6/12/2024

Claudia



“¿A qué obedece esta misoginia contra la nueva presidenta? Sin duda, como todo deseo de la derecha, se trata de un miedo de ver amenazada la posición de privilegio”.

Fabrizio Mejía Madrid

Cuando Norma Piña llegó a presidir la Suprema Corte de Justicia en enero de 2023, ella misma se jactó de haber roto “el techo de cristal”, es decir, las barreras institucionales que no le permiten a las mujeres acceder a puestos de dirección. Muchas analistas se estremecieron con esta declaración creyendo que el sólo hecho de que fuera mujer iba a cambiar en algo la impartición de justicia en casos de feminicidio o violencia laboral y familiar. Pero muy pronto Norma Piña enseñó el cobre y le dio fuero y liberó en cuatro ocasiones al fiscal de Morelos, Uriel Carmona, que encubrió al feminicida de Ariadna Fernanda López, asegurando que se había muerto “por borracha”. Ser mujer no cambió nada en la exoneración de Cabeza de Vaca, el descongelamiento de las cuentas de García Luna y Cárdenas Palomino, el perdón a Emilio Lozoya por Agronitrogenados, la liberación de Juan Collado, Rosario Robles, y de secuestradores, narcotraficantes, y hauchicoleros. Que llegara a la presidencia de la Suprema Corte fue un logro, si acaso personal, y gracias a las intrigas de la UNAM y la Operación Berlín. Pero no cambió en nada la situación de justicia para las mujeres mexicanas porque el proyecto al que pertenece Norma Piña es el del PRI de Enrique Peña Nieto, con cuyo dirigente, Alito Moreno, se reunió clandestinamemte para venderle a los jueces electorales su “amistad” y “alianza” el 12 de diciembre del año pasado. Norma Piña no fue una mujer en la justicia sino una priista y, por sus sentencias la conoceréis: cada vez que pudo, protegió las riquezas mal habidas de Genaro García Luna y su secretario particular, Abraham Pedraza, fue quien inició la persecusión de Isabel Miranda de Wallace contra personas inocentes que fueron torturadas por la supuesta desaparición de su hijo. Piña también le creó a Ricardo Márquez Blas, ex colaborador del narco policía de Felipe Calderón, una coordinación de “fortalecmiento institucional”. Que llegue una mujer a un cargo público de relevancia no importa tanto como qué proyecto representa. La biología no es ideología.

Digo esto porque la elección de Claudia Sheimbaum como la primera mujer presidenta de México entraña justo, no su identidad biológica, sino política. Se le ha tratado de regatear toda su trayectoria como dirigente social y funcionaria pública a favor de una personalización que la reduce a ser la sombra de López Obrador. Desde el primer día, la misoginia normalizada de los medios de comunicación insistió en que Claudia debería de “diferenciarse” de su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, tener “su sello personal”, no dejar que se instalara un “maximato” desde su rancho en Chiapas. Todas estos ataques a las capacidades que Claudia ya demostró en la Jefatura de Gobierno de la CDMX, se basan en la intención de borrar que obtuvo el 60% de los votos, casi 36 millones, y que pertenece a un movimiento, el obradorista, de la que es fundadora. Y, en efecto, si hacemos la magia de esfumar 36 millones de votos, el Plan C, que fue el programa de su campaña a la presidencia, y de fantasear que Andrés Manuel es una especie de Godzilla omnipotente, un dios omnipresente que, por alguna razón metafísica, sigue teniendo más poder que el legitimado en las urnas apenas el pasado 2 de junio, entonces habríamos logrado el objetivo de desaparecer la realidad. Pero la realidad es necia y sigue ahí: Claudia Sheinbaum es la primera presidenta gracias a la legitimidad de los 36 millones de votos que le dieron un mandato: el Plan C. Lo que la derecha intentó con su insistencia en que se “diferenciara” fue que —ternuritas— no aceptara el Plan C, sino que negociara con lo que queda del viejo régimen: las Normas Piña enquistadas en el aparato de justicia, los medios de comunicación, los institutos autónomos, y hasta los especuladores financieros. Es un insulto para Claudia que se borre su trayectoria política, que se dude de su compromiso moral, y que a su género se le adhiera toda la misoginia de la que es capaz la derecha: “autoritarismo con buenos modales” —escribe Silva Herzog en Reforma—, “maximato” —clama Carreño Carlón, el vocero de Salinas de Gortari desde El Universal—, y se le pide a esta dirigente universitaria, científica, y funcionaria pública, que se “emancipe” de “su tutor”, como lo llama también Silva, evaporando toda la historia de lucha de Claudia Sheinbaum antes de López Obrador. Es verdaderamente insultante lo que han escrito estos personajes del viejo régimen porque invisibiliza tanto a Claudia como al obradorismo. Para minar su estatura se usan comparaciones que recuerdan a las de Sergio Aguayo y Javier Sicilia cuando aseguraban que López Obrador era Gustavo Díaz Ordaz o ya, de plano, Hitler. Las mismas comparaciones que usó Krauze para decir que López Obrador era, en una misma semana, Chávez, Trump y Putin. Ahora la moda es comparar a Claudia con los sucesores en la Presidencia de Plutarco Elías Calles, Abelardo Rodríguez, Portes Gil, y Pascual Ortiz Rubio. De entrada, se cae la idea del maximato porque, de 1929 a 1935, en que se dice que existió la figura del poder detrás del poder, había un Partido Único con elecciones simuladas, y el país estaba dividido en caudillos militares que planeaban levantamientos armados todos los días. Era el país de la guerra cristera en el centro. Era el país cuyo único propósito compartido era pacificarse. No existe comparación alguna ahora con elecciones libres, un consenso social de 60%, popular, plebeyo en forma de 36 millones de votos, y un plan de reformas de las que el Plan C es apenas una parte. La comparación es, de nuevo, un insulto, un intento de sobajar a la nueva presidenta, su legitimidad, y a sus electores.

