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Héctor Aguilar Camín me hizo la invitación a coordinar un tema de portada de la revista nexos con textos escritos exclusivamente por mujeres. Distintas voces femeninas debían mostrar diversas visiones. Le propuse invitar mujeres que no formaran parte ni del Comité Editorial de la revista, ni tampoco del Consejo. La idea fue que escribieran dos cuartillas (800 palabras) sobre algún aspecto de su experiencia. A modo de dispositivos de reflexión, les formulamos las siguientes preguntas:
¿Qué te gusta o disgusta de las mujeres y de los hombres? ¿Qué odias del machismo o del feminismo? ¿Ser mujer te ha dañado o favorecido en tu vida profesional, política, amistosa, amorosa? ¿Qué “caída de veinte” sobre el hecho de ser mujer recuerdas con agrado o desagrado? ¿Qué es lo que más te pesa o lo que más disfrutas de tu condición de mujer?
Casi nadie atendió el guión sugerido, y qué bueno, porque no buscábamos respuestas a un cuestionario, sino una reflexión plural en primera persona. La variedad de voces y respuestas está a la vista. Hablan aquí varias escritoras, dos historiadoras, dos investigadoras, una filósofa, una política, una líder feminista, una activista ciudadana, una publicista, una actriz, una show-woman, una bióloga, una socióloga, una periodista y una antropóloga.
Traté de mezclar edades, profesiones y perfiles públicos, pero la selección no puede sino ser incompleta y sesgada. Bienvenido el sesgo. Ni la revista ni yo pretendemos que estas voces representen otra cosa que a ellas mismas y que sean leídas así, una por una, en la rica variedad de sensibilidades y registros que expresan.
Agradezco la invitación de nexos y la respuesta de mujeres a las que quiero y admiro.
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En México a los veinte años me di cuenta que dos cosas eran muy importantes: la tierra y el petróleo. En Francia nadie hablaba ni de tierra ni de petróleo. Las muchachas que trabajaban en la casa de la calle de Berlín decían que no tenían tierra y por eso venían al D.F., otras que sí tenían pero “era tiempo de secas” y otras más alegaban “no pasa nada en mi tierra”. Sin embargo, la amaban. Repetían: “Ojalá y algún día visiten mi tierra”. En Francia la recamarera se ponía su abrigo, su sombrero, sus guantes y se iba a su casa. Su trabajo era como cualquier otro. En México la condición social de las muchachas era tan ínfima como su paga. Me golpearon las diferencias sociales pero sobre todo la situación de las mujeres, su fortaleza, cómo cantaban con su vientre recargado en el lavadero, “regálame esta noche”, su vientre lleno de cantáridas, su capacidad de entrega y a partir de entonces sentí que sin ellas el país se iría a pique, se caería en mil pedazos. Las madres de familia, las nanas con el niño ajeno en brazos, las lavanderas, las quesadilleras a flor de banqueta, todas fueron mis ángeles de la guarda, mis vírgenes de Guadalupe.
El petróleo (masculino) hizo que de un día al otro desaparecieran las casas que yo amaba en la Juárez, en la Roma. En su lugar cavaban un agujero enorme que los albañiles llamaban con razón la obra negra. “¿Por qué tiraron esta casa?”, preguntaba. “Es que estamos progresando”. En 1959 tuve el privilegio de viajar con el general Cárdenas a festejar la revolución cubana. En el avión de regreso los periodistas pudimos sentarnos por turno un ratito al lado de don Lázaro. Cuando me tocó, él pidió una Coca-Cola y le dije: “¿Usted? ¿Una Coca-Cola?”. No respondió pero en la segunda ocasión en su casa de calle de Andes, con Alberto Beltrán y el líder obrero Alberto Lumbreras, en el momento del saludo me dijo: “Poniatowska, la de la Coca-Cola”. El general recordaba el nombre de los miles a quienes les daba la mano.
Provengo de una familia capaz de sacrificar sus ventajas personales al bien general. ¿Por qué digo eso? Porque los Poniatowski, Papá y Mamá se la jugaron durante la Segunda Guerra Mundial, porque estuvieron siempre dispuestos a recomenzar, porque al día siguiente de la muerte de Jan a los 21 años, su único hijo, mi hermano, bajaron a desayunar y acomodaron su servilleta sobre sus rodillas y a Mamá se le cayó la suya y Papá fue a levantársela. (Por cierto que Papá les decía servilletas a las toallas por lo de “serviette” en francés y Feliza advertía “el señor dice que no tiene servilleta para secarse el culo”.)
¿Si prefiero ser hombre o mujer? Cuando murió Jan, en 1968, sentí que tenía que vivir por él, vivir su esperanza, vivir lo que él no había alcanzado a ver ni a hacer y entonces me volví un poco hombre. Así ha sido mi vida, a veces más hombre que mujer.
Alguna vez, en la calle, una muy buena gente me dijo que yo era una señora con huevos. “Son los tuyos” —pensé en Jan.
Cuando le pregunto a Leonora Carrington por alguien me responde: “Es muy buena gente”. A veces hace cuernos en el aire con su índice y su meñique y me dice: “No te acerques, es mala gente”.
Nunca he sido realista. Decía Eliot que el hombre no aguanta demasiada realidad. En mi casa, literalmente las soluciones caían del cielo. No había ninguna visión del futuro. Alguna vez Leonora Carrington me dijo que ella jamás había tomado una decisión, que todo le había sucedido. A Kitzia y a mí nunca nos dijeron “cásate con un rico”, nunca oí hablar de dinero, hacerlo era de pésimo gusto, por eso, cobrar para mí es una vergüenza. De lo que sí se hablaba en la mesa era de pérdidas, la pérdida de La Llave en el estado de Querétaro, la de San Gabriel en el de Morelos, la de la casa de Isabel la Católica, la de la esquina de Donceles, la de Los Azulejos, la de Balderas. Sin embargo, teníamos un buen nivel de vida y las cuatro, abuela, Mamá, Kitzia y yo éramos bonitas (Mamá la más) Papá y Jan muy guapos y eso era más que suficiente. Los seis vivíamos lejos de nosotros mismos, bueno, la abuela no, la abuela amaba mucho a los perros y además sabía que iba a morir.
