
Algo similar intenta Claudio Zilleruelo al incursionar en un cine minimalista, de ritmo deliberadamente lento, que luego de capturar en imágenes recurrentes la esencia de una metrópoli descontrolada, se concentra en registrar, en paralelo, la rutina de dos amantes quienes, por razones no muy explícitas, viven continuas separaciones y reacomodos afectivos. Sus personalidades no podrían ser más contrastantes. Él (Fernando Pérez Rebeil) languidece el día entero, presa del desgano o la apatía, ya sea tirado en la cama, de pie frente a la ventana de su casa, o detrás del mostrador de la tienda de discos Aquarius en la que trabaja. Difícil discernir qué parte de esa desidia se debe a una frustración amorosa o a un estado crónico de melancolía existencial. Por su parte, Ella (María Lara) lleva una vida independiente, entregada a la música metalera en tanto participante solista de la rugiente banda musical Gholem, cuyo líder (Claudio Zilleruelo) mantiene un apego afectivo con ella. Muy poco más se sabrá del vínculo real que une a los tres personajes, dado que la cinta apuesta en todo momento por la ambigüedad o la indeterminación. Dato significativo o simple ocurrencia del cineasta: los dos protagonistas masculinos comparten el mismo corte de barba trotskista. ¿Una historia de alter egos?
A los atractivos a los que suele recurrir el cine comercial –resortes de acción y de suspenso en tramas reiterativas y previsibles–, la propuesta fílmica de Zilleruelo opone lo desacostumbrado: una narración dislocada, con saltos temporales e interludios oníricos que difuminan la frontera entre lo real y lo imaginario, y cuyo propósito aparente no es contar una historia ni establecer el registro de hechos congruentes (¿cómo inicia o termina un relato de amor, por ejemplo, o qué contexto social determina las acciones de los protagonistas?), sino algo muy distinto: un intento por capturar, en lo posible y con todos sus riesgos, el sentido final de una historia ordinaria a partir, primordialmente, del estado anímico –los gestos o la precariedad de los mismos– de cada personaje. Queda a los espectadores decidir si la apuesta formal del cineasta habrá sido en definitiva exitosa o intrascendente, y si muestra un atisbo de prosperidad en el contexto actual de la producción de cine mexicano. Ciertamente, desde el misterio de su título hasta el hermetismo y osadía de su experimento formal, La rueda conoce mi nombre es muestra elocuente de un cine mexicano de autor a todas luces independiente.
Se exhibe en la sala 7 de la Cineteca Nacional Xoco a las 18 horas.
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