Las comparaciones en el lenguaje público tienen que ser útiles para explicar a alguien o algo que está sucediendo. Sin embargo, la derecha la usa como descalificaciones. Un politólogo que tanto leyeron los intelectuales del apapacho, Giovanni Sartori, escribió sobre la inutilidad de comparar a una ballena con un ser humano. Hacer esa comparación no tiene ninguna utilidad: son tan distintos, humanos y ballenas, que sólo comparten el que son mamíferos y no respiran bajo el agua. Si se ven sus diferencias, son tantas, que la comparación carece de interés práctico. Para que una comparación sea útil tiene que haber un conjunto viable, no puras ocurrencias. Es lo mismo que ha intentado la derecha al decir que el fin del viejo régimen es lo mismo que su fortalecimiento. Es un disparate. Si tratamos de atacar el cambio de régimen actual diciendo que se está restaurando al PRI o que 36 millones de votos no son democracia, sino autoritarismo, estamos pervirtiendo a tal grado la relación entre las palabras y las cosas, que no cabe sino la risa del desprecio. Es lo que se llama un conjunto inútil porque no sirve para establecer ninguna comparación posible. Lo que tenemos en frente es una elección democrática con un plan de reformas que se hizo público y fue parte de la campaña de Claudia. Decir que, en realidad, lo que tenemos en frente es un maximato y una presidenta débil es, para decirlo con suavidad, estúpido. Pero, también es inservible.

Pero lo inútil va más allá. Según el mismo Sartori, que tanto cita Lorenzo Córdoba, pero que seguro no ha leído, existen tres tipos de comparaciones inútiles. La primera es la que llama parroquial. Esta es cuando decimos, por ejemplo, que el autoritarismo es todo lo que tiene mayoría, una sucesión de dos gobiernos del mismo partido, y un plan de gobierno. Es parroquial porque se fabrica un término a medida a partir de lo que se está viviendo. También es parroquial, por ejemplo, la democracia entendida como todo lo que sucede en Estados Unidos para comprarla con otras democracias. La segunda comparación inútil es la que considera que cualquier diferencia sólo es de grado. Así, si en un aeropuerto trabaja un soldado, ya es militarización. Toda huelga estudiantil, aunque sea en el CIDE, es 1968. O toda presidencia fuerte contiene el germen de la dictadura. Todo el que alce la voz se convierte en Díaz Ordaz o el que llena una plaza es Hitler. O que un simpatizante de izquierda se compre un vino en Cotsco ya desmiente la austeridad del gobierno. La tercera comparación inútil es cuando se infla un concepto que termina por ser todo y nada, al mismo tiempo. El término “populismo”, por ejemplo, es todo lo que les desagrada. ¿Qué propiedades tiene el “populismo” usado como insulto? Ninguna. Y, entre menos propiedades tiene un conjunto, se tiende más a las generalizaciones. Y toda generalización contiene una descalificación a priori. Veamos el término “maximato”. Es parroquial porque toma lo que estamos viviendo y dice que esas son las características de lo que nombra. Es de grado porque si vemos a un presidente fuerte es que, en algún lugar se esconde su voluntad de perpetuarse. Es de generalización porque, salvo que se trata de una sucesión entre dos gobiernos, no hay ninguna propiedad del maximato de Elías Calles que se presente en su descripción.

Dice Sartori: “Nada puede ser causa de un fenómeno si el fenómeno no ocurre cuando se presenta la supuesta causa”. Lo que tenemos es una mayoría calificada en el Congreso. Este fenómeno existió recientemente con Peña Nieto fue producto del Pacto por México, un plan de reformas escondido durante toda la campaña electoral y que, de pronto, trajo consigo que, no importaba si habías votado por el PAN o el PRD, se hacía la voluntad del PRI. Bueno, mediante unas maletas de dinero en el Senado de la República. En ese momento nadie le llamó a la mayoría “autoritarismo” o destrucción de las instituciones democráticas o maximato. Ahora sí le dicen porque es la izquierda con un plan de reformas público, transparente, y a debate. Y, lo más importante: es un pacto con los 36 millones de votantes.

Ahora quisiera abordar el carácter de mujer de la primera presidenta de México. Como decía al inicio, no es un rasgo biológico sino político. Ser mujer no es una esencia sino una forma de exclusión, por eso es política: hay conflicto, hay antagonismo. No es una identidad por naturaleza sino por disposición estratégica. Ser mujer es el lugar de muchas opresiones y, también, desde donde emanciparse de ellas. No existe una forma propiamente de hacer política femenina siendo sólo biológicamente una mujer, sino que es resultado de un programa de lucha. Por eso Piña y Sheinbaum, a pesar de pertenecer al conjunto de mujeres, no tienen punto de comparación. El antagonismo, el conflicto de una luchadora social como Claudia no la hermana en absoluto con una jueza que sirve a los intereses oligárquicos más oscuros del antiguo régimen. Es el proyecto, no la persona.

Pero, ¿a qué obedece esta misoginia contra la nueva presidenta? Sin duda, como todo deseo de la derecha, se trata de un miedo de ver amenazada la posición de privilegio. Por eso no importa si lo dicen los señoros o las propias mujeres: en alguna medida se sienten beneficiadas del sistema patriarcal y temen que las demás les quiten ese lugar de privilegio. Sentirse más que alguien es el tema de estos días de la derecha en todo el mundo y, para ello, están dispuestos a aprobar cualquier forma de despojo y desigualdad. En la misoginia de las propias mujeres se juega una suerte de identidad, es decir de posición de poder. En cambio, en las feministas de abajo lo que existe es identificación en medio de la disparidad que las constituye o lo que llamamos visión de futuro colectivo. La libertad no es sólo no tener un poder que interfiera con nosotros sino liberarnos de las formas de sumisión y opresión, y constituir un poder propio, plebeyo y popular.

Veo otro tipo de misoginia contra Claudia. Y es la que asimila como “natural” la disposición de las mujeres a la conciliación y al amor y, por tanto, a lo masculino como el lugar de conflicto y la violencia. Esto, por supuesto, es una herencia del escencialismo de los dos géneros de la derecha. Pero actúa en el discurso: por ser mujer, Claudia debería ser suave y no confrontativa, como sí lo fue Andrés Manuel.

El proyecto del sistema nacional de cuidados implica esa disposición estratégica de ser mujer. No sólo se trata de remunerar el trabajo de quienes pasan años y años cuidando de otro o de otra. No es sólo un asunto económico, sino de reconocimiento social a ese arduo trabajo que implica, a veces, hasta olvidarse de uno mismo y de aplazar tus propias necesidades y anhelos. O mejor, de reconocer como sociedad que cuidar de alguien también constituye un proyecto de vida, no sólo el desarrollo profesional o la popularidad. Cuidar cambia a las personas que lo hacen y les soporta un proyecto de vida: ser cuidadoras. Está asociado a la ciudad y a la política porque sostiene, sin reconocimiento social o económico hasta ahora, a una parte que reproduce a la propia sociedad. Cuidar es política y es una ética porque la hospitalidad es siempre a favor de los vulnerables, los extranjeros, los que no tienen. El cuidado, como la información, es un bien común que tiene que pensarse políticamente. No es doméstico. Es público. Y he ahí la sustancia de una república de los ciudados, la república plebeya que se opone con toda transparencia, en estos mismos días, al mercado de los oligarcas. Eso es lo implica la llegada de Claudia a la Presidencia de México.

Fabrizio Mejía Madrid

Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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