Análisis
Emilio
Gamboa Patrón, impulsor de la Ley Televisa; Armando Melgar, presidente
de Canal 40; Ninfa Salinas, hija de Ricardo Salinas Pliego; Mónica
García de la Fuente, miembro jurídico de Televisa; Javier Lozano
Alarcón, autor de la Ley Televisa 2; y Arely Gómez González, hermana de
Leopoldo Gómez, vicepresidente de Televisa. Fotos: O. Gómez, E. Miranda, M. Dimayuga, G. Canseco, B. Flores |
MÉXICO,
D.F. (proceso.com.mx).- Si México fuera un país democrático, los
funcionarios y legisladores defenderían el interés público en lugar de
utilizar sus cargos para lucrar personalmente. Personajes como Pedro
Joaquín Coldwell, Purificación Carpinteyro, Ninfa Salinas, Luis
Videgaray y Javier Lozano podrían desarrollar libremente sus negocios
en el ámbito privado, pero sería estrictamente prohibido que ocuparan
un cargo público a menos que se deshicieran completamente de todos los
intereses económicos, personales y profesionales que pudieran
distraerlos de sus responsabilidades con la ciudadanía.
Habría que exigir
transparencia absoluta e inmediata de todas las cuentas, relaciones y
compromisos de los legisladores y funcionarios federales. Quien no
divulgue, que renuncie.
El 15 de enero de 2013, Enrique Peña Nieto y su gabinete
quisieron demostrar su supuesto compromiso con la transparencia al
organizar una extravagante conferencia de prensa para dar a conocer
versiones públicas de sus declaraciones patrimoniales. Resultó una gran
farsa. La información difundida se limitó al monto de sus salarios como
servidores públicos, así como a algunos datos generales sobre obras de
arte y bienes inmuebles que habían recibido “en donación”. Hasta la
fecha la sociedad se mantiene en total oscuridad con respecto a los
verdaderos intereses financieros, profesionales y personales de los
funcionarios federales y sus familiares.
La Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de
los Servidores Públicos es meridianamente clara. Todo servidor público
debe “excusarse de intervenir en cualquier forma en la atención,
tramitación o resolución de asuntos en los que tenga interés personal,
familiar o de negocios, incluyendo aquellos de los que pueda resultar
algún beneficio para él, su cónyuge o parientes consanguíneos hasta el
cuarto grado, por afinidad o civiles, o para terceros con los que tenga
relaciones profesionales, laborales o de negocios, o para socios o
sociedades de las que el servidor público o las personas antes
referidas formen o hayan formado parte”.
Esta ley aplica para los integrantes del Poder
Ejecutivo, como Coldwell y Videgaray, y para los del Poder Legislativo,
como Carpinteyro, Salinas y Lozano. Los reglamentos correspondientes de
la Cámara de Diputados y del Senado de la República reproducen las
mismas prohibiciones. Sin embargo, la ciudadanía no cuenta con la
información necesaria para poder exigir el cumplimiento de estas
importantes disposiciones legales. En consecuencia, impera una
vergonzosa simulación y una peligrosa impunidad que amenaza con
destruir por completo el carácter público de nuestras instituciones.
Y más allá de transparentar los conflictos de interés
imperantes, también habría que realizar reformas para evitar que
siquiera existan. En Estados Unidos, por ejemplo, los funcionarios
públicos, al asumir sus cargos, se obligan a deshacerse de todos los
compromisos económicos que en algún momento pudieran influir
negativamente en su desempeño. Esto va mucho más allá de la simple
“declaración patrimonial” con la que contamos en México. Además de
declarar sus posesiones, deben modificarlas, o remitirlas a
fideicomisos “ciegos”, para prevenir cualquier conflicto de interés en
el futuro.
Otros países disponen de reglas más avanzadas. Así,
Israel prohíbe de forma tajante emplear en una dependencia
gubernamental a personas estrechamente vinculadas con los sectores o
los actores regulados por la institución. En lugar de esperar a que el
funcionario cometa algún delito, estas normas buscan combatir el
problema de raíz al bloquear la infiltración del Estado por parte de
intereses particulares.
Este tipo de disposiciones no son ajenas al régimen
jurídico mexicano. Por eso los requisitos que se aplican a quienes
aspiran a ser consejeros electorales, comisionados del IFAI o auditor
superior de la Federación responden precisamente a la necesidad de
evitar un posible conflicto de interés. Lo más saludable sería extender
esta lógica a otros ramos del gobierno. Así como está prohibido que un
secretario de Estado o un reciente candidato a un cargo de elección
popular sea consejero electoral, el dueño de una empresa en la rama
energética debe estar impedido por ley para ocupar posiciones en la
Secretaría de Energía.
Asimismo, alguien que haya actuado como
consultor o empleado de los principales medios de comunicación debería
estar excluido de las comisiones de telecomunicaciones en el Congreso
de la Unión o de los más altos cargos en la Secretaría de
Comunicaciones y Transportes y el Instituto Federal de
Telecomunicaciones.
Los conflictos de interés constituyen la contracara de
la privatización. Ambas dinámicas abonan el desmantelamiento del
carácter público del Estado. Con la privatización se busca descuartizar
al Estado para entregarlo en pedazos a intereses particulares. Con los
conflictos de interés, los actores privados se infiltran en el Estado
para minarlo y debilitarlo por dentro. Las dos prácticas son igualmente
reprobables, y como sociedad tendríamos que rechazarlas de manera
contundente. El desarrollo político y económico que tanto anhela el
pueblo mexicano solamente será posible a partir de una clara defensa de
la esfera pública y de los intereses generales, por encima de los
intereses corruptos de quienes buscan lucrar con sus responsabilidades
públicas.
www.johnackerman.blogspot.com
Twitter: @JohnMAckerman
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