En las dos entregas anteriores
se ha tratado de describir mecanismos, normas o procesos mediante los
cuales se propiciaba la desigualdad. En ciertos casos, aún vigentes, se
le alienta muy a pesar de los esfuerzos por evitarla.
El propósito del actual gobierno es actuar, decididamente, para
reducirla todo lo posible en la medida que la realidad permita hacerlo.
Se dio preferencia a analizar lo que atañe, directamente, al ingreso de
los trabajadores: sus ingresos. El castigo a los salarios ha sido
inmisericorde durante el lapso de los últimos cuarenta años. Se usó al
salario como ancla, según se ha dicho y difundido, para propiciar el
avance de la productividad. En verdad, lo que se hizo y con toda
conciencia del daño que se causaba, fue trasladar, año con año, inmensas
sumas de recursos pertenecientes al factor trabajo hacia su correlativo
el capital. En preciso a la versión financierista, crecientemente
extendida y poderosa. El desbalance ocasionado ha sido inmisericorde. No
hay explicación racional que pueda avalar tamaño latrocino, salvo la
inhumana voracidad de las élites, la institucionalizada corrupción y la
voracidad de la ideología dominante.
Es debido a este modus operandi que se ha implantado la
firme decisión de no permitir que los ingresos de los asalariados se
deterioren día con día. Aumentar, siempre y de aquí en adelante por los
años venideros, los salarios por arriba de la inflación. La llamada
reforma laboral legalizó la sujeción de los trabajadores al permitir,
con base en la ley, continuar la explotación en curso. La actual
polémica sobre los excesos de la práctica del outsorcing es
sólo un botón de muestra. Ahora se revela cómo se ha despojado a los
asalariados no sólo de buena parte de sus ingresos, sino hasta de todo
derecho laboral. Muy a pesar de la evidencia que ronda por todos los
rincones nacionales bien informados, la reforma implantada a las
pensiones es, todavía, un canal abierto, usado para beneficio del
capital que administra los fondos de retiro. Esta práctica, ya bien
desgastada internamente y probada su injusticia en casos externos
(Chile), tendrá que ser corregida a la brevedad posible. Las pensiones
otorgadas por el gobierno a los adultos mayores, cuyo monto anual
alcanza cifras superiores a los 16 mil pesos, son mejores que los
rendimientos (alrededor de 10 por ciento, en promedio 10 mil pesos
anuales) que logran las afore.
Toca ahora explorar conductos adicionales que tienen conexión directa
con la explotación, en buena parte aún en curso, pero con miras a ser
alterada. La búsqueda de efectivas vías alternas es una tarea de
relevancia justiciera.
La intrincada y malsana interrelación entre las capas superiores del
empresariado y los dirigentes políticos es una causal directa de la
desigualdad. Esta imbricación, que llegó a ser indistinguible, le
permitió a un pequeño núcleo de negociantes y traficantes de influencia
apropiarse de jugosos contratos y canonjías que trasladaron ingentes
recursos públicos hacia unas cuantas manos privadas.
Las camadas de millonarios de nuevo cuño, pero bien conectados
durante décadas, exhibían, sin pudor, su sello sexenal. Otros de ellos,
ya consolidados por trafiques anteriores, simplemente engrosaron sus
arcas hasta la desmesura. Se formó así una casta que, con fiero
desparpajo, se encaramó sobre todos los demás y malgobernó el país. Las
listas de los multimillonarios, que publican ciertas revistas de
renombre, dan abierta cuenta del dañino fenómeno de expropiación en
marcha. Este fue y ha sido un juego perverso, propiciado por la
extendida corrupción que marcó al decadente sistema establecido de duro
cariz neoliberal.
La tajante separación entre negociantes y políticos fue la
consecuencia inevitable que se impuso como nueva política de gobierno.
La desigualdad lleva aparejadas, en su esencia, una inclemente y
eficaz fábrica de pobreza. Los recursos acumulados, sin medida, en la
cúspide de la pirámide económica, dejan humanas necesidades
insatisfechas de los muchos apilados en la base. La corrupción entonces
se torna eficaz disolvente de la democracia y la vacía de su propósito
participativo. Es decir, se la deja sin contenido pues deslava su
pretendida justicia.
Ambas situaciones –corrupción y desigualdad– procrean inseguridad y
violencia. No son asuntos separados, interactúan, se condicionan y
aceleran.
La cátedra que defiende al sistema establecido o, al menos, al modelo
que ampara la acumulación desigual, ha decidido cargar su ofensiva,
este año crucial, sobre el modelo sustituto en formación. Basará sus
esfuerzos y recargará su crítica, tanto en la economía estancada como en
la inseguridad prevaleciente. Los basamentos inequitativos de esos
tópicos faltantes les tienen sin cuidado.
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