¿Los deseos, las insatisfacciones? De niña me obligaron a terminarme todo lo que tengo en el plato al grado de ya no saber realmente lo que me gusta. Para que los adultos me quisieran aprendí a barrer fuera de mí muchos papelitos de colores.
No me gustan los pechos. Las amazonas se cortaban el pecho derecho para tirar al arco sin estorbo. ¡Qué bendición la de las mujeres sin pechos! A Marie-Anne Poniatowska, mi prima bienamada, se lo cortaron muy joven y le dije que la envidiaba. “Estás loca”, se enojó. Hubo una época en que sí amé pechos y brasieres con ventanita porque amamantar a mis hijos fue padrísimo. Era padrísimo ver cómo a medio camino cerraban sus ojos y les ganaba el sueño, sus párpados iban cayéndose un poquito violetas al borde de las pestañas y me hacían sentir que hacía algo que de veras valía la pena.
Mane, Felipe, Paula.
¿Cuáles son los registros de la naturaleza de una mujer que siente ser una nebulosa? A veces, según Guillermo Haro, yo, su mujer, era la nebulosa M-27, a veces la nebulosa de la Tarántula. Decía que nuestras fuerzas internas provienen directamente de los planetas, que somos estructuras, formas, organismos, chiflones, una fábrica de vida, una fábrica de muerte y que no llorara por Jan, mi hermano, o por Papá o por el terremoto porque podía respirarlos, eran hidrógeno, helio, carbono.
Guillermo murió el 27 de abril de 1988.
Mamá murió el 22 de marzo de 2002.
Nunca me ha caído el veinte, y ya no me pregunto qué es ser mujer, lo soy así nomás al tanteo, a como vaya saliendo.
Elena Poniatowska. Escritora y periodista. Su más reciente libro es Leonora.
Miedo y orgullo
Sandra Lorenzano( Ver todos sus artículos )
Para Mariana y Leonora,
porque ellas tienen sus propias respuestas
Pregunta el reportero, con la sagacidad
que le da la destreza de su oficio:
—¿Por qué y para qué escribe?
—Pero, señor, es obvio. Porque alguien (cuando yo era pequeña)
dijo que gente como yo no existe.
Porque su cuerpo no proyecta sombra,
porque no arroja peso en la balanza,
porque su nombre es de los que se olvidan.
Y entonces... Pero no, no es tan sencillo.
Escribo porque yo, un día, adolescente,
me incliné ante un espejo y no había nadie.
¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los otros
chorreaban importancia [...]1
¿Qué es ser mujer en México hoy?, me preguntan. Y yo ensayo respuestas que son sólo un modo de ir buscando que —como decía Rosario Castellanos— mi cuerpo “proyecte sombra”: es asomarme cada mañana al espejo y saber que he ido construyendo un rostro y un cuerpo, por el filo del tiempo, para esconder el vacío. Que las huellas que allí encuentro son el mapa de mis miedos, mis deseos, mis fantasías. Que el brillo en la mirada nació junto con mi hija. Que el rictus en la comisura apareció aquel agosto en que murió mi madre. Que mi piel tiene tatuado el nombre amado.
Es que cada día me golpeen las cifras de muertes en este país en el que la violencia deja su marca impunemente sobre los cuerpos femeninos. Cuerpos desechables, cuerpos prescindibles, cuerpos borrables del imaginario social, cuerpos disponibles para los “más hombres”. Ser mujer es saber —como escribía el poeta Néstor Perlongher— que en este México nuestro “hay cadáveres”…
Es compartir el miedo que invade las calles. Es querer proteger a las otras, a las que están en Chihuahua, en el Estado de México, en las fronteras, en las plazas, en las esquinas, en las fábricas, a las que viven temblando dentro de muchos “hogares”. Por nuestras hijas y las hijas de nuestras hijas.
Es tomarme del brazo de las madres de Juárez para sumar una más a las muchas que ya somos.
Es morir con cada muerta y gritar en cada grito.
Es saber que aquí nomás, a pocas cuadras, hay prostitutas de 10 o 12 años. Que las redes de pederastia han cubierto el país. Que cualquier hotel ofrece servicio de “escorts” o edecanes. Que todo esto se ha vuelto “normal”.
Que se produce una violación cada cuatro minutos; es decir, más de 120 mil violaciones al año.2
Que el aborto está entre las primeras cinco causas de muerte femenina. Que todavía hay quienes están presas por haber querido abortar.
Que las niñas deben abandonar la escuela antes que sus hermanos hombres para empezar a trabajar.
Que casi 90% de las familias monoparentales está encabezado por una mujer.
Es querer sentirme dueña de mi cuerpo y de mi tiempo. Es querer que todas podamos caminar a cualquier hora por donde lo deseemos sin pensar que estamos arriesgando la vida. Es tener derecho a andar sola.
Pero también es cantar con María Elena Walsh: “Quien no fue mujer ni trabajador cree que el pasado fue un tiempo mejor”. Porque todo lo anterior es cierto, pero también es cierto que hemos ganado espacios, hemos ganado visibilidad y libertades.
Nunca ha habido tantas estudiantes universitarias como ahora,3 nunca ha habido tantas mujeres formándose como profesionales, como académicas, como artistas. Nunca ha habido tantas mujeres trabajando en tan diversos campos.4
Estamos quebrando el “techo de cristal” todos los días. Ocupamos puestos antes impensables para una mujer, participamos en política, sabemos cuáles son nuestros derechos. Tomamos decisiones que van más allá de nuestro cuerpo y nuestra sexualidad. Aunque también elegimos cómo y con quién compartir la cama y la vida. Estamos orgullosas de ser quienes somos.
