Colectivo La digna voz
Una
ideología es básicamente un conjunto de creencias que cuando se ocupan
de interpretar la realidad irremediablemente la distorsionan. El
problema de la inseguridad pública a menudo se atiende ideológicamente.
Y en este sentido, con frecuencia se cree que la inseguridad es un
síntoma de “ausencia” del Estado, o bien –en la más rudimentaria de las
explicaciones– una disfuncionalidad de ciertos individuos que tienen
una suerte de vocación antisocial congénita. Casi siempre van
engarzadas estas dos interpretaciones. Pero ninguna de las dos acierta
en su empeño por descubrir las causas profundas de este flagelo. Al
contrario, distorsionan la materialidad del fenómeno. Y por
consiguiente, frenan cualquier tentativa de identificación y solución
del problema.
Si bien es cierto que el “fracaso” en el combate a la
inseguridad pública es sólo parte de un cálculo ceñido a las
coordenadas de costo-beneficio (y por consiguiente. más o menos
conscientemente inducido), lo que enciende los focos de alerta es la
avenencia de ciertos segmentos de la población, y la condescendencia o
impotencia de otros, en relación con la política de seguridad que
alcanzó rango de exclusividad en el tratamiento de este problema: a
saber, la militarización. La creciente aceptación ciudadana en torno a
las políticas militares tiene precisamente un fondo ideológico, es
decir, un sustrato falsario de la realidad, que se resume en la
siguiente ecuación: más Estado menos delincuencia, o la inversa, menos
Estado más delincuencia. No obstante, en el marco de los Estados
neoliberales la fórmula sigue la lógica contraria u opuesta: más Estado
más delincuencia, o menos Estado menos delincuencia. El problema es que
frecuentemente se omite que en la actualidad la presencia del Estado se
afirma exclusivamente en términos de ocupación militar, policial o
paramilitar, y no en atención a reclamos cuyo tratamiento exige otros
modos de intervención, y que esta presencia rigurosamente militar ha
demostrado ser un catalizador y no un paliativo de la violencia e
inseguridad. La fabricación de consenso en torno a la primacía de
la militarización en la procuración de bienestar social, data de
algunos años atrás, y sin duda cobra una fuerza inédita en el marco de
la decadencia de Estados Unidos.
En la anterior entrega se sostuvo:
“Sólo en un renglón la supremacía de Estados Unidos sigue ilesa: la
fuerza militar. Por eso la solución a los problemas que enfrenta el
pináculo de la jerarquía estadunidense se ciñe tercamente a la vía
militar” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/08/militarizacion-la-cifra-dominante-de.html).
En un intento de apología de esta contemporaneidad geopolítica, que
bien se puede tomar como una confesión involuntaria, el director del Centro Carr, Michael Ignatieff, de la Kennedy School of Government de Harvard, escribió en un artículo del New York Times: “El imperium
del siglo XXI es una invención nueva para los anales de ciencia
política, un imperio descafeinado, una hegemonía global que se apoya en
los mercados libres, los derechos humanos y la democracia, impuestos
por la potencia militar más asombrosa que el mundo haya conocido” (Noam
Chomsky, 2006). Este no es más que uno de múltiples ejemplos que
ilustran el empeño de ciertos grupos de poder por normalizar la
militarización, e incluso maridarla con la seguridad o bienestar de las
poblaciones.
En México, esta falsa conciencia que atribuye a
lo militar la condición de antídoto para todos los males sociales, y
especialmente para la inseguridad pública, encontró eco y raigambre. En
el libro “México a la deriva: y después del modelo policiaco ¿qué?”, el
jurista Pedro José Peñaloza registra el ascenso y preeminencia del
gasto militar: “[En el sexenio pasado] la Secretaría de la Defensa
Nacional ‘acaparó’ cerca del 40 por ciento, del total del presupuesto
destinado anualmente a seguridad: de los 112 mil millones de pesos
autorizados para ese renglón en 2010, los militares concentraron 38.9
por ciento. Desde el inicio del sexenio de Calderón, los recursos
[registraron] un incremento del 61 por ciento (43 mil millones de
pesos)”. Otro dato que no puede escapar al escrutinio es el referente
al aumento de personal y equipamiento militar en México. De acuerdo con
el Banco Mundial (y adviértase que las cifras pueden ser
conservadoras), entre 1995 y 2006 el gobierno mexicano elevó 50.5% su
personal militar; una tasa de incremento que contrasta
significativamente con la de otros países latinoamericanos.
Por
ejemplo, Brasil y Argentina reportan un aumento en las filas de las
fuerzas armadas del 10 y el 8 por ciento respectivamente. También en el
rubro de equipamiento militar, México registra un alza significativa:
en 2006 el país importó equipo con un valor de 68 millones de dólares,
cifra que da cuenta de un incremento de 61% en relación con la década
anterior (La Jornada 13-IV-2008). Pero el problema, que
nadie o sólo unos pocos quieren ver, es que esta inversión ingente en
el ramo militar no se tradujo nunca en una disminución de la
delincuencia e inseguridad. Otra vez Peñaloza advierte: “El dogma… se
derrumba: a pesar de la voluminosa inyección de recursos [a las fuerzas
castrenses] y del engrosamiento de las filas policiales, los índices
delictivos no bajan: peor aún, se incrementan. En 2009 se registraron 1
millón 805 mil presuntos hechos delictivos: 131 mil del fuero federal y
el resto del fuero común. De esta forma, los delitos del ámbito federal
se incrementaron casi 20 por ciento, en relación con lo reportado en
diciembre de 2006, y los del orden común 14 por ciento”.
Y
todo este júbilo por lo militar, que tristemente no ceja, se manifiesta
de forma obscena en el presente, en casi todas las esferas de la vida
pública. Veracruz es un caso paradigmático. El 13 de diciembre de 2013,
en un titular de la sección de política en La Jornada Veracruz,
se podía leer: “Piden empresarios militarización de las principales
ciudades por la ola delictiva”. En otra nota que apareció en la edición
del pasado lunes 15 de septiembre, en el mismo rotativo, se consigna la
solicitud de los dirigentes del Partido de Acción Nacional de dar
urgente entrada a la Gendarmería en el estado de Veracruz. “Seguiremos
insistiendo en que llegue la Gendarmería Nacional, igual que otras
fuerzas, la verdad es que en el tema de la inseguridad nada sobra
(sic), al contrario, si llega la Fuerza Civil que están anunciando,
bienvenida, pero que también llegue la Gendarmería, el Ejército, la
Marina, y la Policía Federal”. Sólo faltó pedir el ingreso de efectivos
militares estadounidenses; aunque sospechamos que es un anhelo que se
incuba subrepticiamente en los diversos grupos empresariales.
Lejos quedaron los tiempos en que las fuerzas armadas se ocupaban de
combatir o impedir la agresión de fuerzas foráneas. Ahora están al
servicio de la agenda del poder en turno, y acaso en el mejor de los
escenarios, a disposición del combate a la criminalidad común que el
propio sistema provoca y nutre con la impunidad.
La posición
del gobierno oscila entre el engaño y la continuidad de la
militarización. Cuando no atiende estos reclamos de universalización
irrestricta del recurso militar, se atrinchera en narrativas
negacionistas. Sino véase la reciente declaración del comandante de la
Tercera Zona Naval, Jorge Alberto Burguette Keller: “No hay ninguna
condición de inseguridad, las condiciones siguen siendo de
habitabilidad, funcionalidad y buen estado de ánimo social”. El
comandante de la Sexta Región Militar, Genaro Fausto Lozano Espinoza,
complementó este guiño retórico con el típico cinismo folklórico tan
acudido por las autoridades públicas: “Está mejorando la situación,
este mes está muy tranquilo, es para celebrar a México (…) vamos a
trabajar en la percepción ciudadana que es igual de importante a la
realidad (¡sic!), hay una estrategia para ayudar a la percepción y que
se pueda disfrutar de las fiestas [patrias]” (La Jornada Veracruz 14-IX-2014).
Tanto empresarios como mandos políticos se resisten a identificar las
causas reales de la inseguridad pública, o peor aún, a admitir el
avance de este opresivo fenómeno en todas sus modalidades. Por ejemplo,
de acuerdo con diversas ONG’s, el delito de desaparición forzada va en
aumento: “De los más de 22 mil desaparecidos, 9 mil 790 son casos
presentados en lo que va del gobierno de Enrique Peña Nieto, y 12 mil
532 durante el de Felipe Calderón, lo que implicaría que en dos años de
la actual administración se han presentado 78 por ciento de las que
hubo el sexenio pasado… además de que sólo se iniciaron 291
averiguaciones previas relacionadas con este ilícito entre 2006 y 2013”
(La Jornada 28-VII-2014). Otras cifras incluso más
alarmantes, señalan que en el período 2006-2012 se registró la
desaparición de 26 mil personas. Pero cualquiera que sea el dato exacto
(sin minimizar la inhumanidad de este crimen), la cifra que más alarma
es la que proporciona la Comisión Nacional de Derechos Humanos,
referente a la participación de las corporaciones militares: “El
involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública
ha tenido un efecto directo en el aumento (sic) a violaciones graves de
derechos humanos. Las quejas presentadas… por violaciones de derechos
humanos por parte de militares se han incrementado en un 1000%...
Particularmente resulta preocupante el incremento en la cifra de
desapariciones forzadas desde que dio inicio [la pasada administración
federal]” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/05/la-desaparicion-forzada-una-modalidad.html).
Mancomunar militarización con “mercados libres, derechos humanos y
democracia”, y por añadidura con el combate a la inseguridad pública,
es uno de los grandes éxitos de una intensa campaña propagandística que
cultivan los Estados neoliberales, especialmente los que presentan
estados avanzados de bancarrota jurídica. Es interesante –aunque
insultante– este fenómeno ideológico, principalmente por dos razones:
uno, porque es un ejemplar de los sustratos falsarios que dan forma a
las texturas del imaginario colectivo; y dos, porque pone de manifiesto
esa relativa naturalización de la militarización, como elemento incluso
complementario de la seguridad pública o los derechos humanos. En suma,
esta “conciencia falsa” niega lo que la militarización realmente es: a
saber, la anulación categórica de la democracia, la seguridad pública y
los derechos humanos.
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