Carlos Bonfil
Fotograma de la cinta protagonizada por la joven actriz Amanda Seyfried
Es posible entender lo que motivó a dos estupendos documentalistas como los estadunidenses Rob Epstein y Jeffrey Friedman (The celluloid closet, Paragraph 175, The times of Harvey Milk), a elaborar una suerte de biografía condensada de la célebre actriz porno de los años 70, Linda Lovelace.
Epstein y Friedman poseen el profesionalismo, el rigor y la metodología que les habría permitido abundar en el tema de la industria pornográfica de un modo original y posiblemente incisivo. En lugar de ello, eligieron proponer un retrato incompleto, poco convincente y atractivo, de Linda Lovelace, la fugaz estrella porno, tomando como punto de partida las revelaciones en su libro Ordeal (Martirio, 1980), larga sucesión de acusaciones, reclamos y golpes de pecho de la protagonista que en muy poco tiempo pasó de la ingenuidad juvenil a la adicción a las drogas y la promiscuidad, luego del cine porno a un cristianismo militante, y finalmente, de las proezas orales en el terreno sexual a una irreprochable plenitud doméstica como madre y esposa.
El caso Linda Lovelace había sido abordado ya en forma documental en Inside Deep throat (Fenton Bailey y Randy Brabato, 2005), con entrevistas a Gore Vidal, Camille Paglia, Norman Mailer, Larry Flynt y Erica Jong, todos ellos disertando sobre la magnitud sociológica del fenómeno y su mitología fulgurante. Lo que hoy proponen Epstein y Friedman, llevando el caso al terreno de la ficción, es algo reiterativo e insustancial, demasiado conocido para el público estadonidense, pero insuficientemente familiar para las audiencias de otros países, como el nuestro, a las que también pretende interesar.
Garganta profunda fue una producción porno de ínfimo presupuesto, con un guión escrito en dos días, con los recursos técnicos e histriónicos más mediocres que pueda uno imaginar, y una duración de apenas una hora. Y sin embargo, de modo increíble, se volvió a principios de los años 70 todo un fenómeno mediático. Se estrenó como película comercial en Times Square e incorporó el sexo explícito a un mainstream para adultos, haciendo de la clasificación X, sello infamante de censura, el exitoso distintivo chic de una mercadotecnia nueva, pretendidamente progresista.
El
argumento de la cinta era candoroso y simpático: una joven deseosa de
tener el mejor sexo posible, se descubría frígida, y el ginecólogo que
consultaba (el actor porno Harry Reems), veía la causa de la disfunción
en la extraña ubicación del clítoris en la garganta de la paciente,
procediendo de inmediato a estimularlo. Lo que seguía era el
virtuosismo de la joven ensayado con múltiples parejas sexuales. Esa
premisa argumental bastó para que muchos espectadores se imaginaran
capaces, con recursos propios, de satisfacer al nuevo símbolo sexual y
le hicieran promoción, valga decirlo, de boca a boca.
Eran los tiempos de la revolución sexual, y Linda Lovelace, sin sospecharlo, se había vuelto un poderoso emblema de esa liberación. Poco importaba que detrás de esa aparente libertad estuviera el poderío de una mafia, los maltratos físicos del promotor y amante de Linda, y una evidente explotación sexual y económica (600 millones de dólares para los productores, 1250 dólares para la estrella), la construcción mediática estaba ya en marcha, y era imparable.
Los realizadores de Lovelace exploran el fenómeno de modo superficial y anecdótico, recurren a elipsis narrativas y se desentienden de un contexto cultural que suponen ampliamente conocido. A Lovelace la interpreta con decoro y soltura camaleónica la joven actriz Amanda Seyfried; su cinturita explotador es Peter Sarsgaard (estupendo en su mezquindad insondable), y en papeles secundarios figuran James Franco, Chloë Sevigny y una Sharon Stone irreconocible como tiránica madre de Linda.
Considerando la naturaleza del tema, sorprende el pudor con el que cuatro décadas después se filma la historia, volviendo material de solemne melodrama el martirio de la estrella porno transformada con los años en activista antiporno, y limpiando a la crónica de buena parte de su primera irreverencia sulfurosa. Para el lector deseoso de explorar este tema, se recomienda Cultura porno, de Naief Yehya (Col. Ensayo Tusquets, 2013).
Twitter: @CarlosBonfil1
Eran los tiempos de la revolución sexual, y Linda Lovelace, sin sospecharlo, se había vuelto un poderoso emblema de esa liberación. Poco importaba que detrás de esa aparente libertad estuviera el poderío de una mafia, los maltratos físicos del promotor y amante de Linda, y una evidente explotación sexual y económica (600 millones de dólares para los productores, 1250 dólares para la estrella), la construcción mediática estaba ya en marcha, y era imparable.
Los realizadores de Lovelace exploran el fenómeno de modo superficial y anecdótico, recurren a elipsis narrativas y se desentienden de un contexto cultural que suponen ampliamente conocido. A Lovelace la interpreta con decoro y soltura camaleónica la joven actriz Amanda Seyfried; su cinturita explotador es Peter Sarsgaard (estupendo en su mezquindad insondable), y en papeles secundarios figuran James Franco, Chloë Sevigny y una Sharon Stone irreconocible como tiránica madre de Linda.
Considerando la naturaleza del tema, sorprende el pudor con el que cuatro décadas después se filma la historia, volviendo material de solemne melodrama el martirio de la estrella porno transformada con los años en activista antiporno, y limpiando a la crónica de buena parte de su primera irreverencia sulfurosa. Para el lector deseoso de explorar este tema, se recomienda Cultura porno, de Naief Yehya (Col. Ensayo Tusquets, 2013).
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