Editorial La Jornada
La mañana de ayer las fuerzas armadas de Estados Unidos asesinaron al general Qasem Soleimani, emisario iraní en Irak y líder de las fuerzas al Quds de los Guardianes de la Revolución, organismo encargado de las operaciones de Teherán en el exterior. En el mismo ataque con aviones no tripulados fue ultimado Abu Mehdi al Muhandis, número dos de Hashd al Shaabi (Fuerzas de Movilización Popular), una coalición de milicias de orientación proiraní integrada al ejército de Irak. Horas después, Washington lanzó otro bombardeo contra mandos de Hashd al Shaabi, en el cual murieron al menos seis personas.
Los atentados, perpetrados por órdenes del presidente Donald Trump, son el punto culminante de una escalada de confrontaciones que viene de semanas atrás. Vale hacer una breve recapitulación para comprender el contexto en que se produjeron los asesinatos: el 28 de octubre comenzó una serie de 11 ataques contra bases del ejército iraquí que albergan a soldados o diplomáticos estadunidenses; el Pentágono atribuyó las agresiones a la milicia Hezbolá, respaldada por Irán, y en represalia lanzó bombardeos contra sus instalaciones en los que murieron 25 personas, entre las cuales se encontraban altos mandos; por último, el martes pasado simpatizantes civiles de Hezbolá reaccionaron con una protesta violenta contra la embajada de Washington en Bagdad. La sede diplomática se ubica en la llamada Zona Verde, un recinto fortificado que simboliza la opresión colonial establecida por Estados Unidos desde la invasión a Irak en 2003.
Aunque las ejecuciones extrajudiciales forman parte cotidiana del deplorable accionar de Estados Unidos en Medio Oriente, los ataques de ayer suponen un nuevo nivel de temeridad en al menos dos sentidos. En primer lugar, no puede exagerarse la magnitud de la provocación contenida en el asesinato de un miembro del más alto rango de un gobierno extranjero: resulta evidente que un crimen de este tipo desataría una respuesta militar de enormes proporciones si la víctima perteneciera a una potencia occidental. En segunda instancia, porque Hashd al Shaabi estuvo en la primera línea de combate en la lucha contra el denominado Estado islámico en un momento en que Washington y sus aliados permitían que este grupo extremista se extendiera en vastos territorios de Irak y Siria, con la expectativa de que su expansión llevara a la caída del presidente sirio Bashar al Assad. Es decir que, al margen de todos los señalamientos que puedan hacerse a las Fuerzas de Movilización Popular, se trata de una coalición armada que cuenta con un arraigo significativo entre la población iraquí y que, además, forma parte de dicho Estado, por lo que los ataques contra ellas no hacen sino exacerbar los ánimos antiestadunidenses en la nación árabe.
Pese a lo que digan Trump y los diversos sectores que atizan el sempiterno belicismo de su país, la realidad es que los asesinatos de ayer no despejan ninguna amenaza contra sus intereses y sus ciudadanos desplegados en la región y mucho menos contribuyen a la construcción de la paz tan anhelada por los habitantes de Irak, sometidos ya a más de tres lustros de violencia ininterrumpida. El carácter incendiario de estas operaciones queda patente con el anuncio de que el Pentágono enviará 3 mil 500 soldados adicionales a Medio Oriente para encarar los previsibles efectos del embate.
De nueva cuenta, la arrogancia y la irresponsabilidad de un inquilino de la Casa Blanca amenazan con llevar una oleada de violencia a millones de civiles de la región que no tienen ningún papel en los juegos de poder entre la superpotencia y sus enemigos reales o fabricados.
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