En las decenas de mensajes que recibí por internet como respuesta a la pequeña encuesta que realicé entre mujeres jóvenes haciéndoles la misma pregunta que me hicieron a mí —“¿Qué es ser mujer en México hoy?”— destacan dos palabras.
La primera palabra es orgullo: orgullo por los caminos que estamos abriendo, por haber aprendido a reconocernos en la mirada de las otras, por saber hacia dónde queremos crecer, por ser capaces de ocupar las calles, por haber reconocido que tenemos una voz, por haber aprendido a usarla.
La segunda palabra es miedo.
Tienen razón las chavas: ser mujer hoy en México tiene ineludiblemente esas dos marcas.
Y nos duelen, claro, una vez más las brutales desigualdades del país. Ser mujer es también ser conscientes de ellas. Saber que no tenemos las mismas oportunidades las profesoras universitarias o las periodistas que las migrantes o las campesinas, que la conciencia de género no borra las terribles injusticias sociales, que es necesario seguir luchando por una sociedad mejor. Para las mujeres. Y también para los hombres.
Aunque sigamos buscando que nuestro cuerpo proyecte sombra. Aunque nos siga costando encontrar cada mañana nuestra imagen en el espejo.
1 Rosario Castellanos, “Entrevista de prensa”, en Poesía no eres tú, FCE, México, 1975.
2 Según estimaciones de la Secretaría de Salud (SSA). http://www.lajornadamichoacan.com.mx/2010/04/18/index.php?section=politica&article=004n1pol
3 Durante las últimas décadas el número de mujeres que se inscribe en la educación superior ha aumentado a pasos acelerados pasando del 19% en 1970 al 30% en 1980, 40% en 1990 para llegar a un 51.5% en 2005. Gina Zabludovsky, “Las mujeres en México: trabajo, educación superior y esferas de poder”, en Política y Cultura, núm. 28, México, 2007.
4 En consonancia con lo que ocurre en otras partes del mundo, a partir de la década de 1970 los mercados de trabajo en México se caracterizan por una creciente participación de las mujeres, la cual se ha incrementado notablemente pasando del 20% en 1970 al 36.5% en el año 2005, y llegando hasta el 40% en las zonas urbanas. Ídem.
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Que varias mujeres estemos escribiendo en este número de nexos se debe a la polémica desatada por Fernando Escalante Gonzalbo, quien mostró con números que en dos revistas de los intelectuales mexicanos participan y escriben muy pocas, y se lamentó de que por eso se estaba “perdiendo un territorio enorme de la inteligencia nacional”.
Si bien este descubrimiento de Escalante es algo que sin necesidad de sumas, restas y porcentajes muchas hemos sabido y dicho desde hace años (en 2007, en un artículo publicado en Confabulario, revisé libros y revistas de reciente publicación en los que se analizaba a México desde diversas perspectivas y en los que no participó ninguna mujer, así como una encuesta de nexos sobre las mejores novelas mexicanas publicadas en 30 años en la cual, de las 79 obras seleccionadas como las más significativas, no hubo ninguna novela escrita por una mujer), pero esta vez Héctor Aguilar Camín recogió el desafío y como dice la teoría clásica del discurso, el chiste es quién lo dice y caer en el lugar y momento adecuados.
Aguilar Camín respondió a la acusación con golpes de pecho: “La participación de colaboradoras mujeres es sintomática y acusatoriamente baja”, escribió, pero explicó: “Nadie ha decidido estas proporciones intencionalmente. Hay un sesgo masculino inconsciente”.
Dos mujeres que escribieron sobre este asunto en nexos dieron la explicación feminista tradicional: se trata de misoginia e inequidad, las cuales tienen su origen en la historia, en la educación, en la cultura: “Hay una construcción social de lo que significa ser hombre y ser mujer”, escribe Catalina Pérez Correa, y en ella las mujeres ganan menos por el mismo trabajo y escriben menos en las revistas de intelectuales.
Aunque definitivamente estoy de acuerdo con estas afirmaciones, me parece que en el caso de nexos la cosa no va por ahí. La razón de que haya pocas colaboradoras no es la misoginia de quienes hacen la revista, ni tampoco los pocos artículos que según Luis González de Alba envían las mujeres, sino la manera como funciona esa publicación. El director (como sus antecesores) encarga los artículos a quien él considera conveniente, y de los que le llegan espontáneamente elige cuáles publicar en función de que sean compatibles con sus propios intereses e ideas.
Sobre eso puedo ejemplificar con mi propia experiencia: cuando le he propuesto algún artículo que a Aguilar Camín le agrada, lo publica. Y hasta me escribe: “Me gusta que estés en las páginas de nexos”. Y no sólo eso: de repente él mismo me solicita algún texto, aunque claro, siempre sobre temas de mujeres, así no sean los que yo trabajo. Pero cuando le he enviado algún texto cuyo tema no le interesa, me ofrece incluirlo en la versión electrónica o de plano no responde mis correos.
Ahora bien: este modo de proceder no es sólo de nexos sino de todas las revistas, incluidas las de mujeres. Y de nuevo recurro a mi experiencia: aunque soy miembro del consejo editorial de Debate Feminista, mis libros no han sido reseñados en sus páginas, y eso que tengo en mi haber tres novelas feministas, una antología de narradoras latinoamericanas y un libro sobre las esposas de los gobernantes de México. Cuando le pregunté a Marta Lamas, directora de la publicación, el porqué de ese silencio, me respondió que las colaboradoras eligen lo que quieren reseñar. Es obvio, pues, que mis libros, con todo y que son sobre mujeres, no les interesan a las mujeres que están en esa revista.
De modo que esa misoginia inconsciente de que se acusa a sí mismo Aguilar Camín no me parece que sea tal. Lo inconsciente es elegir aquello que les interesa o gusta a los que publican una revista o libro. Las mujeres que escriben en nexos son aquellas cuya manera de ver los asuntos son compatibles con la de su director y el grupo que forma el consejo de redacción.
Mi experiencia ha sido que en el mundo de los ilustrados, de la academia, de la publicación de libros y artículos, no he tenido impedimento para hacer lo que he querido por el hecho de ser mujer. Sí, he tenido problemas para que se reconozca y acepte mi trabajo, pero no se deben al género sino a otras razones. Por ejemplo, las diferencias de gusto (hay editoriales y revistas que consideran a los autores que ellos publican como “seminales” y a los demás inexistentes, sean hombres o mujeres); de modo de pensar (cuando en el Sistema Nacional de Investigadores no les parece suficientemente “científico” cierto tipo de estudios); la envidia (cuando las escritoras venden mucho se dice que su éxito se debe a que es “literatura de bajas calorías”) o el simple y llano desinterés en ciertos temas o autores (como se puede ver en las reseñas que hacen en nexos, Debate Feminista y otras revistas).
Entonces, si bien es innegable que existen la inequidad y la misoginia, también es cierto que existen otras maneras de explicar las cosas y no todo es atribuible a esas causas. Lo cual no quita que hay pocas mujeres en muchos de los lugares donde debían estar y que por eso, efectivamente, se está dejando fuera una buena parte de la inteligencia nacional.
Sara Sefchovich. Socióloga e historiadora. Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Entre sus libros: La suerte de la consorte, País de mentiras y Demasiado amor.
Denise Dresser
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Yo pienso que las mujeres son mejores que los hombres. Quizás es controvertido afirmarlo, pero realmente lo creo. Y no es que me desagraden los hombres. Al contrario, algunos me gustan mucho. Estoy casada con un hombre y sé que algún día cuando crezcan nuestros dos hijos se convertirán en hombres. Mi padre fue hombre. Algunos de mis mejores amigos son hombres. En México hay algunos muy distinguidos. Pero sencillamente creo que las mujeres son superiores a los hombres.
Como escribió alguna vez la periodista Anna Quindlen y con razón: “¿Te has dado cuenta de que lo que es clasificado como un hombre fantástico sería sólo una mujer adecuada?”. Y como dice el dicho: “Me cayó el veinte”. Lo que espero de mis amigos hombres es que sean limpios, tengan buenos modales y sean capaces de articular una oración con sujeto, verbo y predicado. Lo que espero de mis amigas mujeres es el amor incondicional, la habilidad para entender cuándo estoy desconsolada, la total voluntad para acompañarme en cualquier batalla a cualquier hora y la capacidad para decirme qué estilista en México sabe cortar el pelo chino.
La inherente superioridad de las mujeres me viene a la mente al pensar en las mujeres que han contribuido a esta edición de nexos. La historia con frecuencia se escribe en términos de invenciones y eventos e ideas revolucionarias. Pero es esencialmente la historia de personas. De individuos. De mujeres que, como diría Rosario Castellanos, “se separaron del rebaño e invadieron un terreno prohibido”. Pienso en ellas y las que andan ya por el camino que sus predecesoras feministas contribuyeron a ensanchar. Esas mujeres jóvenes que cargan consigo la promesa de ser extraordinarias. Son sencillamente mucho mejores de lo que yo lo era a su edad. Más interesantes, más seguras, mejor educadas, más creativas. Como mi hija, quien dice que sí quiere casarse y tener hijos, pero después de que termine su segundo doctorado.
Nosotras, las que escribimos aquí, podemos decir con una pizca de orgullo que este es el México que hemos contribuido a crear. Un país más abierto, más libre. Donde las mujeres han crecido viendo y entendiendo que las mujeres son tan capaces como los hombres sentados a su lado. Donde saben que sus opciones no son sólo ser secretarias o mamás o monjas. Donde entienden que su vida puede estar definida por su talento y no por su género. Donde se ha vuelto más difícil decir —como lo sugirió mi primer jefe en el Grupo de Economistas y Asociados— que mi éxito está asociado con la altura de mi falda. Y todo esto es bueno no sólo porque satisface demandas milenarias de justicia, sino porque también despierta el reto de la generosidad con aquellas que no han sido beneficiarias del cambio. Exige el compromiso de las hijas de la pluralidad y el feminismo con quienes aún no gozan de sus frutos.
Y, por eso, este texto constituye un llamado a abrir los ojos ante el país en el cual vivimos. A ese país habitado por millones de mujeres mexicanas que se levantan al alba a prender la estufa, a preparar el desayuno, a remojar el arroz, a planchar los pantalones, a terminar la trenza, a correr detrás del camión, a trabajar donde puedan y donde les paguen por hacerlo.
Para acompañarlas les pido que piensen por un momento en las siguientes preguntas. ¿Y si ustedes vivieran y mantuvieran a sus familias con tres mil 500 pesos al mes? ¿Y si les tomara más de dos horas y tres formas diferentes de transporte público llegar a su trabajo? ¿Y si al regresar a casa, después de un largo día, su esposo las golpeara? ¿Y si, aunque ustedes contaran su caso cientos de veces, prevaleciera el silencio? ¿Y si su hija o su madre o su hermana fuera violada en la calle o cerca de un cuartel del ejército? ¿Y si en el Ministerio Público le dijeran que ella se lo buscó o que lo ocurrido no es un crimen? ¿Y si resultara embarazada y la despidieran por ello? ¿Y si tuviera un aborto y la encarcelaran por ello?
Para muchas mujeres en México esas preguntas no son hipotéticas sino reales. No representan lo que podría ocurrir sino lo que ocurre. En México ser mujer entraña tener sólo siete años de escolaridad promedio. En México ser mujer y trabajar en una maquiladora significa estar en peligro de muerte. En México ser mujer implica el 30% de probabilidad de tener un hijo antes de los 20 años. En México todavía entraña luchar por el derecho a serlo.
De ahí la necesidad de empoderarlas, y no hablo aquí de darles el poder que antes pertenecía a sus esposos. Hablo de darles más oportunidades, hablo de darles más recursos, hablo de educarlas más de siete años, hablo de empujar para que lleguen a posiciones de mando en el país. En pocas palabras, se trata de reconocer a las mujeres como ciudadanas completas: con cerebro y útero, con manos y pies, con capacidad para cambiar el destino del país y la responsabilidad de reinventarlo. Porque la causa de cualquier mujer es una causa nuestra.
La evolución de la democracia mexicana tiene que ver con las expectativas que los padres mexicanos tienen de sus hijas. Tiene que ver con la manera en la cual los ciudadanos del país se tratan unos a otros, independientemente de su género. Tiene que ver con una forma de pensar. De denunciar el acoso sexual y exigir su penalización. De fustigar la violencia contra las mujeres y demandar su erradicación. De decir que un golpe a una es un golpe a todas. De educar a una niña para que sepa que puede ser presidente de México, aunque ojalá aspire a algo mejor. De pensar que las mujeres son ciudadanas y deben ser tratadas como tales. De construir una verdadera República donde los hombres tienen sus derechos y nada más. Donde las mujeres tienen sus derechos y nada menos.
Denise Dresser. Profesora de ciencia política en el ITAM. Es columnista de la revista Proceso y editorialista del periódico Reforma.
Martha Sánchez Néstor
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Soy feminista indígena, otra forma de elegir ser persona.
En este camino de la vida y de mi vida, de esta vida que ya no regresa, me disgusta seguir mirando y sintiendo la violencia, especialmente esa que llamamos violencia de género y que produce la muerte física, espiritual, sexual, emocional e intelectual de seres que tienen derecho a vivir con dignidad y respeto.
Al paso del tiempo, que corre como el agua, me parece que no nos reeducamos ni nos reconstruimos. Somos un México de muchos rostros y de pocas voces. Las mujeres tenemos demasiado mérito y poco reconocimiento, grandes historias y pocas uniones, gran potencial en liderazgos políticos y pobre representación en el Estado y la comunidad.
Lo que no soporto del machismo es que los hombres nos quieran controlar, decidir por nosotras y, más aún, hablar por una. No tolero que para los machos sigamos siendo objetos y no sujetos de derecho. Del feminismo me gusta casi todo, pero no que las feministas piensen que sólo se puede mirar de un solo frente, de una sola raíz, de un solo suspiro.
En mi propia historia he gozado el hecho de ser mujer por el aporte de mis antecesoras, y multiplico ese saber con mis otras compañeras y deseo verlo en las jóvenes que nos relevan, a la vez que generan nuevos procesos. Me hiere el hecho de que fui una niña indígena con menos oportunidades, menos derechos, menos respeto, menos justicia que otras, y que actualmente haya mujeres y niñas indígenas también con menos oportunidades y escasa justicia. La brecha de la desigualdad sigue siendo brutalmente amplia.
Me encanta vivir el placer de gozar, dar gozo y vivir libertades imaginarias, reales y aún no conquistadas. Me encanta vivir de manera tan libre donde ni los derechos indígenas, ni el Estado, ni las leyes me pueden poner candados en mi camino, en la política, en lo sexual, en lo familiar, en lo intelectual, en lo comunitario. Y me encanta saber que puedo conquistar más dignidad, armonía, corresponsabilidad, participación comunitaria y política, ciudadanía, derechos.
Lo que me parece mejor de las mujeres es nuestra capacidad de dar y recibir, de compartir y construir, también de debatir y de protestar por no querer ser usadas por nadie ni por nada. De los hombres me gusta que sean realistas entre lo que dicen y hacen, atrás del telón y delante de él. Especialmente me agradan aquellos que no tienen una sola forma de ver a la mujer, ni de sentirse ellos hombres.
Me he sentido señalada como modosita, poco culta, miedosa, pobre e ignorante. Así me señalaron hombres y mujeres, indígenas y no indígenas, en la escuela y en la sociedad. En el Metro, en el camión, en el avión, en las calles, en las regiones, en los países, en los actos políticos, en los hoteles y hasta en las universidades me critican con la mirada de “¿A poco sabe?”. “¡Qué inteligente es! ¿A poco es india?”. “Uuhhh, ¡es feminista!, ¿es intelectual?”. “Uy, pero es de izquierda, ¿o acaso es priista?”. En cada mirada inquisitiva percibo sus mentes y sus imaginarios, sus referentes y sus ausentes.
A mí, mientras tanto, me desagrada mucho tener que sentarme con las piernas cerradas todo el tiempo. Me disgusta tener que ser bien portada, casta y pura para ser vista como mujer. Me presiona tener que hablar bajito cuando mi tono de voz ha sido alto desde siempre. Me enoja que para que me acepten como mujer hay que ser suave todo el tiempo, amorosa siempre y obediente eternamente. Aunque —cuando yo lo deseo— me encanta elegir ser un poco quizás de todo eso.
Pero disfruto mucho sonreír, y eso no lo cambio por nada. A mí me encanta nutrirme el alma en medio de cualquier contexto social, cívico, político, comunitario, feminista. Me encanta disfrutar, y así lo he hecho desde que supe que no cambiaría el ser mujer por nada del mundo pero que lucharía por cambiar la forma en que me tratan por ser mujer. Me veo en ellas, mis compañeras, y trabajo desde lo local hasta lo internacional para transformar nuestra condición subordinada.
Desde niña me hizo en la mente el “din don” de ser mujer. Ahora soy una mujer múltiple: amuzga, feminista, ciudadana, mexicana. Me encanta luchar, defender, gozar y construir las nuevas formas en que una se hace mujer en el tiempo que tiene de vida.
Martha Sánchez Néstor. Coordinadora de la Alianza de Mujeres Indígenas de Centroamérica y México. Reconocida por Women Deliver dentro de las 100 mujeres líderes del mundo más comprometidas con las mujeres.
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.“Una mujer en la escena”. “¿Qué hace?”. “Traje raído de bailarina. Medias corridas. Como trapecista en circo pobre. Inmóvil. Errabunda. Quizá loca. No de atar. Loca de fantasmagorías, de ausencia. Escucha su música en la placita Contrescarpe. El público se acerca”. “Tú la mirabas”. “Fui para mirarla. Muchas veces. Una mujer muy mayor para la danza, intenta bailar el Lago de los cisnes. Se cae, cada tarde en el mismo momento. Interpreta el rol de una bailarina, en el exacto segundo en el que sabe, lo que hace tanto ‘sabe’: su cuerpo ya no baila”.
“¿Te hipnotizaba?”. “Representándose compulsivamente a sí misma. Quería acompañarla. Su dolor. Me devastaba. Desde niña”. “¿La conocías?”. “No. La bailarina traicionada por su cuerpo es una metáfora”. “¿De qué?”. “Otras fantasmagorías. Feminidades. Ausencias. El límite llegó, y ella deshabitó su cuerpo. Intentaba hacerse un oficio en recuperarlo. Hay mujeres que viven en cuerpo extraviado. Desde niñas. Como si lo descolgaran en las mañanas. Como una casa tomada. Tienen piel fría”.
“¿Tomada por quién?”. “La fantasmagoría. Sucede que una mujer prima donna del puro imaginario, tenga una hija”. “¿Y?”. “Podría intentar recuperar —en el cuerpo/vida de la hija— su cuerpo/vida expropiados. Otro modo de ser. Otra vida”. “¿Y la hija?”. “Se queda o se quita. No son opciones rotundas. Lealtades con-fundidas. ¿Qué tan conscientes? La que se queda, no se queda del todo. Es carísimo. La que se va no termina de irse. Alta traición”.
“¿Cómo en la película Cisne?”. “Nina se queda —lealtad, miedo al exterior amenazante— bajo el ala fusional amor-odio de la madre. Y poseída ahí permite (no sabe no permitirlo) ser poseída en la amistad. La ‘amiga’ miente. Usa. Odia. Nina sabe el deseo de destrucción que le dirige la otra mujer y lo retoma contra sí. ¿Cómo defenderse de la perversión de la otra? ¿Cómo enfrentar a la otra y su rivalidad mortífera, si la madre misma —tan amada— es mortífera? Antes que reconocer su dolor, enfrentarlas y liberarse, hace lo que sabe hacer: rompe un espejo (el espejo roto del desamor de la Otra). Y se entierra un fragmento. De espejo. Acto sacrificial. Nina elige a la otra”.
“Hay opción fuera de fusiones y lucha cuerpo a cuerpo”. “Y por el cuerpo. La hay. No cada una la toma. No cada vez. Sucede ese vínculo oscuro entre la Huna y la Hotra”. “La Huna ¿cómo los Hunos? Hotra no lleva H”. “Cuando Nina permite el despojo de Huna (madre, amiga), ella es la H de Hotra. Ambas son mudas”. “El mutismo es una elección”. “O una imposibilidad. Una claudicación”.
“Qué homenaje a Huna”. “Es su Otra mujer por la que anhela ser amada. Anhelo desamparado. Inmenso, de origen. Si Huna no le concede el derecho a existir. Ella no lo asume. No pudo hacer el tránsito. Desposeer a Huna materna y elegirse”. “La película El ensayo. Hay Huna y Hotra”. “Dolorosa. Fusión. Desamparo. Maldad”. “¿Qué quiere esa Huna?”. “Los modos singulares en los que Hotra vive su feminidad. Arrebata con odio, mentiras. Fantasía de posesión. Odia más a esa que tiene ‘Todo’ lo que ella quiere (‘Todo’ absurdo, que le supone) porque Hotra ni sabe de sus propios modos. No le importan. Los vive nada más. Es ahí en donde Huna supone lo insoportable: es Hotra la que goza. Puesto que se habita a sí misma”.
“Hotra sufre”. “No es problema de Huna perversa. No es empática. Que la otra sufra, es su espacio de poder. Su fuerza”. “Hotra es actriz y Huna repara prótesis. La ‘reparadora’ vive actuando, la actriz vive buscando repararse”. “Se necesitan. Ambas viven mal aquello que falta. La prótesis”. “ ‘Resuelven’ en las antípodas. El reparar de Hotra no es a costa de Huna. Sino junto a ella. No es lo mismo resarcimiento que revancha”.
“Hotra necesita ‘protección y paraguas’. Idílica-imposible-completud. Lograr en el ‘paraíso’ ser cada una la que es. Un amor tal que espante al miedo. Demanda fusional. Más desamparada que perversa. Huna buscaba reencarnarse en Otra. Huir de sí. Quería vida, cuerpo, talento, novio de la Hotra. Venganza. El metafórico objeto que le roba: una polvera. Con espejo”.
“La búsqueda de la ternura de la otra”. “ ‘Seno bueno/seno malo’, M. Klein. La madre de Cisne blanco. Seno malo que se ofrece en crispadas bondades. Envidia, violencia soterrada hacia su hija. No hay tercero que salve. Se queda/lo dejan fuera. La madre se vive traicionada a muerte si la hija escapa. La traidora escapa y construye iconos de naftalina para su HUNA”. “¿Cómo?”. “Repite. Elige a otra que traiga el dolor de la madre. Dolor de/en la feminidad: ¿La despojaron? Huna despoja. No intuye otra posibilidad”.
“Hotra como una hija abnegada salvará a la madre. Sueña. Por amiga interpuesta”. “¡Ingenua magnificencia!”. “Hasta mirarse la piel en tiritas”. “El dolor está. En la una y en la otra. ¿Qué elige cada una hacer con él? Ese el punto G”.
María Teresa Priego. Es integrante del Comité Editorial de Debate Feminista y editorialista de El Universal. Fundadora del Instituto de Liderazgo para Mujeres Simone de Beauvoir. Autora de Tiempos oscuros.
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Para mi madre, feminista avant la lettre (en una combinación muy casera de la igualdad y la diferencia) siempre estuvo fuera de duda que yo debía asistir a una escuela mixta. Allí reforzaría en la práctica la igualdad entre mujeres y hombres y me formaría en la consigna de la amistad entre iguales. Lo de la diferencia tenía un lado positivo: una mujer tenía que estar más preparada y formada que un hombre, porque el entorno era más hostil. Pero la diferencia también tenía que ver con la institucionalización del prejuicio: por naturaleza, las mujeres eran chismosas, envidiosas, inseguras, manipuladoras y, en última instancia… había ciertas cosas para las que no estaban hechas.
De ahí el doble mensaje, el del discurso explícito de la igualdad y el de la sabiduría femenina transmitida en consejos: las mujeres teníamos que estar más preparadas que los hombres para enfrentar las durezas de la vida y contribuir a la realización del ideal universal de autonomía de todos los seres humanos, pero también debíamos (al menos hasta lograr las condiciones de posibilidad de esa autonomía) ejercitarnos en las destrezas “naturales” de nuestro sexo: la astucia, la discreción, la capacidad de seducción, el talento para resolverle la vida a los demás, la fortaleza para sostener la autoestima (también de los demás), la viveza para utilizar el chantaje emocional, la maestría para la política de los afectos.
En síntesis, esa batería de saberes y poderes femeninos que nos permitiría ser sobre todo buenas compañeras y madres. No era sólo una cuestión de roles, ni tampoco estrictamente de doble jornada, sino algo así como dos formas de estar en el mundo. Por aquel entonces no se me ocurría pensar cómo esta cuestión de la diferencia incidía, predisponía, fomentaba o trababa la amistad, la cooperación o el desempeño entre iguales en el mundo público ni tampoco cómo el mito de la igualdad podía distorsionar el mundo de los afectos.
Para muchas mujeres de mi generación el mandato sonaba contradictorio y el cumplimiento de los dos programas resultaba en situaciones paradójicas. Éramos todos iguales, pero yo me llevaba mejor con los hombres y los admiraba más. Trabajar con mujeres o depender de ellas en el ámbito laboral era una pesadez, y en el plano de la práctica política casi un castigo.
El mandato también llevaba a situaciones absurdas lo privado: tratar de afirmar, jacobinamente, esa igualdad en el ámbito de las relaciones personales, combatir cualquier lazo de dependencia económica (la idea de ser una mantenida repugnaba a cualquier idea de autonomía) o elegir siempre la vía más larga o más ardua, para que no se creyera que había entrado en juego alguna consideración especial (por involucramiento amoroso o personal, o simplemente por ser mujer: esto de la discriminación positiva o las cuotas ni se pensaba entonces), o a ser muy torpes en el uso de los recursos de aquel tradicional poder femenino: frontalidad absurda en ocasiones, las más de las veces una culpabilidad difusa.
Más tarde tuve mi primera experiencia en un espacio exclusivamente femenino: la cárcel. Creo no exagerar que ello fue para mí la base experiencial de una nueva mirada. Estábamos ahí, no por ser mujeres ni por una represión o sanción dirigidas contra el género, la persecución política no hacía diferencias. Pero en una institución total como la prisión funcionábamos como mujeres. Visto retrospectivamente, creo que allí me cayó el veinte sobre esta cuestión del género o de empezar a aterrizar el ideal de la universalidad de lo humano.
La entereza moral para afrontar situaciones extremas como el confinamiento no derivaba de las mismas fuentes (en el caso de los hombres y las mujeres). Las “certezas” subjetivas, las fortalezas del yo que permitían hacer frente a las amenazas a la integridad eran, me parece, más complejas en el caso de las mujeres. Y también la responsabilidad, que no era sólo con una causa abstracta, sino que tocaba más o menos oscuramente temas como la sexualidad y la maternidad, el compromiso con los hijos, la familia, los allegados, los recursos que teníamos y los que no teníamos o no sabíamos que teníamos, lo que nos habían heredado y lo que había que inventar sobre la marcha.
Para el tiempo de mi llegada a México ya el feminismo como movimiento social y como teorización daba forma a estas perplejidades. Me asombró lo desarrollado de la teorización sobre el género y la pobreza de la organización política y social de las mujeres. Hoy ha cambiado en gran parte el horizonte de sentido común con el que las mujeres y los hombres organizan su vida y reflexionan sobre su experiencia. En esto creo que el triunfo cultural del feminismo es innegable. En relación con el feminismo realmente existente hoy, me siento interpelada cuando logra transformar esas experiencias de género en problemas públicos. Me desconcierta, al revés, cuando llega a desarmar núcleos políticos en términos de género.
Pero hoy soy más amiga de las mujeres. Sospecho que aquel doble mandato nos obligó, a la larga, a ser más reflexivas sobre nuestro vivir y nuestro entorno. Las demandas contradictorias nos llevaron a un descentramiento: escuchar y atender demasiadas voces, hacerse cargo (o creer que una tiene que hacerse cargo) de tantos deseos, someterse a tribunales que juzgan con criterios tan disímiles, tener que tomar en cuenta tanta gente, sospecho que nos obligó a tener más visión periférica, a revisar los estereotipos prácticos, a mirarse menos el ombligo y atreverse a imaginar que la cosas podrían ser de otra manera.
