales de las décadas pasadas, desde que el modelo extractivista de
los recursos naturales se implantó en nuestro país y no terminará hasta
que éste se cancele. Los conflictos socioambientales tienen diversos
efectos entre los opositores, desde las inconformidades por los
contratos leoninos de las empresas para pagar lo menos posible a los
dueños de las tierras donde se encuentran los recursos naturales que se
buscan extraer, pasando por amenazas, privación ilegal de la libertad y
asesinato de los opositores. De acuerdo con el New York Times,
en la década pasada se cometieron 125 crímenes contra defensores del
ambiente en México, de los cuales 82 eran indígenas, es decir, en dos de
cada tres casos.
Dentro de las luchas que los mexicanos sostienen en defensa de los
recursos naturales, que formalmente son propiedad de la nación, hasta
ahora sobresale la que sostienen contra los proyectos mineros. Se ha
dicho, y con razón, que de todas las leyes que regulan los recursos
naturales en nuestro país, la minera es de las más laxas y, por
realizarse a cielo abierto, es de las más contaminantes y de las que
menores recursos económicos aportan a las finanzas públicas. Sólo como
ejemplo: la actividad minera es preferente sobre cualquier otra que
pudiera realizarse en la tierra bajo la cual se encuentra el mineral a
explotar, basta un tipo de concesión para que una compañía pueda
explotar, extraer y poner en el mercado el mineral, la cual es por 50
años prorrogables por otro periodo igual, y por la concesión se paga
apenas entre cinco y 124 pesos por hectárea.
Otra actividad económica que comienza a tener una gran importancia
económica es el acceso a los recursos genéticos, asociados a
conocimientos tradicionales de pueblos indígenas y campesinos. En
octubre de 2014 entró en vigencia el Protocolo de Nagoya, un tratado
internacional cuyo objetivo es permitir la entrada al mercado de este
tipo de bienes que hasta ahora han sido comunes; para facilitar este
propósito, el anterior gobierno solicitó al Programa de Naciones Unidas
para el Desarrollo (PNUD) y el Fondo Mundial para el Medio Ambiente
(GEF) asesoría para implementar dicho protocolo, sobre todo, elaborando
instrumentos –protocolos comunitarios les llaman– para proteger los
derechos de los pueblos indígenas y comunidades locales, mismos que se
han venido realizando al margen de los derechos reconocidos a los
pueblos y más como instrumentos de negociación.
No está claro que las políticas sobre estas dos materias vayan a
cambiar en el gobierno que recién comenzó. La duda proviene, entre otros
aspectos, del hecho que en aéreas que tienen que ver con ellas se ha
colocado a funcionarios proclives a ellas. Un caso es el nombramiento
como subsecretaria de Planeación y Política Ambiental de la Semarnat a
una persona que en el sexenio pasado se distinguió por promover
consultas a modo, de tal manera que los planes de empresas que afectaban
derechos indígenas salieran adelante; otro es el del subsecretario de
Minería, quien no ha tenido empacho en respaldar abiertamente a la
empresa minera Gorrión, filial de la canadiense Almaden Minerals, no
obstante que los habitantes de Ixtacamaxtitlán se oponen a que se
instale en su territorio y tienen demandas de amparo en curso.
Con esas señales que se envían pareciera que, como en la
administración pasada, el gobierno que comienza pretendiera seguir
litigando contra los pueblos y en favor de las empresas, cuando lo
deseable es que se rectifique y se cambie el modelo de explotación de
los recursos naturales del país, al menos que se quiera mantener el
saqueo de ellos y que los conflictos socioambientales continúen y muy
probablemente aumenten si las condiciones que los generan persisten,
hasta convertirse en factor de ingobernabilidad, situación que nadie
desea.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario