Una historia cotidiana, pero terrorífica precisamente por lo cotidiana que es.
Por María José Gaona
Hace unas pocas horas circuló la noticia sobre la muerte de Tugce
Albayrak, la joven golpeada en Alemania por haber defendido a unas
muchachas que estaban siendo acosadas. Una golpiza con un bate fue la
respuesta ante sus intenciones por ayudar a quienes pedían auxilio.
Un asesinato como éste, a pesar de que nos conmueve, pareciera ser
una realidad ajena. La cosa es que Tugce se vio envuelta en una de las
acciones más cotidianas que atraviesan el mundo entero: el acoso
callejero. Lo más terrorífico del caso, es que todas pudimos haber sido Tugce.
Lo más grave no es la crueldad de los hombres, no es el arma que
utilizaron, sino el acoso cotidiano donde sea, a la hora que sea, con
quién sea. Los acosadores pueden tener cualquier edad, cualquier clase
social, cualquier estado mental. Enfermos y sanos, acosadores hay por
doquier.
Hace unos días, pasé el fin de semana en la casa de mi pololo. Vimos
películas. Ya bajaba la tarde del domingo y mi novio, fanático albo,
quería ver el partido del “Colo”. Como no comparto su lamentable
decisión, me fui a mi casa y preparar las cosas para la jornada
laboral. Para trasladarme desde su casa hasta la mía, debía tomar dos
micros. Antes de salir, me puse pantys a pesar del calor, ya que el
vestido que usaba era un poco corto y todas sabemos lo desagradable que
es que los viejos te miren las piernas en la micro. Asimismo,
le consulté a mi pololo si mi vestido era muy escotado y me dijo “un
poco, pero te queda increíble”. Menos mal no tengo una pareja
castradora y celotípica.
Después de esa experiencia, mi cuerpo se
empezó a sentir mal. Quería llegar a la casa y ponerme un polerón
enorme, un buzo. Quería taparme y sentirme segura en mi cama. Me senté
en la micro al lado de una mujer y me tapé con la mochila.
La cosa es que salí al primer paradero. Llegando, percibí la soledad
dominical de las calles y ahí estaba el primer acosador de una larga
lista. Mientras esperaba la micro sentía su mirada, su rostro asqueroso
expectante a que pasara un poco de viento y alcanzar a ver algo debajo
de mi vestido. No le importó que yo me diera cuenta, que me sintiera
incómoda. La micro no pasaba y como es costumbre, mi incomodidad me
ganó y decidí irme a otro paradero. Mientras me iba, pasé a su lado y me miró fijamente. Lo miré de vuelta con un rostro enojado y le hice un “ki ti pah!”.
Me devolvió una mirada perturbada mientras se acercaba. Me asusté
porque no había nadie más, entonces dieron el verde y crucé la calle.
Viejo asqueroso.
Llegué a la otra esquina y pasaron dos jóvenes de mi edad en
bicicletas de buena marca y full equipados. Se veían decentes. Mientras
esperaba el otro semáforo uno de ellos me miró el escote descaradamente y partió.
Parecía broma. Llegue al nuevo paradero donde me encontré con el
tercero. Éste, un poco más entrador, se me acercó. No tenía cara de
perturbado o de asesino, era un jote centroamericano que me preguntaba
puras tonteras mientras se deleitaba con mis pechitos. “Sí, la micro
pasa por Grecia”, le dije. Este acosador no era el tímido con cara de
gil, era más bien corporal, pero acosador asqueroso al fin y al cabo.
Después de esa experiencia, mi cuerpo se empezó a sentir mal. Quería llegar a la casa y ponerme un polerón enorme, un buzo.
Quería taparme y sentirme segura en mi cama. Me senté en la micro al
lado de una mujer y me tapé con la mochila. Mi cara de odio alejaba a
las personas de mí. Me bajé en Grecia con Pedro de Valdivia a esperar
la siguiente micro y pensé ¿Por qué chucha no tengo plata para un
maldito taxi?
Mi ansiedad por llegar a casa se incrementaba, sin embargo
no podía gastar cuatro lucas en un taxi. En el nuevo paradero había una
chica joven, un joven de alrededor de 18 años y un hombre de unos 50.
El joven no paraba de moverse a causa de la espera eterna. “Maldita
micro por qué no pasas, te odio Ricardo Lagos y tu Transantiago
asqueroso”, pensé. Lo que no imaginaba es que de nuevo tendría que
pasar por lo mismo.
Llegó la hora de hablar de esto sin tapujos.
Muchos amigos y conocidos (hombres y mujeres) que incluso le dieron un
“like” a mi estado en facebook, más de alguna vez han tenido
comentarios machistas, una discriminación por género.
Esta vez, el hombre tenía cara y actitud de loco. No sacaba su
sonrisa y sus ojos que más que ojos parecen manos cochinas que te
desvisten. Me moví varias veces, imitando el andar del cabro joven. Su
mirada no se detenía, se paraba y me perseguía sólo para mirarme mejor.
A estas altura quería pegarle, pero me sensibilicé porque evidentemente
parecía un hombre con discapacidad mental. Quería pegarle igual.
Afortunadamente llegó la micro y logré esconderme entre la multitud, no
quería ser sujeto visible, quería ser un monstruo, tapado, seguro. Me dio pena. Rabia. Ganas de gritar. Ganas de dejarlos en ridículo. Ganas de taparme con una manta.
En un solo día se acumuló una situación que vivo a diario, cuando
salgo del diario, cuando me subo a la bici, cuando el tipo de la
oficina que me cae mal me mira las tetas cuando me subo al ascensor,
cuando llego a mi casa y el conserje me ve pasar y me saluda como si
fuera amoroso, pero sé que es un jote que me mira cuando voy a la
piscina. Siempre me tapo en la piscina y me escondo de las
cámaras. Lo peor de todo es que me da vergüenza admitirlo.
Supuestamente la mujer empoderada es choriza y no se deja pasar a
llevar.
Pero
en mí se esconde un profundo miedo. No es miedo a los temblores, ni a
un incendio, ni a los ratones ni a los pacos: le tengo terror a la
violación, le tengo miedo a los hombres. A esos que miran en
menos mi opinión política porque soy mujer a pesar de que se llaman
revolucionarios y ahora defienden el feminismo porque está de moda.
Esos son igual de machistas y te andan “tasando” igual que los viejos
de los paraderos, o incluso peor, me llamaban “es-COTÉ-ta” (me dicen
Coté).
Mi editor me pidió que escribiera esta historia que publiqué en mi
facebook, no porque mi experiencia fuera más dramática que otras, sino
porque llegó la hora de hablar de esto sin tapujos. Muchos amigos y
conocidos (hombres y mujeres) que incluso le dieron un “like” a mi
estado en facebook, más de alguna vez han tenido comentarios
machistas, una discriminación por género. El miedo a veces nos paraliza
y no hay fórmulas secretas, pero estoy segura que podemos partir por la
empatía. Por sacarnos las trabas. Muchas veces por ser comprometida con
“causas rebeldes” y ser una mujer “moderna empoderada” me trago temas
que muchos consideran menores, o no centrales para cambiar el mundo. Es
el miedo histórico al hombre, ese miedo que me inculcó mi padre cuando
golpeaba a mi madre, ese miedo que sintió Tugce Albayrak cuando vio que
dos muchachas desconocidas, estaban siendo acosadas en el baño de una
restaurante de comida rápida. Ese miedo, de a poco, lo vamos a ir venciendo. No necesitamos ser grandes estrategas, simplemente, un poco de empatía.
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