Veo a los hombres de mi generación demasiado preocupados por la afirmación de su identidad personal (cuando no pensando todavía en lo que van a ser cuando sean grandes). Demasiado egocentrados. Y no me refiero a egoísmo o altruismo, sino al alcance de lo que se puede cuestionar, a cuántos otros se toman en cuenta en las decisiones, o simplemente al número de veces que la palabra yo aparece en las conversaciones. En cualquier caso, todos vamos aprendiendo. Hoy me toca un nuevo rol: ser abuela. Por suerte, en esto no hay modelos claros (ni Flora Tristán, ni la abuela de Caperucita, por razones obvias). Por ahora y quizá por eso, resulta todo más gozoso y divertido.
Nora Rabotnikof. Filósofa y socióloga. Nació en Argentina y es ciudadana mexicana. Investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Entre sus libros: Max Weber: desencanto, política y democracia y En busca de un lugar común.
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Es casi un deporte extremo, dicen unas. No sé si coincido, pero me gusta. Porque tiene algo de decisión y otro tanto de circunstancias. Y porque sí, a veces es como lanzarte al vacío de la cañada, en la certeza de que el desenlace sólo depende de qué tan bien te amarraste la pata. O en qué arnés decidiste confiar. Voluntad, decisión y contexto: ecuación explosiva.
En realidad, hace muy poco comencé a hacerme la pregunta sobre qué significa ser mujer en el México de hoy. Y me la hice porque me la hicieron. Yo nací siendo Gabriela, así nada más; la conciencia femenina llegó mucho después. Será que tuve la suerte de vivir en una familia en que la lucha nunca fue de género, sino en tal caso de astucias. Si a alguien le tocaba lavar los platos no era por el fatalismo de la condición, sino porque se tardó en reaccionar. Y sí, mi hermano se tardaba mucho. Así que él solía encargarse de algunos de estos menesteres, y yo le platicaba. Un arreglo nada despreciable, habremos de reconocer.
Mi narrativa personal nunca incluyó obstáculos de género. Estudiar era para todos, y si decidí seguir por la universidad es porque a mí, en lo particular, estudiar me gusta mucho. Luego supe que mi madre previó una salida profesional más en lo técnico y en lo breve, pero tuvo la inteligencia de dejar que fluyeran mis propios vectores. Tampoco en el mundo laboral. Mis jefes más que machos o misóginos, han sido unos exigentes, hijos de sus convicciones y con la máxima a flor de piel: nadie está obligado a lo imposible, pero sí a intentarlo. Y en ese andar nos enredamos.
Hablar de qué es ser mujer en el México de hoy exige matices. ¿Qué mujeres? ¿Y en qué México? ¿Las que pudieron estudiar? ¿Las que pudieron estudiar lo que quisieron? ¿Las que tuvieron opciones para estudiar lo que su alrededor no quería que estudiaran? ¿Las que comieron bien, y diario? ¿Las que no tuvieron que cargar con los propios desde que se levantaron en pie? ¿Las que pudieron gozar de su sexualidad? ¿Las que la padecieron? ¿Las que siguen caminando un paso detrás, de todo? ¿Las que caminan solas porque en su afirmación perdieron la parejera? ¿Las que se matan estudiando y se matan de hambre y se matan en el reventón, porque toca ser mujer y superheroína? ¿A las que matan porque sí, y porque se puede, y porque te lo buscaste? ¿Las que a sus 30 parecen de 60, y las que a sus 60 nunca se atrevieron a tener 30? ¿Las que tardaron años en toparse con su techo de cristal? ¿Las que nunca pudieron darse el lujo de vislumbrarlo?
En el México ¿urbano?, ¿conservador?, ¿ultra?, ¿cosmopolita?, ¿educado?, ¿bronco?, ¿buchón?, ¿indígena?, ¿migrante?, ¿despiadado?, ¿mocho?, ¿fiestero?, ¿telenovelero?, ¿culto?, ¿liberal?, ¿de ignorancia autoimpuesta?, ¿de ignorancia condenatoria?, ¿global?, ¿parroquial?, ¿pambolero?, ¿xenófobo?, ¿lúdico?, ¿joven?, ¿sensual?, ¿amable?
Seamos serios, diría el otro, porque ser mujer en el México de hoy obliga a revisar contextos, condiciones, compasiones y contornos.
Adriana, una amiga, lo frasea así: “Ser mujer en México hoy significa algunos espacios conquistados, muchos mediocres asustados seudoliberados o chovinistas disfrazados, complicación con la maternidad, prejuicios de que te quedes a ser madre y te hagas retrasada mental, dificultades de ingresos y que la UNI... CA independencia es la autosuficiencia, extrarresponsabilidades maternales nunca iguales al progenitor del frutito de tu vientre. Culpas de la sociedad por todo lo que no es perfecto en tu hijo. Pero no es tragedia... así y todo un marido que sabe que una mujer capaz necesita espacios y libertad. Un hijo que dice que su mamá: ‘cambia destinos’ y grandes oportunidades en una sociedad donde le falta mucho por hacer”. Ahí está, bien resumido: contradicciones, tensiones, pero en un espacio de oportunidades.
Tal vez ser mujer implique algo de deporte extremo. Pero me parece que a estas alturas, y con la conciencia asumida, implica sobre todo responsabilidad. De ayudar a la afirmación sostenida, de contar mejores historias, de delinear horizontes menos impuestos. En realidad, mi deseo es más el de volver a ser sólo Gabriela, y que la condición sea de gozo, no de alerta. Eso, en los Méxicos que nos toca construir. Así, en plural. Cierro con la frase de Cecilia, una alumna: “Neta, ser mujer en México sí está chido”. Que así sea.
Gabriela Warkentin. Académica, comunicadora y convencida seguidora de los Pumas.