Pedro Miguel
El
abstencionismo alcanzó sus niveles habituales; los sistemas de cómputo
se cayeron o se callaron; proliferaron las inmundicias y las raterías,
mayormente las perpetradas por el partido en el gobierno; los actos
violentos y los atropellos al pie de la urna fueron la culminación de
cosas más graves ocurridas antes de la jornada electoral; por ejemplo,
homicidios de, y atentados contra, candidatos y activistas. Fue una
elección características de los tiempos priístas: por ejemplo, las que
tenían lugar en los sexenios de Echeverría, López Portillo o De la
Madrid.
Hoy el autoritarismo violento está de vuelta, pero se trata de una cuestión de formas. El régimen carece de un pacto social; su hoja de ruta se limita a un plan de negocios que, para colmo, es impresentable y debe ser cuidadosamente maquillado: en lo inmediato consiste en asegurar el abasto energético estadunidense y transferir una parte sustancial de la renta petrolera a las trasnacionales energéticas; para cubrir el déficit que semejante operación provocaría en las finanzas públicas tiene previsto incrementar los impuestos a las clases medias, los asalariados y los miserables, que son los causantes seguros, sea por vía del impuesto sobre la renta, por medio del IVA o por ambos. Como con esa oferta de gobierno simplemente no es posible ganar elecciones –ni siquiera con el recurso al músculo propagandístico de los medios oficialistas– se tergiversa y se miente en forma descarada; se asegura que la apertura de la industria petrolera a la iniciativa privada es una medida necesaria para el desarrollo y para el impulso al bienestar general.
A falta de pacto social, el régimen cuenta con un Pacto por México, que unce a las mayores fuerzas electorales a tres puntos fundamentales de la agenda oligárquica, disfrazada de
política de Estado: la preservación de la impunidad transexenal, el mantenimiento de la corrupción y la continuación del modelo económico neoliberal. Si las partes firmantes respetan esos acuerdos básicos, podrán alternarse en la ocupación de poderes cada vez más simbólicos que se encuentran, en realidad, bajo el control de la oligarquía nacional y de los intereses estratégicos de Estados Unidos.
En
otros términos, lo que hoy por hoy se disputa en las urnas no es la
conducción del país y sus instituciones, sino la mera aplicación de un
programa bien delineado, cuya concepción no pasó por los partidos
firmantes del pacto sino por las instancias reales del poder, que son
las del país vecino y los conciliábulos del empresariado local.
En realidad este acuerdo ha operado en su modalidad bipartidista desde 1988, cuando PRI y PAN se pusieron de acuerdo en un marco básico de política económica –inalterado desde entonces– y en un blindaje jurídico para los antecesores de presumibles responsabilidades penales. La novedad, ahora, es la incorporación al esquema de la dirigencia perredista, en un contexto en el que ya no se guarda ni la apariencia de una institucionalidad al servicio del pueblo. Quedan, a lo sumo, unas cuantas dependencias de bienestar social que, con esa coartada, se dedican más bien, mediante el reparto de prebendas y limosnas, a la cooptación mafiosa del sufragio.
O sea que el país no ha vuelto al pasado. Los comicios del domingo anterior fueron poco concurridos, desaseados y escandalosos como los de antaño, pero lo que se legitimaba en ellos no era ya un pacto ventajoso para las élites (con concesiones legales y económicas a las mayorías), sino un modelo de saqueo y depauperación programada.
Ante ese panorama resultan tentadoras las propuestas a la sociedad de dar la espalda a las urnas o, en todo caso, burlarse de ellas. Sólo que eso significaría participar en el programa de una institucionalidad electoral de espaldas a la sociedad y de una clase política que se burla de la ciudadanía elección tras elección, y hacerse cómplice de ellas. La única manera de limpiar un recinto inmundo es meterse en él, escoba y jabón en mano.
navegaciones.blogspot.com
Twitter: @Navegaciones
En realidad este acuerdo ha operado en su modalidad bipartidista desde 1988, cuando PRI y PAN se pusieron de acuerdo en un marco básico de política económica –inalterado desde entonces– y en un blindaje jurídico para los antecesores de presumibles responsabilidades penales. La novedad, ahora, es la incorporación al esquema de la dirigencia perredista, en un contexto en el que ya no se guarda ni la apariencia de una institucionalidad al servicio del pueblo. Quedan, a lo sumo, unas cuantas dependencias de bienestar social que, con esa coartada, se dedican más bien, mediante el reparto de prebendas y limosnas, a la cooptación mafiosa del sufragio.
O sea que el país no ha vuelto al pasado. Los comicios del domingo anterior fueron poco concurridos, desaseados y escandalosos como los de antaño, pero lo que se legitimaba en ellos no era ya un pacto ventajoso para las élites (con concesiones legales y económicas a las mayorías), sino un modelo de saqueo y depauperación programada.
Ante ese panorama resultan tentadoras las propuestas a la sociedad de dar la espalda a las urnas o, en todo caso, burlarse de ellas. Sólo que eso significaría participar en el programa de una institucionalidad electoral de espaldas a la sociedad y de una clase política que se burla de la ciudadanía elección tras elección, y hacerse cómplice de ellas. La única manera de limpiar un recinto inmundo es meterse en él, escoba y jabón en mano.
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