Jesús Cantú
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Durante los últimos 18 años se repitió incansablemente
que el país no lograba retomar un ritmo adecuado y sostenido de
crecimiento económico (un incremento promedio anual del PIB de al menos
5%) por la falta de las reformas estructurales que permitieran
colocarlo en situación de igualdad con el resto de las economías
emergentes del mundo; ahora que finalmente se concretaron, éstas, en
palabras del mismo presidente Enrique Peña Nieto, permitirán construir
un “nuevo México” con un crecimiento del ingreso per cápita, con un
mejoramiento en la redistribución del ingreso y la elevación del
bienestar de la población.
Más allá de que no hay
compromisos específicos ni metas precisas que cumplir, sino únicamente
promesas y declaraciones sin el respaldo de datos duros, hay al menos
tres buenas razones para desconfiar de las mismas: una, la
imposibilidad real de avanzar en dichas promesas en los últimos 30
años, desde la instauración del actual modelo de desarrollo económico;
dos, la ausencia de estudios serios y claros que permitan saber con
certeza que las reformas contribuirán a fortalecer (y no a debilitar)
la recaudación fiscal; y tres, la falta de evidencia de que las
reformas tendrán el impacto esperado en las condiciones mundiales y
nacionales presentes.
Respecto a la primera reserva, basta recurrir a las
cifras oficiales y destacar que en los últimos 34 años el crecimiento
promedio anual del PIB fue de 2.5%, es decir, escasamente la mitad de
lo mínimo deseable; pero, peor todavía, el crecimiento del PIB per
cápita real ha seguido una tendencia decreciente durante el mismo
periodo, y de 35.4% de crecimiento acumulado en el sexenio de Carlos
Salinas pasó a 14.4% en el de Felipe Calderón. Los defensores del
modelo económico atribuyen dichos resultados precisamente a la ausencia
de las reformas estructurales; así que una vez aprobadas no hay excusas.
En cuanto a la segunda, el problema tiene que ver con la
dependencia fiscal del petróleo, ya que más de la tercera parte de la
recaudación del gobierno federal proviene precisamente de un régimen
impositivo que sangraba la economía de Pemex y le impedía mantener un
desarrollo saludable. Con la reforma energética se aprobó un nuevo
régimen fiscal para la paraestatal, lo que impactará directamente en
los ingresos de la federación. De ninguna manera dicho régimen puede
ser compensado con los ingresos adicionales que se atribuyen a la
reforma fiscal; así habrá un déficit de ingresos que tendría que
llenarse, y de acuerdo a los postulados –ya que públicamente no se
conocen proyecciones o corridas de estimados– incluso superar la
recaudación actual.
De no cumplirse esta previsión, las consecuencias serían
catastróficas para la apuesta económica y social del gobierno de Peña
Nieto, pues desequilibraría las finanzas públicas con dos posibles
impactos: que se suspenda o disminuya el programa de construcción de
infraestructura y/o los programas sociales, so pena de incurrir en un
déficit presupuestal permanente y creciente que acabe con romper la
llamada estabilidad macroeconómica, el único logro del modelo
neoliberal.
En cuanto al tercer aspecto, aunque los supuestos de los
defensores del modelo sean acertados, hay muchas consideraciones que
hay que incorporar en la coyuntura actual: primero, el país aprueba las
reformas 30 años después de lo que lo hicieron los pioneros, cuando
éstos ya están realizando enmiendas y modificaciones importantes;
segundo, el mercado de hidrocarburos –la principal carta dentro de las
reformas estructurales– hoy es de compradores y no de proveedores, por
el vuelco radical que implica que el principal consumidor (Estados
Unidos) no sólo sea autosuficiente sino que se haya convertido en
exportador, esto sin considerar el desarrollo y expansión de las
fuentes de energía alternativa; tres, la debilidad e inestabilidad de
la economía mundial; cuatro, la debilidad del mercado mexicano como
resultado de tres décadas de crecimiento muy limitado; cinco, las
deficiencias estructurales de la economía mexicana; sexto, la debilidad
del Estado mexicano, evidente en su incapacidad para controlar la
ordeña de combustibles de los ductos de Pemex (operación que es
técnicamente muy fácil de detectar) y mantener el control en todo el
territorio nacional, entre otros; y, finalmente, la galopante
corrupción que puede ser determinante para inhibir la llegada de
capitales internacionales por los altos costos inherentes a la misma.
Pero, suponiendo sin conceder, que todas estas reservas
son superadas y las reformas estructurales detonan el crecimiento del
PIB, tal como anuncian sus promotores, particularmente el gobierno, la
realidad es que esto casi seguramente generará, como ya lo hizo durante
la llamada época del “milagro mexicano”, mayor corrupción y más
desigualdad socioeconómica.
A pesar de lo pregonado por el gobierno y los partidos
integrantes del llamado Pacto por México, las reformas al Estado
mexicano no tan sólo no lo fortalecen, sino que lo debilitan, como es
evidente sobre todo en la ausencia de estado de derecho y la atención
de las necesidades sociales de amplios sectores de la población
mexicana.
Y, paradójicamente, las reformas pendientes tienen que
ver con las normas que establecen límites a los excesos, abusos y
perversiones del poder, como son las de transparencia, lucha
anticorrupción y leyes reglamentarias de los artículos 6 y 134
constitucionales, por lo cual no existe el andamiaje para frenar el
impacto que sobre la corrupción tendría la bonanza económica que se
generaría.
Y, por otra parte, sin las políticas públicas adecuadas
la mayor generación de riqueza simplemente provocará mayor
concentración del ingreso en unos cuantos, pero no mejoras en el
bienestar de la mayoría.
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