Ilán Semo
La Jornada
La gente emigra a México
por muy diversas razones. Hay quienes buscan un lugar lejos de las
calamidades políticas, sociales o económicas que suelen asolar en la
actualidad a sociedades enteras: los europeos en las décadas de los años
20 y 30, los argentinos después de la crisis del Corralito en 2002, los
venezolanos más recientemente, para mencionar algunos ejemplos de una
historia visiblemente diversa y compleja. Durante mucho tiempo, los
refugiados políticos, desde España hasta América Latina y el Caribe,
encontraron aquí casa, comida y un país donde rehacer sus vidas y
destinos. Hay quienes simplemente llegan para hacer fortuna o porque han
dejado de identificarse con los lugares donde crecieron.
Pero existe un tipo de
migrante de paso–que no es propiamente un emigrante– cuyo propósito es simplemente alcanzar la frontera del norte. Los números de esta última condición han crecido de manera considerable desde la década de los años 90. Antes provenían en su mayor parte de Centroamérica; hoy llegan desde cualquier parte del mundo.
Antes que nada: valdría la pena revisar las estadísticas. La mayor
parte de quienes emigran a Estados Unidos desde México somos los
mexicanos mismos. Aproximadamente 75 por ciento del total de quienes se
dirigen hacia el río Bravo. Una proporción que se ha mantenido constante
en las pasadas tres décadas. El restante 25 por ciento corresponde grosso modo
a centroamericanos y habitantes del Caribe. En números contables, este
por ciento alcanzaba entre 80 y 90 mil personas; en 2018, se había
duplicado. Para una nación como México, con más de 130 millones de
habitantes, se trata de cifras nimias. 0.2 por ciento de la población en
su conjunto. En los últimos seis meses, los medios de comunicación se
han encargado de agigantar esta presencia ad absurdum: ¡Un tsunami de inmigrantes! ¡Invasión centroamericana! Y otras estupideces.
La razón es ostensible. Desde que llegó a la Casa Blanca, Trump
convirtió al fantasma de la migración, y en particular a la del sur, en
su principal instrumento de disuasión electoral. En efecto, si se
contabiliza a los migrantes mexicanos que cruzan la frontera, las cifras
crecen notoriamente. Pero los números que más crecen son los de los
mexicanos deportados o que regresan a sus casas. Y la suma final es
negativa: desde hace seis años regresa una cantidad mucho mayor de los
que se van. Y, sin embargo, el tsunami mediático en torno a la
migración, es decir, el verdadero tsunami, va in crescendo.
Para quienes ingresan a México con el propósito de llegar a la frontera norte se trata de un viaje directo al infierno. Polleros, narcos
y policías han convertido al tráfico de este paso en una de las zonas
de devastación humana en el planeta. Los desfalcan, los esquilman,
violan a las mujeres, les imponen trabajos forzosos . Para ellos, México
es quizás el país más inseguro. Desde hace décadas la verdadera esclusa
de este tipo de inmigración ha sido el subsuelo de la economía
criminal. Una zona de catástrofe que, a su vez, devino una de las
principales fuentes de ingreso de esta economía. Todo bajo la
indiferencia y la aprobación tácita de los gobiernos tecnocráticos desde
el sexenio de Salinas de Gortari.
Desde sus orígenes en la década de los años 90, la negociación del
Tratado de Libre Comercio se basó en una distinción muy precisa: no
mezclar los acuerdos comerciales con el tema migratorio. Una distinción
que siempre convino a Estados Unidos. A la parte mexicana no le quedó
nunca espacio alguno para plantear las graves condiciones sociales y
legales bajo las cuales viven los migrantes mexicanos en Estados Unidos.
Trump, que descubrió el terrible arsenal político y simbólico del
racismo de Estado, cometió en las semanas pasadas el evidente error de
mezclar ambos temas: el T-MEC y la migración. Error, porque por primera
vez en décadas el tema de la migración aparece finalmente en la mesa de
negociaciones. Cierto, ahora bajo la figura de
tercera nación segura. Pero es sólo el comienzo. La pregunta es si la postura mexicana podrá –¿sabrá?– capitalizar este imprevisto giro.
Partamos, como se decía en la antigua sociología, de los
hechos duros: Estados Unidos va a requerir migrantes. El envejecimiento de su población, la tardía edad de ingreso al trabajo y la competencia con China así lo imponen. México, por su parte, cuenta con una fuerza que acaso no ha descubierto del todo. Paul Krugman escribió hace poco que una guerra comercial con México como la que sostiene Estados Unidos en la actualidad con China sería improbable. Esa
improbabilidadquedó en cierta manera al descubierto en el reciento escarceo en torno al aumento de los aranceles: el incremento no ocurrió y punto.
No hay que entrar en pánico frente a la noción de
tercer país seguro. Hay que capitalizar su negociación, que normalmente transcurre en renglones muy específicos. Si ellos esperan un trato digno a los migrantes en México, es exactamente lo mismo que deberíamos demandar del trato a los migrantes mexicanos en Estados Unidos. No es, por supuesto, una negociación fácil. Pero hoy es finalmente posible.
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